«El soldado abrió la puerta de una pequeña sala y me empujó hacia el interior. A continuación cerró la puerta. La sala estaba a oscuras, pero en la puerta había una pequeña abertura por la que entraba una luz mortecina. Para mi sorpresa, me di cuenta de que estaba en un cuarto de baño lleno de excrementos endurecidos. Sin embargo, nunca más he vuelto a experimentar la presencia real y verdadera del Señor como en ese instante». Este relato forma parte del martirio en vida que sufrió el sacerdote Anton Luli durante los años más negros del comunismo en Albania, y que recoge Didier Rance en su libro La gran prueba (Palabra).
Rance fue director de la fundación en Francia y es autor de una veintena de libros sobre el testimonio de los mártires, y participó en la Noche de los Testigos organizada por Ayuda a la Iglesia Necesitada el viernes en Madrid, una celebración que está teniendo lugar desde hace semanas en diferentes diócesis de toda España.
Didier Rance tiene la teoría de que al subrayar con un lápiz de un color los pasajes del Evangelio que hablan de persecución y de prueba, y con otro todos aquellos todos en los que el tono gira más en torno a la paz y el bienestar, el contraste es apabullante: «Parece que la Escritura entera es un manual para preparar a los cristianos de todas las generaciones ante la persecución».
El virus de la fe
Su teoría la confirma con algo que ha ido comprobando después de una vida entera entrevistando a decenas de confesores de la fe: «Cuando he ido y les he preguntado: “¿Por qué usted?”, todos me han contestado: “Porque Dios elige a los peores”. Pero al seguir indagando de dónde sacaban las fuerzas o cómo podían seguir manteniendo la fe en medio de tantas dificultades, la gran mayoría de ellos me ha dicho: “Porque he visto a otros antes que yo”, y me hablaban de sus madres, de sus padres, de sus abuelos, de algún sacerdote cercano… a quien le deben la fe en Cristo. ¡Hasta hubo uno que me contó que su referente fue su profesor de marxismo-leninismo!, un maestro que le hablaba de Jesús en la clandestinidad, fuera de las clases. En otra ocasión me encontré con un sacerdote de la Iglesia grecocatólica cuyo padre, sacerdote de la misma confesión, había sido asesinado por los rusos cuando él era un niño; para él la vocación llegó al pensar: “Ahora soy yo el que debe perdonar los pecados de los otros”».
Por eso, en esta larga cadena de testigos, Rance asocia siempre la fe con la prueba: «La fe en realidad es un virus, que se transmite por contagio, y esto lo sabían a su manera las autoridades soviéticas, que la consideraban como una patología mental y los que la padecían eran recluidos en hospitales psiquiátricos. Al igual que la vida da la vida, el que tiene fe la da también a otros. Dios tiene mucha confianza en nosotros y deja que nos transmitamos este virus unos a otros. Dios no pone un letrero en el cielo que dice: “Soy Dios, creed en Mí”. Dios confía en los hombres para ser tus testigos ante los demás».
Con forma de Cruz
Si todos aquellos mártires encontraron en su entorno el eslabón de una cadena ininterrumpida de testigos que se remonta hasta los mismos apóstoles, el eslabón siguiente ¿cuál es? O, de otra manera: ¿qué nos tienen que decir a nosotros todas estas historias de persecución, martirio, prueba…, todas estas generaciones enteras padeciendo la prisión, malviviendo entre torturas, despreciados y olvidados de todos? Responde Rance: «Creo que todos ellos nos están diciendo, de alguna manera, que la fe tiene forma de cruz. Y que es extraordinario y que merece la pena siempre seguir a Jesús. ¡Merece la pena! Un sacerdote húngaro que pasó más de 40 años preso me dijo, medio en broma, que deberíamos cobrar a la gente que va a Misa; lo decía porque es bueno percibir de alguna manera que la fe nos tiene que costar. La fe no consiste en levantarse un domingo por la mañana, ir a Misa, para ir después a tomar el aperitivo o ir al fútbol. Es algo más. Es bastante más. En aquellos años la gente arriesgaba su vida para ir a celebrar la Eucaristía en los bosques, o dejando el salón de su casa para una celebración secreta. Todo eso es una lección para los cristianos de hoy».
El siglo del perdón
¿Qué similitudes y qué diferencias hay entre el martirio bajo el comunismo, y la persecución a los cristianos de nuestros días? Dejando de lado la cuestión del ingente número de mártires y confesores que dejó el comunismo –«el mayor desafío al que se haya podido enfrentar la Iglesia en toda su historia»–, Rance se muestra impresionado «por la excepcional respuesta que han dado hoy los cristianos de todas partes del mundo ante el sufrimiento de sus hermanos en otras partes del planeta; eso no pasó nunca con los cristianos que padecieron los horrores del comunismo. A todo eso ha contribuido sin duda el gran avance de Internet, que ha hecho posible una enorme corriente de solidaridad», pero alerta también del riesgo que supone considerar «que el asesinato de un sacerdote hace ocho meses pueda resultar algo demasiado antiguo».
Por eso, a la hora de recoger el fruto de la semilla que han plantado todos estos testigos de Cristo a lo largo de la historia, Rance asegura que «no se trata simplemente de sentarse a mirar dónde están los frutos. A nosotros nos toca no solo conservar el testimonio que han dado, sino también tomar como modelo su vida para que la fe dé el fruto que debe dar en nuestra propia vida».
Concretamente, se centra el dos de ellos: la alegría y el perdón. «El siglo XX es reconocido como el siglo de los mártires, eso es indiscutible, pero también debe ser conocido como el siglo del perdón. La cantidad de historias de perdón en la persecución y el martirio ha sido algo extraordinario». Y pone como ejemplo al sacerdote bielorruso Kazimierz Swiatek, que luego sería cardenal, que nunca tuvo odio a sus perseguidores, ni siquiera a Stalin, por quien en su cautiverio solía rezar un padrenuestro; o el cardenal rumano Alexandru Todea, que hacía lo mismo por el dictador Ceaucescu. Por todo ello, asegura: «Todos estos mártires han sido testigos de la vida, son testigos de Cristo vivo. Y ellos nos repiten insistentemente que la vida merece la pena solo si estás dispuesto a darla».
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
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