Plaza de San Pedro
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Este segundo domingo de Cuaresma nos invita a contemplar la transfiguración de Jesús en el monte, ante tres discípulos (cf. Mc 9,2-10). Poco antes, Jesús había anunciado que, en Jerusalén, sufriría mucho, sería rechazado y condenado a muerte. Podemos imaginar lo que debió ocurrir en el corazón de sus amigos, de sus amigos íntimos, sus discípulos: la imagen de un Mesías fuerte y triunfante entra en crisis, sus sueños se hacen añicos, y la angustia los asalta al pensar que el Maestro en el que habían creído sería ejecutado como el peor de los malhechores. Y precisamente en ese momento, con esa angustia del alma, Jesús llama a Pedro, Santiago y Juan y los lleva consigo a la montaña.
Dice el Evangelio: «Los llevó a un monte» (v. 2). En la Biblia el monte siempre tiene un significado especial: es el lugar elevado, donde el cielo y la tierra se tocan, donde Moisés y los profetas vivieron la extraordinaria experiencia del encuentro con Dios. Subir al monte es acercarse un poco a Dios. Jesús sube con los tres discípulos y se detienen en la cima del monte. Aquí, Él se transfigura ante ellos. Su rostro radiante y sus vestidos resplandecientes, que anticipan la imagen de Resucitado, ofrecen a estos hombres asustados la luz, la luz de la esperanza, la luz para atravesar las tinieblas: la muerte no será el fin de todo, porque se abrirá a la gloria de la Resurrección. Jesús, pues, anuncia su muerte, los lleva al monte y les muestra lo que sucederá después, la Resurrección.
Como exclamó el apóstol Pedro (cf. v. 5), es bueno estar con el Señor en el monte, vivir esta "anticipación" de luz en el corazón de la Cuaresma. Es una invitación para recordarnos, especialmente cuando atravesamos una prueba difícil —y muchos de vosotros sabéis lo que es pasar por una prueba difícil—, que el Señor ha resucitado y no permite que la oscuridad tenga la última palabra.
A veces pasamos por momentos de oscuridad en nuestra vida personal, familiar o social, y tememos que no haya salida. Nos sentimos asustados ante grandes enigmas como la enfermedad, el dolor inocente o el misterio de la muerte. En el mismo camino de la fe, a menudo tropezamos cuando nos encontramos con el escándalo de la cruz y las exigencias del Evangelio, que nos pide que gastemos nuestra vida en el servicio y la perdamos en el amor, en lugar de conservarla para nosotros y defenderla. Necesitamos, entonces, otra mirada, una luz que ilumine en profundidad el misterio de la vida y nos ayude a ir más allá de nuestros esquemas y más allá de los criterios de este mundo. También nosotros estamos llamados a subir al monte, a contemplar la belleza del Resucitado que enciende destellos de luz en cada fragmento de nuestra vida y nos ayuda a interpretar la historia a partir de la victoria pascual.
Pero tengamos cuidado: ese sentimiento de Pedro de que “es bueno estarnos aquí” no debe convertirse en pereza espiritual. No podemos quedarnos en el monte y disfrutar solos de la dicha de este encuentro. Jesús mismo nos devuelve al valle, entre nuestros hermanos y a nuestra vida cotidiana. Debemos guardarnos de la pereza espiritual: estamos bien, con nuestras oraciones y liturgias, y esto nos basta. ¡No! Subir al monte no es olvidar la realidad; rezar nunca es escapar de las dificultades de la vida; la luz de la fe no es para una bella emoción espiritual. No, este no es el mensaje de Jesús. Estamos llamados a vivir el encuentro con Cristo para que, iluminados por su luz, podamos llevarla y hacerla brillar en todas partes. Encender pequeñas luces en el corazón de las personas; ser pequeñas lámparas del Evangelio que lleven un poco de amor y esperanza: ésta es la misión del cristiano.
Recemos a María Santísima para que nos ayude a acoger con asombro la luz de Cristo, a guardarla y a compartirla.
Después del Ángelus
¡Queridos hermanos y hermanas!
Uno mi voz a la de los obispos de Nigeria para condenar el vil secuestro de 317 alumnas, arrancadas de su escuela, en Jangebe, en el noroeste del país. Rezo por estas muchachas, para que pronto puedan volver a casa. Estoy cerca de sus familias y de ellas. Recemos a Nuestra Señora para que las proteja. Dios te salve María…
Hoy es el Día Mundial de las Enfermedades Raras… —[mira la Plaza] estáis aquí—. Saludo a los miembros de algunas asociaciones comprometidas en este campo, que han venido a la Plaza. En el caso de las enfermedades raras, la red de solidaridad entre familiares, impulsada por estas asociaciones, es más importante que nunca. Ayuda a no sentirse solos y a intercambiar experiencias y consejos. Animo las iniciativas que apoyan la investigación y el tratamiento, y expreso mi cercanía a los enfermos, a las familias, pero especialmente a los niños. Estar cerca de los niños enfermos, de los niños que están sufriendo, rezar por ellos, hacerles sentir la caricia del amor de Dios, la ternura... Curar a los niños con la oración, también... Cuando aparecen estas enfermedades que no se sabe qué son, o hay un diagnóstico no bueno. Recemos por todas las personas que padecen estas enfermedades raras, especialmente por los niños que sufren.
Os saludo cordialmente a todos, fieles de Roma y peregrinos de varios países. Os deseo a todos un buen camino en este tiempo de Cuaresma. Y os aconsejo un ayuno, un ayuno que no os dará hambre: ayunar de los chismes y las murmuraciones. Es una forma especial. En esta Cuaresma no voy a cotillear de los otros, no voy a chismorrear... Y todos podemos hacer esto, todos. Este es un buen ayuno. Y no olvidéis que también servirá cada día leer un pasaje del Evangelio, llevar el pequeño Evangelio en el bolsillo, en el bolso, y tomarlo cuando se pueda, cualquier pasaje. Esto abre el corazón al Señor.
Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Feliz domingo, buen almuerzo y hasta pronto!