domingo, 20 de mayo de 2018

SANTA MISA DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS, HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO



En la primera lectura de la liturgia de hoy, la venida del Espíritu Santo en Pentecostés se compara a «un viento que soplaba fuertemente» (Hch 2,2). ¿Qué significa esta imagen? El viento impetuoso nos hace pensar en una gran fuerza, pero que acaba en sí misma: es una fuerza que cambia la realidad. El viento trae cambios: corrientes cálidas cuando hace frío, frescas cuando hace calor, lluvia cuando hay sequía... así actúa. También el Espíritu Santo, aunque a nivel totalmente distinto, actúa así: Él es la fuerza divina que cambia, que cambia el mundo. La Secuencia nos lo ha recordado: el Espíritu es «descanso de nuestro esfuerzo, gozo que enjuga las lágrimas»; y lo pedimos de esta manera: «Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas». Él entra en las situaciones y las transforma, cambia los corazones y cambia los acontecimientos.

Cambia los corazones. Jesús dijo a sus Apóstoles: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo […] y seréis mis testigos» (Hch 1,8). Y aconteció precisamente así: los discípulos, que al principio estaban llenos de miedo, atrincherados con las puertas cerradas también después de la resurrección del Maestro, son transformados por el Espíritu y, como anuncia Jesús en el Evangelio de hoy, “dan testimonio de él” (cf. Jn 15,27). De vacilantes pasan a ser valientes y, dejando Jerusalén, van hasta los confines del mundo. Llenos de temor cuando Jesús estaba con ellos; son valientes sin él, porque el Espíritu cambió sus corazones.

El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las resistencias. A quien se conforma con medias tintas, le ofrece ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace soñar al que cae en tibieza. He aquí el cambio del corazón. Muchos prometen períodos de cambio, nuevos comienzos, renovaciones portentosas, pero la experiencia enseña que ningún esfuerzo terreno por cambiar las cosas satisface plenamente el corazón del hombre. El cambio del Espíritu es diferente: no revoluciona la vida a nuestro alrededor, pero cambia nuestro corazón; no nos libera de repente de los problemas, pero nos hace libres por dentro para afrontarlos; no nos da todo inmediatamente, sino que nos hace caminar con confianza, haciendo que no nos cansemos jamás de la vida. El Espíritu mantiene joven el corazón – esa renovada juventud. La juventud, a pesar de todos los esfuerzos para alargarla, antes o después pasa; el Espíritu, en cambio, es el que previene el único envejecimiento malsano, el interior. ¿Cómo lo hace? Renovando el corazón, transformándolo de pecador en perdonado. Este es el gran cambio: de culpables nos hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de descartados a valiosos, de decepcionados a esperanzados. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón.

En este día, aprendemos qué hacer cuando necesitamos un cambio verdadero. ¿Quién de nosotros no lo necesita? Sobre todo cuando estamos hundidos, cuando estamos cansados por el peso de la vida, cuando nuestras debilidades nos oprimen, cuando avanzar es difícil y amar parece imposible. Entonces necesitamos un fuerte “reconstituyente”: es él, la fuerza de Dios. Es él que, como profesamos en el “Credo”, «da la vida». Qué bien nos vendrá asumir cada día este reconstituyente de vida. Decir, cuando despertamos: “Ven, Espíritu Santo, ven a mi corazón, ven a mi jornada”.

El Espíritu, después de cambiar los corazones, cambia los acontecimientos. Como el viento sopla por doquier, así él llega también a las situaciones más inimaginables. En los Hechos de los Apóstoles —que es un libro que tenemos que conocer, donde el protagonista es el Espíritu— asistimos a un dinamismo continuo, lleno de sorpresas. Cuando los discípulos no se lo esperan, el Espíritu los envía a los gentiles. Abre nuevos caminos, como en el episodio del diácono Felipe. El Espíritu lo lleva por un camino desierto, de Jerusalén a Gaza —cómo suena doloroso hoy este nombre. Que el Espíritu cambie los corazones y los acontecimientos y conceda paz a Tierra Santa—. En aquel camino Felipe predica al funcionario etíope y lo bautiza; luego el Espíritu lo lleva a Azoto, después a Cesarea: siempre en situaciones nuevas, para que difunda la novedad de Dios. Luego está Pablo, que «encadenado por el Espíritu» (Hch 20,22), viaja hasta los más lejanos confines, llevando el Evangelio a pueblos que nunca había visto. Cuando está el Espíritu siempre sucede algo, cuando él sopla jamás existe calma, jamás.

Cuando la vida de nuestras comunidades atraviesa períodos de “flojedad”, donde se prefiere la tranquilidad doméstica a la novedad de Dios, es una mala señal. Quiere decir que se busca resguardarse del viento del Espíritu. Cuando se vive para la auto-conservación y no se va a los lejanos, no es un buen signo. El Espíritu sopla, pero nosotros arriamos las velas. Sin embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo, precisamente en los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la santidad más luminosa. Porque Él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima de esperanza, la colma de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de vida. Como cuando, en una familia, nace un niño: trastorna los horarios, hace perder el sueño, pero lleva una alegría que renueva la vida, la impulsa hacia adelante, dilatándola en el amor. De este modo, el Espíritu trae un “sabor de infancia” a la Iglesia. Obra un continuo renacer. Reaviva el amor de los comienzos. El Espíritu recuerda a la Iglesia que, a pesar de sus siglos de historia, es siempre una veinteañera, la esposa joven de la que el Señor está apasionadamente enamorado. No nos cansemos por tanto de invitar al Espíritu a nuestros ambientes, de invocarlo antes de nuestras actividades: “Ven, Espíritu Santo”.

Él traerá su fuerza de cambio, una fuerza única que es, por así decir, al mismo tiempo centrípeta y centrífuga. Es centrípeta, es decir empuja hacia el centro, porque actúa en lo más profundo del corazón. Trae unidad en la fragmentariedad, paz en las aflicciones, fortaleza en las tentaciones. Lo recuerda Pablo en la segunda lectura, escribiendo que el fruto del Espíritu es alegría, paz, fidelidad, dominio de sí (cf. Ga 5,22). El Espíritu regala la intimidad con Dios, la fuerza interior para ir adelante. Pero al mismo tiempo él es fuerza centrífuga, es decir empuja hacia el exterior. El que lleva al centro es el mismo que manda a la periferia, hacia toda periferia humana; aquel que nos revela a Dios nos empuja hacia los hermanos. Envía, convierte en testigos y por eso infunde —escribe Pablo— amor, misericordia, bondad, mansedumbre. Solo en el Espíritu Consolador decimos palabras de vida y alentamos realmente a los demás. Quien vive según el Espíritu está en esta tensión espiritual: se encuentra orientado a la vez hacia Dios y hacia el mundo.

Pidámosle que seamos así. Espíritu Santo, viento impetuoso de Dios, sopla sobre nosotros. Sopla en nuestros corazones y haznos respirar la ternura del Padre. Sopla sobre la Iglesia y empújala hasta los confines lejanos para que, llevada por ti, no lleve nada más que a ti. Sopla sobre el mundo el calor suave de la paz y la brisa que restaura la esperanza. Ven, Espíritu Santo, cámbianos por dentro y renueva la faz de la tierra. Amén.

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS, ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la fiesta de hoy de Pentecostés culmina el tiempo de Pascua se centró en la muerte y resurrección de Jesús. Esta fiesta nos hace recordar y revivir el derramamiento del Espíritu Santo sobre los apóstoles y los otros discípulos reunidos en oración con la Virgen María en el Cenáculo (cf. Hechos 2 : 1-11). Ese día comenzó la historia de la santidad cristiana, porque el Espíritu Santo es la fuente de la santidad , que no es el privilegio de unos pocos, sino la vocación de todos.

Para el Bautismo, de hecho, todos estamos llamados a participar en la misma vida divina de Cristo y, con la Confirmación, a convertirnos en sus testigos en el mundo. "El Espíritu Santo derrama santidad en todas partes en el pueblo santo y fiel de Dios" ( Exhortación Apostólica Gaudete et exsultate , 6 ). "Dios quería santificar y salvar a la gente no individualmente y sin ninguna conexión entre ellos, sino que quería convertirlos en un pueblo, reconocerlo según la verdad y servirlo en santidad" (dogma de la Constitución Lumen gentium , 9).

Ya por los antiguos profetas, el Señor había anunciado su diseño a la gente. Ezequiel: "Pondré mi espíritu dentro de ti y te haré vivir de acuerdo con mis leyes y te haré observar y poner en práctica mis normas. [...] Serás mi pueblo y yo seré tu Dios "(36: 27-28). El profeta Joel dijo: "Derramaré mi espíritu sobre todos los hombres, y tus hijos e hijas se convertirán en profetas. [...] Incluso sobre los esclavos y esclavos en aquellos días derramaré mi espíritu. [...] Quien invoque el nombre del Señor será salvo "(3.1-2.5). Y todas estas profecías se realizan en Jesucristo, "mediador y garante de la efusión perenne del Espíritu" ( Misal Romano , Prefacio después de la Ascensión). Y hoy es la fiesta del derramamiento del Espíritu.

Desde ese día de Pentecostés, y hasta el fin del tiempo, esta santidad, la plenitud de la cual es Cristo, se da a todos los que se abren al Espíritu Santo y se esfuerzan por ser dócil. Es el Espíritu que nos hace experimentar una alegría plena. Al entrar en nosotros, el Espíritu Santo vence la sequedad, abre los corazones a la esperanza y estimula y fomenta la maduración interna en la relación con Dios y el prójimo. Esto es lo que San Pablo nos dice: "El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" ( Gal 5,22). Todo esto hace que el Espíritu en nosotros. Es por eso que hoy celebramos esta riqueza que el Padre nos da.

Pedimos a la Virgen María para obtener hoy la Iglesia un renovado Pentecostés, un joven renovada que nos dé la alegría de vivir y testimoniar el Evangelio y "infundir en nosotros un profundo deseo de ser santo para la mayor gloria de Dios" ( Gaudete et Exsultate , 177 ).

Después del Regina Coeli:

Queridos hermanos y hermanas:

Pentecostés nos trae a Jerusalén con nuestro corazón. Anoche estuve espiritualmente unida a la vigilia de oración por la paz que tuvo lugar en esa ciudad, santa para judíos, cristianos y musulmanes. Y hoy seguimos invocando al Espíritu Santo para inspirar voluntades y gestos de diálogo y reconciliación en Tierra Santa y en todo el Medio Oriente.

Deseo dedicarle un recuerdo especial a mi querida Venezuela. Le pido al Espíritu Santo que le dé a todo el pueblo venezolano: todo, gobernantes, personas, la sabiduría para encontrar el camino de la paz y la unidad. También rezo por los prisioneros que murieron ayer.

El evento de Pentecostés marca el origen de la misión universal de la Iglesia. Es por eso que hoy se publica el Mensaje para el próximo Día Mundial de la Misión. Y también me gusta recordar que ayer tuvo lugar 175 años desde el nacimiento del Trabajo de la Infancia Misionera, que ve a los niños como protagonistas de la misión, con oración y pequeños gestos diarios de amor y servicio. Agradezco y aliento a todos los niños que participan en la difusión del Evangelio en el mundo. Gracias!

Extiendo mis cordiales saludos a ustedes, peregrinos de Italia y de diferentes países. En particular, a los estudiantes del Colegio Irabia-Izaga de Pamplona, ​​al grupo del Colégio São Tomás de Lisboa y a los fieles de Neuss (Alemania).

Saludo la Schola Cantorum de Vallo della Lucania, los fieles de Agnone y las de San Valentino en Abruzzo acá, los chicos de Confirmación de San Cataldo, las cooperativas sociales "Jóvenes Amigos" de Terrassa Padovana y el Instituto Escuela "Caterina Santa Rosa "De Roma, que celebra su 150 aniversario.

ANUNCIO DEL CONCISTOR PARA EL DESIGNACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

Queridos hermanos y hermanas:

Me complace anunciar que el 29 de junio tendré un Consistorio para el nombramiento de 14 nuevos Cardenales. Su procedencia expresa la universalidad de la Iglesia que continúa proclamando el amor misericordioso de Dios a todas las personas en la tierra. Además, la inserción de los nuevos cardenales en la diócesis de Roma muestra el vínculo inseparable entre la sede de Pedro y las Iglesias particulares repartidas por todo el mundo.

Estos son los nombres de los nuevos Cardenales:

1. Su Beatitud Louis Raphaël I Sako - Patriarca de Babilonia de los Caldeos.

2. SE Mons. Luis Ladaria - Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

3. SE Mons. Angelo De Donatis - Vicario general de Roma.

4. SE Mons. Giovanni Angelo Becciu - Sustituto de Asuntos Generales de la Secretaría de Estado y Delegado Especial de la Soberana Orden Militar de Malta.

5. SE Mons. Konrad Krajewski - Apostador Apostólico.

6. SE Mons. Joseph Coutts - Arzobispo de Karachi.

7. SE Mons. António dos Santos Marto - Obispo Leiria-Fátima.

8. SE Mons. Pedro Barreto - Arzobispo de Huancayo.

9. SE Mons. Desiré Tsarahazana - Arzobispo de Toamasina.

10. SE Mons. Giuseppe Petrocchi - Arzobispo de L'Aquila.

11. SE Mons. Thomas Aquinas Manyo - Arzobispo de Osaka.

Junto con ellos me uniré a los miembros del Colegio de Cardenales: un Arzobispo, un Obispo y un religioso que se han distinguido por su servicio a la Iglesia:

12. SE Mons. Sergio Obeso Rivera - Arzobispo Emérito de Xalapa.

13. SE Mons. Toribio Ticona Porco - Prelado Emérito de Corocoro.

14. RP Aquilino Bocos Merino - Claretiano.

Recemos por los nuevos Cardenales, para que al confirmar su adhesión a Cristo, el Sumo Sacerdote misericordioso y fiel ( Heb 2:17), me ayuden en mi ministerio como Obispo de Roma por el bien de todo el pueblo fiel de Dios.

LLAMA DE AMOR VIVA

¡Oh llama de amor viva, 
que tiernamente hieres 
de mi alma en el más profundo centro!; 
pues ya no eres esquiva, 
acaba ya, si quieres; 
rompe la tela de este dulce encuentro.

¡Oh cauterio suave! 
¡Oh regalada llaga! 
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado!, 
que a vida eterna sabe 
y toda deuda paga; 
matando, muerte en vida la has trocado.

¡Oh lámparas de fuego, 
en cuyos resplandores 
las profundas cavernas del sentido, 
que estaba oscuro y ciego, 
con extraños primores, 
calor y luz dan junto a su Querido!

¡Cuán manso y amoroso 
recuerdas en mi seno, 
donde secretamente solo moras, 
y en tu aspirar sabroso de bien y gloria lleno, 
cuán delicadamente me enamoras!

(San Juan de la Cruz)

SECUENCIA DE LA EUCARISTÍA DE PENTECOSTÉS

Ven, Espíritu divino, 
manda tu luz desde el cielo. 
Padre amoroso del pobre; 
don, en tus dones espléndido; 
luz que penetra las almas; 
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, 
descanso de nuestro esfuerzo, 
tregua en el duro trabajo, 
brisa en las horas de fuego, 
gozo que enjuga las lágrimas 
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, 
divina luz, y enriquécenos. 
Mira el vacío del hombre 
si tú le faltas por dentro; 
mira el poder del pecado 
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, 
sana el corazón enfermo, 
lava las manchas, 
infunde calor de vida en el hielo, 
doma el espíritu indómito, 
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones 
según la fe de tus siervos; 
por tu bondad y tu gracia 
dale al esfuerzo su mérito; 
salva al que busca salvarse 
y danos tu gozo eterno. 
Amén.

sábado, 19 de mayo de 2018

Pentecostés (Misa del día)

Evangelio (Jn 20,19-23): Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

«Recibid el Espíritu Santo»

Compartimos
Hoy, en el día de Pentecostés se realiza el cumplimiento de la promesa que Cristo había hecho a los Apóstoles. En la tarde del día de Pascua sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés renueva y lleva a plenitud ese don de un modo solemne y con manifestaciones externas. Así culmina el misterio pascual.

El Espíritu que Jesús comunica, crea en el discípulo una nueva condición humana, y produce unidad. Cuando el orgullo del hombre le lleva a desafiar a Dios construyendo la torre de Babel, Dios confunde sus lenguas y no pueden entenderse. En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del Espíritu Santo, los Apóstoles son entendidos por gentes de las más diversas procedencias y lenguas.

El Espíritu Santo es el Maestro interior que guía al discípulo hacia la verdad, que le mueve a obrar el bien, que lo consuela en el dolor, que lo transforma interiormente, dándole una fuerza, una capacidad nuevas.

El primer día de Pentecostés de la era cristiana, los Apóstoles estaban reunidos en compañía de María, y estaban en oración. El recogimiento, la actitud orante es imprescindible para recibir el Espíritu. «De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (Hch 2,2-3).

Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a predicar valientemente. Aquellos hombres atemorizados habían sido transformados en valientes predicadores que no temían la cárcel, ni la tortura, ni el martirio. No es extraño; la fuerza del Espíritu estaba en ellos.

El Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el alma de mi alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser; es mi santificador, el huésped de mi interior más profundo. Para llegar a la madurez en la vida de fe es preciso que la relación con Él sea cada vez más consciente, más personal. En esta celebración de Pentecostés abramos las puertas de nuestro interior de par en par.

viernes, 18 de mayo de 2018

Amor y temor de Dios. Una aproximación psicoanalítica



Nadie ha podido tener la experiencia de haber sido amado con un amor absolutamente puro, total, en el que no cupiera la más mínima sombra de temor. El reto que se nos plantea a todo seguidor de Jesús es establecer con Dios un modo de relación que nunca hemos experimentado con nadie

Decía Dostoyevski que quien no tiene suelo bajo sus pies no puede tener Dios. Y, en efecto, Dios solo puede nacer en el suelo, en la tierra que somos. Una tierra que, desde el primer día, cuenta con dos componentes inseparables que son el amor y el temor. Amor de apego en los primeros momentos de la existencia hacia unos brazos maternos que protegen, alimentan, cuidan y sostienen. Un amor que nunca será suficiente ni podrá (ni debería tampoco, en caso de que fuera posible) cubrir por completo las aspiraciones del deseo infantil, total, sin límites, de alguna manera devastador. De ahí que la hostilidad surgirá como reacción a la inevitable frustración experimentada por esa falta de totalidad esperada. Desde entonces, el amor agradecido se verá necesariamente entrelazado con la hostilidad y el rechazo. La ambivalencia afectiva, el cruce de amor y odio, arrastrará de modo inmediato el temor. Un temor que se tornará en un fantasma de abandono, de pérdida, de soledad, de aislamiento y de muerte.

Este es el terreno emocional del que todos partimos y que condiciona todo nuestro devenir en la relación con el mundo y con los otros. También con Dios. Dios amado, por tanto, a modo de madre que sostiene, consuela y protege. Dios temido también porque pudiera abandonarnos en la indefensión radical con la que experimentamos nuestra contingencia y finitud.

Más adelante, el cruce del amor y el odio tomará cuerpo en las vinculaciones con quien desempeñe las funciones paternas (padre biológico o no). El nombre del padre, representado por el progenitor o por quien hiciere sus veces, se constituirá en el emblema de la ley que limita y organiza el deseo. Será también un modelo que seguir. Y se constituirá igualmente en una promesa de futuro. Pero la eterna ambivalencia afectiva marcará también este nuevo modo de vinculación y podrá ir dando pie a otros modos de amor y temor más evolucionados. Amor de ideal, amor de identificación, de admiración y cariño. Temores también de castigo, de mala mirada, de descontento e insatisfacción. Y será siempre ahí, en esa primitiva tierra de amor y temor que nos constituyen en la existencia, donde caerá la semilla de la fe religiosa y donde irán tomando cuerpo nuestras imágenes religiosas. Al modo de la figura paterna también Dios aparecerá como representante de la ley que limita al deseo. Igualmente se propondrá como un modelo que seguir («Sed perfectos, como vuestro padre celestial es perfecto», Mt 5:48) y asimismo, como el padre, se convertirá en una promesa de felicidad. Ley, modelo y promesa movilizadoras siempre del amor y el temor.

Tales imágenes del Dios Ley que premia y castiga, del Dios modelo que exige, y del Dios promesa de felicidad para todos los que son fieles, se constituyen por otra parte en un óptimo instrumento de toda institución (política, religiosa, familiar, educativa) para propiciar el miedo y, con él, un total sometimiento y control de sus miembros. La obra de Jean Delimeau El miedo en Occidente da buena prueba de ello.

«Un Dios diferente»

Pero el Dios que se nos manifiesta en Jesús nos plantea a todos un difícil reto, por no decir imposible. Porque el Dios de Jesús es, como nos señaló el teólogo francés Christian Duquoc, un «Dios diferente». Un Dios que se nos ha manifestado no en el poder y la magnificencia que asustan, sino en la fragilidad de lo humano y en la debilidad extrema de un ajusticiado. Ese es el reto: el de pensar y relacionarnos con un Tú que no puede sino amar. Y que ahí, en esa impotencia del amor que se expone a ser rechazado, es precisamente donde manifiesta todo su único poder.

«El amor perfecto arroja de sí todo temor», nos dice san Juan (1 Jn 4:18). Pero nadie en este mundo ha podido jamás tener la experiencia de haber sido amado con un amor absolutamente puro, total, en el que no cupiera ni la más mínima sombra de temor. De ahí que el gran reto que se nos plantea a todo seguidor de Jesús es el de establecer con Dios un modo de relación que nunca jamás hemos experimentado con nadie, el desafío de alcanzar un amor que arroja de sí todo temor. Es la utopía que tan solo se podrá ir realizando en la medida en la que tomemos conciencia de que hemos sido primereados en el amor (1 Jn 4:10), y que tan solo podrá ser una realidad plena cuando todo nuestro devenir humano quede trascendido y podamos contemplar a Dios cara a cara, y no como en un espejo (1 Co 13:12).

Carlos Domínguez Morano, SJ
Psicoterapeuta, participó en las VIII Jornadas Ciencia y Cristianismo organizadas por la Facultad de Teología, el Arzobispado de Burgos y la Fundación Caja de Burgos sobre El miedo

jueves, 17 de mayo de 2018

Un manual para los cristianos de hoy

«El soldado abrió la puerta de una pequeña sala y me empujó hacia el interior. A continuación cerró la puerta. La sala estaba a oscuras, pero en la puerta había una pequeña abertura por la que entraba una luz mortecina. Para mi sorpresa, me di cuenta de que estaba en un cuarto de baño lleno de excrementos endurecidos. Sin embargo, nunca más he vuelto a experimentar la presencia real y verdadera del Señor como en ese instante». Este relato forma parte del martirio en vida que sufrió el sacerdote Anton Luli durante los años más negros del comunismo en Albania, y que recoge Didier Rance en su libro La gran prueba (Palabra).

Rance fue director de la fundación en Francia y es autor de una veintena de libros sobre el testimonio de los mártires, y participó en la Noche de los Testigos organizada por Ayuda a la Iglesia Necesitada el viernes en Madrid, una celebración que está teniendo lugar desde hace semanas en diferentes diócesis de toda España.

Didier Rance tiene la teoría de que al subrayar con un lápiz de un color los pasajes del Evangelio que hablan de persecución y de prueba, y con otro todos aquellos todos en los que el tono gira más en torno a la paz y el bienestar, el contraste es apabullante: «Parece que la Escritura entera es un manual para preparar a los cristianos de todas las generaciones ante la persecución».

El virus de la fe

Su teoría la confirma con algo que ha ido comprobando después de una vida entera entrevistando a decenas de confesores de la fe: «Cuando he ido y les he preguntado: “¿Por qué usted?”, todos me han contestado: “Porque Dios elige a los peores”. Pero al seguir indagando de dónde sacaban las fuerzas o cómo podían seguir manteniendo la fe en medio de tantas dificultades, la gran mayoría de ellos me ha dicho: “Porque he visto a otros antes que yo”, y me hablaban de sus madres, de sus padres, de sus abuelos, de algún sacerdote cercano… a quien le deben la fe en Cristo. ¡Hasta hubo uno que me contó que su referente fue su profesor de marxismo-leninismo!, un maestro que le hablaba de Jesús en la clandestinidad, fuera de las clases. En otra ocasión me encontré con un sacerdote de la Iglesia grecocatólica cuyo padre, sacerdote de la misma confesión, había sido asesinado por los rusos cuando él era un niño; para él la vocación llegó al pensar: “Ahora soy yo el que debe perdonar los pecados de los otros”».

Por eso, en esta larga cadena de testigos, Rance asocia siempre la fe con la prueba: «La fe en realidad es un virus, que se transmite por contagio, y esto lo sabían a su manera las autoridades soviéticas, que la consideraban como una patología mental y los que la padecían eran recluidos en hospitales psiquiátricos. Al igual que la vida da la vida, el que tiene fe la da también a otros. Dios tiene mucha confianza en nosotros y deja que nos transmitamos este virus unos a otros. Dios no pone un letrero en el cielo que dice: “Soy Dios, creed en Mí”. Dios confía en los hombres para ser tus testigos ante los demás».

Con forma de Cruz

Si todos aquellos mártires encontraron en su entorno el eslabón de una cadena ininterrumpida de testigos que se remonta hasta los mismos apóstoles, el eslabón siguiente ¿cuál es? O, de otra manera: ¿qué nos tienen que decir a nosotros todas estas historias de persecución, martirio, prueba…, todas estas generaciones enteras padeciendo la prisión, malviviendo entre torturas, despreciados y olvidados de todos? Responde Rance: «Creo que todos ellos nos están diciendo, de alguna manera, que la fe tiene forma de cruz. Y que es extraordinario y que merece la pena siempre seguir a Jesús. ¡Merece la pena! Un sacerdote húngaro que pasó más de 40 años preso me dijo, medio en broma, que deberíamos cobrar a la gente que va a Misa; lo decía porque es bueno percibir de alguna manera que la fe nos tiene que costar. La fe no consiste en levantarse un domingo por la mañana, ir a Misa, para ir después a tomar el aperitivo o ir al fútbol. Es algo más. Es bastante más. En aquellos años la gente arriesgaba su vida para ir a celebrar la Eucaristía en los bosques, o dejando el salón de su casa para una celebración secreta. Todo eso es una lección para los cristianos de hoy».

El siglo del perdón

¿Qué similitudes y qué diferencias hay entre el martirio bajo el comunismo, y la persecución a los cristianos de nuestros días? Dejando de lado la cuestión del ingente número de mártires y confesores que dejó el comunismo –«el mayor desafío al que se haya podido enfrentar la Iglesia en toda su historia»–, Rance se muestra impresionado «por la excepcional respuesta que han dado hoy los cristianos de todas partes del mundo ante el sufrimiento de sus hermanos en otras partes del planeta; eso no pasó nunca con los cristianos que padecieron los horrores del comunismo. A todo eso ha contribuido sin duda el gran avance de Internet, que ha hecho posible una enorme corriente de solidaridad», pero alerta también del riesgo que supone considerar «que el asesinato de un sacerdote hace ocho meses pueda resultar algo demasiado antiguo».

Por eso, a la hora de recoger el fruto de la semilla que han plantado todos estos testigos de Cristo a lo largo de la historia, Rance asegura que «no se trata simplemente de sentarse a mirar dónde están los frutos. A nosotros nos toca no solo conservar el testimonio que han dado, sino también tomar como modelo su vida para que la fe dé el fruto que debe dar en nuestra propia vida».

Concretamente, se centra el dos de ellos: la alegría y el perdón. «El siglo XX es reconocido como el siglo de los mártires, eso es indiscutible, pero también debe ser conocido como el siglo del perdón. La cantidad de historias de perdón en la persecución y el martirio ha sido algo extraordinario». Y pone como ejemplo al sacerdote bielorruso Kazimierz Swiatek, que luego sería cardenal, que nunca tuvo odio a sus perseguidores, ni siquiera a Stalin, por quien en su cautiverio solía rezar un padrenuestro; o el cardenal rumano Alexandru Todea, que hacía lo mismo por el dictador Ceaucescu. Por todo ello, asegura: «Todos estos mártires han sido testigos de la vida, son testigos de Cristo vivo. Y ellos nos repiten insistentemente que la vida merece la pena solo si estás dispuesto a darla».

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo

miércoles, 16 de mayo de 2018

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas:
La última catequesis sobre el bautismo está dedicada a la vestidura blanca y a la vela encendida, que simbolizan la dignidad del bautizado y su vocación cristiana.

Desde los primeros siglos, los recién bautizados se revisten de una nueva vestidura blanca, para expresar su condición, recibida en el sacramento, de criaturas transfiguradas en la gloria divina. Estamos llamados a preservar esta vestidura «sin mancha hasta la vida eterna», recorriendo el camino de la vida cristiana, cultivando las virtudes y, sobre todo, viviendo la caridad.

El otro símbolo es la vela encendida en el cirio pascual, que indica que la luz procede de Cristo resucitado, de quien recibimos su esplendor y su calor. La vocación cristiana nos impulsa a caminar en la luz de Cristo y a perseverar en la fe. Los padres, como también los padrinos y las madrinas, tienen la responsabilidad de alimentar esta llama bautismal para que los más pequeños vayan creciendo en la fe.

La celebración del bautismo se concluye con el Padre Nuestro, que es la oración de los hijos de Dios. Los niños recién bautizados aprenderán esta oración y lo que significa llamar a Dios Padre dentro de la Iglesia.

Saludos:

Saludo especialmente a los peregrinos de lengua española venidos de España y Latinoamérica. Los invito a poner los medios necesarios para que la gracia del bautismo crezca y fructifique en sus vidas. No se desalienten ante las dificultades y busquen a Dios una y otra vez, porque el Espíritu Santo da la fuerza necesaria para alcanzar la santidad en medio de las circunstancias que les toca vivir cada día.

Que Dios los bendiga. Muchas gracias.