Un diálogo filial con la Virgen Romera en tiempo de coronavirus
Querida Madre, Santísima Virgen de la Cabeza: Permíteme que mantenga contigo un diálogo-oración, en el que te hablaré no sólo en nombre propio, sino prestando mi voz y mis sentimientos a quienes añoran no poder estar hoy aquí contigo. Tras siglos de historia, ésta será una de las pocas ocasiones en las que en este día grande de romería, tu pueblo amado no haya podido acercarse hasta este Cabezo. Lo impide, como tú sabes, la pandemia del COVID-19, el Coronavirus. De pronto, algo que no podíamos ni imaginar nos tiene confinados en nuestras casas y nos está privando de los momentos y situaciones más deseados y entrañables de la vida, como es el que vivimos contigo, cada año, en este último domingo de abril.
Pero, como “a los que aman a Dios todo les sirve para el bien” (Rm 8,28) y para que encuentren el significado de las cosas, quizás hoy estemos aprendiendo todos cómo es una peregrinación en estado puro. Es posible que algunos piensen que esta peregrinación es triste por ser a puerta cerrada o porque le falte las multitudes y el colorido de otros años. ¿Verdad, Madre, que no es ni triste ni a puerta cerrada? En una peregrinación, antes de que nosotros nos decidamos a subir al Cabezo para estar contigo en tu Santuario, ya has ido tú a nuestro corazón, a nuestras casas, a nuestros pueblos y nos has invitado y atraído. El camino de la fe es de ida y vuelta, pero siempre la ida es tuya y la vuelta nuestra, el primer paso lo das siempre Tú.
Hoy, Virgen querida de la Cabeza, es un día grande de Romería. Es verdad que no son las Hermandades y los devotos los que abren la puerta de este templo para entrar y saludarte, haciéndote escuchar eso que tanto te gusta oír de tus devotos: “Morenita y pequeñita lo mismo que una aceituna, una aceituna bendita”. Hoy eres tú la que, como Romera, abre las puertas de este Santuario y sales de él espiritualmente, como peregrina, para acercarte a nuestras vidas, a nuestras casas. Vas a confinarte entre nosotros y a llevarnos el consuelo de tu corazón; hoy te haces médico, enfermera, del servicio de limpieza o cocinera, policía, transportista y voluntaria… y también capellana para el último adiós.
Recorrerás la geografía espiritual que forman la multitud de tus hijos, y también la de aquellos que no tienen mucha relación contigo, pero sufren y esperan, sin saber muy bien de dónde les vendrá el auxilio. Tú estarás, como siempre, muy cerca y muy atenta a ellos en el camino de sus vidas. Tú eres como tu Hijo, como el Resucitado, y por eso fuiste enviada a este bendito lugar para estar junto a nosotros y acompañarnos en todas las situaciones de la vida. Hoy haces Tú el camino de ida; el de vuelta ya lo haremos cuando podamos superar esta amenaza que nos lo impide.
Hemos escuchado en el Evangelio un episodio increíble, una muestra preciosa de amor infinito y de cercanía de Jesús a todos los que caminan entre luces y sombras y con preguntas y heridas en su corazón. Qué te voy a decir yo a Ti, que fuiste la primera en sentir este fuego y esta cercanía del Resucitado. Jesucristo, del mismo modo que lo había hecho contigo en tu dolor y esperanza, se ocupa uno por uno de sus discípulos y les alienta en su fe. Se pone a su altura, camina con ellos y, sobre todo, escucha; como lo hace en este relato y siempre lo hace con nosotros.
Los de Emaús, por su parte, con esa confianza que da la oración, cuando se reza con fe, le cuentan su desencanto, su decepción y le abren el corazón con sus muchos y graves problemas. No es cierto, Madre, que eso mismo es lo que tú vas a hacer hoy con todos los que, desde sus casas, están mirando hacia el Cabezo. Quieres que te comentemos, con la sencillez de los hijos, todo lo que nos pasa; quieres que te lloremos lo que nos hace sufrir; que manifestemos sin pudor nuestras preocupaciones y miedos. Y, pacientemente, Tú, querida Madre, llorarás con nosotros, sufrirás con nuestros sufrimientos y encontrarás en el cielo, que es tu corazón, el consuelo oportuno para los que ahora nos sentimos débiles y en peligro.
Los que se han sentido peregrinos alguna vez en este bendito lugar, saben muy bien que nunca, después de un encuentro contigo, nos vamos de vacío. Tú siempre nos haces mirar hacia adelante, siempre nos das la medicina que nos cura, siempre nos ofreces el perfume del amor de Dios que eleva nuestra dignidad, siempre nos invitas a la fe en Jesucristo, que es nuestro camino, verdad y vida. Como portadora, en tu corazón de madre, de tu Hijo amado, siempre haces que, cuando tenemos un encuentro contigo, aunque sólo sea con un cruce de miradas, arda nuestro corazón, como ardía el de esos dos caminantes al escuchar, de labios de Jesús, la Palabra de Dios.
¡Gracias por darnos el maravilloso regalo de un corazón encendido! ¡Gracias por hacernos sentir que la mano de Dios está tejiendo el mundo en favor nuestro, aunque a veces no lo notemos! ¡Gracias por darnos a saber que el Señor “que está contigo” camina por las veredas y autovías de este mundo, porque ahora su cielo son los hombres!
Virgen Santísima, sabemos que tú eres nuestra compañera en estos días difíciles. No te olvides de decirnos que todo lo bueno, lo noble, lo sabio o lo bello que está brotando de los seres humanos confinados, quizás ahora más valiosos que nunca, no es sólo mérito nuestro. Ayúdanos a recordar que fuimos hechos por el Creador iguales en dignidad, que fuimos creados para el bien y el amor y que la solidaridad es la consigna que nos dio para la relación entre nosotros; una consigna que, por tu Hijo, grabó, en el árbol de la Cruz, como nuestro gran tesoro. Esto te lo digo, Madre querida, para que, en este caminar romero que hoy haces entre nosotros, despiertes nuestra confianza en Dios y nos ayudes a encontrar la cercanía sanadora y salvadora de Jesús.
Te encontrarás, querida Virgen de la Cabeza, mucho dolor, mucho sufrimiento y no sólo por la enfermedad, sino también por las graves consecuencias económicas, sociales y laborales que nos va a traer esta larga interrupción de lo ordinario. Este mundo con muchas luces, pero con un funcionamiento tan insolidario, puede generar, en un próximo futuro, un confinamiento, si cabe más doloroso, el de la exclusión social. Al pasar por nuestras casas y al entrar en nuestras vidas pon un impulso de solidaridad, que oriente una respuesta mundial ante la caída que se espera de nuestro sistema económico y social.
Siéntate, Madre, a nuestra mesa familiar, como hizo tu Hijo con los de Emaús. Ellos, sentados con Él a la mesa reconocieron a Jesús Resucitado y descubrieron que la Cruz es darse a los demás. Sentada con nosotros a la mesa queremos reconocerte como Madre de la Iglesia, en el partir el Pan. ¿Sabes cuál es uno de los mayores dolores de muchos cristianos en estos días de confinamiento? Que sufren porque no pueden participar en la Eucaristía, aunque la Iglesia, en sus sacerdotes, cada día la celebren y ofrezcan por el pueblo al que sirven. ¡Cuánta generosidad, tú lo sabes Madre, por parte de la Iglesia en sus sacerdotes, religiosas y laicos voluntarios, siempre disponibles para sus hermanos en el servicio de sus necesidades materiales y espirituales!
Lleva este mensaje a cada corazón y a cada casa: di a todos que Jesús Eucaristía no ha dejado de estar nunca sentado a la mesa con nosotros, di que tu Hijo sigue partiendo el pan de la paz, de la alegría, de la felicidad y del amor fraterno. Y, si lo consideras oportuno, haz ver que quizás esta carencia de la Misa, que aceptamos por sentido de responsabilidad, nos va a ayudar a valorar en su verdadero sentido lo que es la Eucaristía. Como dijo un gran Papa de nuestro siglo, la Eucaristía es “un modo de ser que pasa de Jesús al cristiano”. Por eso el altar y el sagrario son lugares de identificación con Jesucristo.
Para ir finalizando este diálogo-oración, en el que te hablo humildemente en nombre de andaluces, castellano-manchegos, españoles y devotos tuyos, repartidos por todo el mundo, quiero, Madre Santísima, hacerte una pregunta: ¿qué sientes al saber que nuestros enfermos mueren en soledad y sólo pueden encontrar la mano amiga de sus médicos y enfermeras? (momento de silencio) Con este silencio dolorido entiendo que me dices, desde lo más hondo de tu corazón, que también para ti es muy dolorosa y cruel esa soledad por la ausencia de los seres queridos.
Pero permíteme, Virgen de la Cabeza, que te siga preguntando: ¿están solos, completamente solos de seres queridos? ¿No hay nadie que ponga paz y esperanza en sus corazones? (pausa) Tengo la impresión, Madre querida, de que, ante mi pregunta, lloras. ¿Qué me quieres decir? Creo que lo intuyo: yo sé, por tu Hijo Jesucristo, cómo se muere en la fe; Él es la Resurrección y la Vida. Estoy seguro de que a los que mueren por Coronavirus no les ha faltado el amor de Cristo, que les acompaña y les lleva al Paraíso sobre sus hombros de Buen Pastor.
Y sé también, y esto es lo que me dices con tus lágrimas emocionadas, que muchos, en la hora de su muerte, te han llamado y te han suplicado: Virgen querida de la Cabeza, acompáñame en esta hora de soledad en espera de mi muerte. Y allí estabas tú, a su lado, con ellos y también con los que no te llamaban, pero tenían grabada la llamada en el corazón automático de su devoción, cogiéndoles con tus manos de madre para llevarlos contigo a la esperanza y a la alegría del cielo; de un cielo que en estos días está enternecido; porque Dios llora con el mundo.
Gracias, Madre, por esta romería en estado puro que estas haciendo hacia nosotros; por las caminatas de romera que haces para acompañarnos a todos en el confinamiento, la enfermedad, la pobreza y la muerte que no cesa. Cuando llegas a nuestros corazones y a nuestras casas, contigo sentimos el calor y la luz de Cristo que nos llena de alegría y nos invita a un anuncio feliz, que llena el presente de ilusión e ilumina el futuro de esperanza: ¡Jesucristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado! Un beso de todos tus hijos, querida Virgen de la Cabeza.
Santuario de la Virgen de la Cabeza, 26 de abril de 2020
+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Jaén