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jueves, 17 de abril de 2025

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

LEÍDA POR EL CARDENAL DOMENICO CALCAGNO


Basílica de San Pedro


Queridos obispos y sacerdotes,

queridos hermanos y hermanas:


«El Alfa y la Omega […], el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso» (Ap 1,8) es Jesús. Precisamente el Jesús que Lucas nos describe en la sinagoga de Nazaret, entre quienes lo conocen desde niño y ahora se maravillan de Él. La revelación —“apocalipsis” — se ofrece dentro de los límites del tiempo y del espacio: tiene como eje la carne, que sostiene la esperanza. La carne de Jesús y la nuestra. El último libro de la Biblia narra esta esperanza. Lo hace de forma original, disipando todos los miedos apocalípticos a la luz del amor crucificado. En Jesús se abre el libro de la historia y puede leerse.


También nosotros, sacerdotes, tenemos una historia: al renovar el Jueves Santo las promesas de la Ordenación, confesamos que sólo podemos leer esa historia desde Jesús de Nazaret. «Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre» (Ap 1,5), Él abre también el libro de nuestra vida y nos enseña a encontrar los pasajes que nos revelan su sentido y misión. Cuando dejamos que sea Él quien nos instruya, nuestro ministerio se convierte en un ministerio de esperanza, porque en cada una de nuestras historias Dios inaugura un jubileo, es decir, un tiempo y un oasis de gracia. Preguntémonos: ¿estoy aprendiendo a leer mi vida? ¿Acaso tengo miedo de hacerlo?


Es todo un pueblo el que encuentra consuelo cuando el jubileo comienza en nuestra vida. Ojalá no sea una vez cada veinticinco años, sino en esa cercanía cotidiana del sacerdote con su gente, en la cual se cumplen las profecías de justicia y paz. «Hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre» (Ap 1,6): he aquí el Pueblo de Dios. Este reino de sacerdotes no se refiere sólo al clero. El «nosotros» que Jesús plasma es un pueblo cuyos límites no podemos ver, en el que caen los muros y las aduanas. Aquel que dice: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5) ha rasgado el velo del templo y tiene preparada para la humanidad una ciudad-jardín, la nueva Jerusalén, cuyas puertas están siempre abiertas (cf. Ap 21,25). Así, Jesús lee y nos enseña a leer el sacerdocio ministerial como puro servicio al pueblo sacerdotal, que pronto habitará una ciudad sin necesidad de templo.


El año jubilar representa así, para nosotros los sacerdotes, un llamado específico a recomenzar bajo el signo de la conversión. Peregrinos de esperanza, para salir del clericalismo y convertirnos en anunciadores de esperanza. Claro, si el Alfa y la Omega de nuestra vida es Jesús, también nosotros encontraremos el rechazo que Él experimentó en Nazaret. El pastor que ama a su pueblo no vive en búsqueda de aprobación y consenso a toda costa. Sin embargo, la fidelidad del amor transforma: los primeros en reconocerlo son los pobres; luego, lentamente también inquieta y atrae a los demás. «Todos lo verán, aun aquellos que lo habían traspasado. Por él se golpearán el pecho todas las razas de la tierra. Sí, así será. Amén» (Ap 1,7).


Estamos aquí reunidos, queridos amigos, para hacer nuestra y repetir esta afirmación: «Sí, así será. Amén». Es la confesión de fe del Pueblo de Dios: “¡Sí, así es, firme como una roca!”. Pasión, muerte y resurrección de Jesús, que nos disponemos a revivir, son el terreno que sostiene firmemente a la Iglesia y, en ella, a nuestro ministerio sacerdotal. ¿Y qué terreno es este? ¿En qué humus podemos no sólo resistir, sino florecer? Para comprenderlo, hay que volver a Nazaret, como lo intuyó tan profundamente san Carlos de Foucauld.


«Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura» (Lc 4,16). Aquí se evocan al menos dos hábitos: el de frecuentar la sinagoga y el de leer. Nuestra vida se sostiene gracias a buenos hábitos. Estos pueden hacerse áridos, pero revelan dónde está nuestro corazón. El de Jesús es un corazón enamorado de la Palabra de Dios: desde los doce años ya se vislumbraba, y ahora, siendo un adulto, las Escrituras son su hogar. Ese es el terreno, el humus vital que encontramos al convertirnos en sus discípulos. «Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje» (Lc 4,17). Jesús sabe lo que busca. El ritual de la sinagoga lo consentía: tras la lectura de la Torá, cada rabino podía elegir páginas proféticas para actualizar el mensaje. Pero aquí hay mucho más: está la página de su vida. Es lo que Lucas quiere decir: entre muchas profecías, Jesús escoge cuál cumplir.


Queridos sacerdotes, cada uno de nosotros tiene una Palabra que cumplir. Cada uno de nosotros tiene con la Palabra de Dios una relación que viene desde lejos. Y la ponemos al servicio de todos sólo cuando la Biblia sigue siendo nuestro primer hogar. Dentro de ella, cada uno tiene páginas más queridas. ¡Esto es hermoso e importante! Ayudemos también a que otros encuentren las páginas de su vida: tal vez a los esposos, cuando eligen las lecturas de su matrimonio; o a quienes están de luto y buscan pasajes para encomendar el difunto a la misericordia de Dios y a la oración de la comunidad. Hay una página vocacional, por lo general, al comienzo del camino de cada uno de nosotros. A través de ella, Dios nos sigue llamando, si la custodiamos, para que no se entibie el amor.


Sin embargo, también es importante para cada uno de nosotros, y de manera especial, la página escogida por Jesús. Nosotros lo seguimos a Él y, por eso mismo, su misión nos concierne e involucra. «Abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:


El Espíritu del Señor está sobre mí,

porque me ha consagrado por la unción.

Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres,

a anunciar la liberación a los cautivos

y la vista a los ciegos,

a dar la libertad a los oprimidos

y proclamar un año de gracia del Señor.

Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó» (Lc 4,17-20).


Ahora nuestros ojos están fijos en Él. Acaba de anunciar un jubileo. Lo ha hecho no como quien habla de otros. Ha dicho: «El Espíritu del Señor está sobre mí» como uno que sabe de qué Espíritu está hablando. Y de hecho añade: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír». Esto es divino: que la Palabra se haga realidad. Ahora los hechos hablan, las palabras se cumplen. Esto es nuevo, es fuerte. «Yo hago nuevas todas las cosas». No hay gracia, ni Mesías, si las promesas permanecen sólo como promesas, si desde aquí abajo no se hacen realidad. Todo se transforma.


Este es el Espíritu que invocamos sobre nuestro sacerdocio: hemos sido ungidos con Él, y precisamente el Espíritu de Jesús permanece como protagonista silencioso de nuestro servicio. El pueblo percibe su soplo cuando en nosotros las palabras se hacen realidad. Los pobres, antes que otros, así como los niños, los adolescentes, las mujeres y también quienes han sido heridos en su relación con la Iglesia, tienen “olfato” para el Espíritu Santo: lo distinguen de otros espíritus mundanos, lo reconocen cuando coinciden en nosotros el anuncio y la vida. Podemos convertirnos en una profecía cumplida, ¡y eso es hermoso! El santo crisma, que hoy consagramos, sella este misterio transformador en las distintas etapas de la vida cristiana. Y pongan atención, ¡nunca hay que desanimarse, porque es obra de Dios! ¡Creer, sí! ¡Creer que Dios no fracasa conmigo! Dios nunca falla. Recordemos aquella frase durante la Ordenación: “Que Dios mismo lleve a término esta obra buena que en ti ha comenzado”. Y lo hace.


Es obra de Dios, no nuestra, la de llevar a los pobres un mensaje de alegría, a los cautivos la liberación, a los ciegos la vista y la libertad a los oprimidos. Si Jesús encontró este pasaje en el libro, hoy lo sigue leyendo en la biografía de cada uno de nosotros. Primero porque, hasta el último día, es siempre Él quien nos evangeliza, quien nos libera de nuestras prisiones, quien nos abre los ojos, quien aliviana la carga puesta sobre nuestros hombros. Y luego porque, al llamarnos a su misión y al insertarnos sacramentalmente en su vida, Él también libera a otros a través de nosotros. Generalmente, sin que nos demos cuenta. Nuestro sacerdocio se convierte en un ministerio jubilar, como el suyo, sin sonar el cuerno ni la trompeta; en una entrega silenciosa, pero radical y gratuita. Es el Reino de Dios, ese que narran las parábolas, eficaz y discreto como la levadura, silencioso como la semilla. ¿Cuántas veces los pequeños lo han reconocido en nosotros? ¿Somos capaces de dar gracias?


Sólo Dios sabe cuán abundante es la mies. Nosotros, obreros, vivimos el esfuerzo y la alegría de la cosecha. Vivimos después de Cristo, en el tiempo mesiánico. ¡Fuera la desesperación! El Pueblo de Dios espera más bien la restitución y la remisión de deudas, la redistribución de responsabilidades y de recursos. Quiere participar y, en virtud del Bautismo, es un gran pueblo sacerdotal. Los óleos que consagramos en esta solemne celebración son para su consolación y para la alegría mesiánica.


El campo es el mundo. Nuestra casa común, tan herida, y la fraternidad humana, tan negada pero imborrable, nos llaman a tomar posición. La cosecha de Dios es para todos: un campo vivo, donde crece cien veces más de aquello que fue sembrado. Que nos anime, en la misión, la alegría del Reino, que recompensa todo esfuerzo. Todo agricultor, en efecto, conoce estaciones en las que no se ve nacer nada. Tampoco faltan en nuestra vida momentos así. Es Dios quien hace crecer y quien unge a sus siervos con óleo de alegría.


Queridos fieles, pueblo de la esperanza, recen hoy por la alegría de los sacerdotes. Que llegue a ustedes la liberación prometida por las Escrituras y alimentada por los sacramentos. Muchos miedos nos habitan y grandes injusticias nos rodean, pero un mundo nuevo ya ha surgido. Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo, Jesús. Él unge nuestras heridas y enjuga nuestras lágrimas. «Él viene entre las nubes» (Ap 1,7). Suyo es el Reino y la gloria por los siglos. Amén.

domingo, 13 de abril de 2025

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO 

LEÍDA POR EL CARDENAL LEONARDO SANDRI


Plaza de San Pedro


«¡Bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19,38). De este modo la multitud aclama a Jesús al entrar en Jerusalén. El Mesías atraviesa la puerta de la ciudad santa, abierta de par en par para recibir a Aquel que, pocos días después, saldrá de allí proscrito y condenado, cargado con la cruz.


Hoy también nosotros hemos seguido a Jesús, primero acompañándolo festivamente y después en una vía dolorosa, inaugurando la Semana Santa que nos prepara a celebrar la pasión, muerte y resurrección del Señor.


Mientras contemplamos, entre la multitud, los rostros de los soldados y las lágrimas de las mujeres, llama nuestra atención un desconocido, cuyo nombre entra en el Evangelio de improviso: Simón de Cirene. Este hombre fue detenido por los soldados, que «lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús» (Lc 23,26). Él regresaba en ese momento del campo, pasaba por ahí, y se vio envuelto en una situación inquietante, como el pesado madero cargado sobre sus espaldas.


De camino hacia el Calvario, reflexionemos un momento sobre el gesto de Simón, busquemos su corazón, sigamos sus pasos junto a Jesús.


En primer lugar, su gesto, que tiene un doble significado. Por un lado, en efecto, el Cireneo es forzado a llevar la cruz; no ayuda a Jesús por convicción sino por obligación. Por otro lado, se encuentra en primera persona participando en la pasión del Señor. La cruz de Jesús se convierte en la cruz de Simón. Pero no de aquel Simón llamado Pedro que había prometido seguir siempre al Maestro. Ese Simón había desaparecido en la noche de la traición, después de haber afirmado: «Señor […], estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte» (Lc 22,33). Detrás de Jesús no camina ya el discípulo, sino este cireneo. Sin embargo, el Maestro había enseñado claramente: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga» (Lc 9,23). Simón de Galilea dice, pero no hace. Simón de Cirene hace, pero no dice; entre él y Jesús no hay ningún diálogo, no se pronuncia ninguna palabra. Entre él y Jesús sólo está el madero de la cruz.


Para saber si el Cireneo socorrió o detestó al exhausto Jesús, con el que debía compartir la pena; para entender si llevó o soportó la cruz, debemos mirar su corazón. Mientras el corazón de Dios está a punto de abrirse, traspasado por un dolor que revela su misericordia, el corazón del hombre permanece cerrado. No sabemos qué hay en el corazón del Cireneo. Pongámonos en su lugar: ¿sentiríamos rabia o piedad, tristeza o fastidio? Si recordamos lo que hizo Simón por Jesús, recordemos también lo que hizo Jesús por Simón —como lo hizo por mí, por ti, por cada uno de nosotros—: redimió al mundo. La cruz de madera, que el Cireneo sostiene, es la de Cristo, que carga con el pecado de todos los hombres. La lleva por amor a nosotros, en obediencia al Padre (cf. Lc 22,42), sufriendo con nosotros y por nosotros. Este es precisamente el modo, inesperado y desconcertante, en el que el Cireneo se ve involucrado en la historia de la salvación, donde ninguno es extranjero, ninguno es ajeno.


Sigamos ahora los pasos de Simón, porque nos enseña que Jesús sale al encuentro de todos, en cualquier situación. Cuando vemos la multitud de hombres y mujeres que manifiestan odio y violencia en el camino del Calvario, recordemos que Dios transforma este camino en lugar de redención, porque lo recorrió dando su vida por nosotros. ¡Cuántos cireneos llevan la cruz de Cristo! ¿Los reconocemos? ¿Vemos al Señor en sus rostros, desgarrados por la guerra y la miseria? Frente a la atroz injusticia del mal, llevar la cruz nunca es en vano, más aún, es la manera más concreta de compartir su amor salvífico.


La pasión de Jesús se vuelve compasión cuando tendemos la mano al que ya no puede más, cuando levantamos al que está caído, cuando abrazamos al que está desconsolado. Hermanos, hermanas, para experimentar este gran milagro de la misericordia, decidamos durante la Semana Santa cómo llevar la cruz; no al cuello, sino en el corazón. No sólo la nuestra, sino también la de aquellos que sufren a nuestro alrededor; quizá la de aquella persona desconocida que una casualidad —pero, ¿es justo una casualidad?— hizo que encontráramos. Preparémonos a la Pascua del Señor convirtiéndonos en cireneos los unos para los otros.

domingo, 21 de noviembre de 2021

SANTA MISA, HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

 Basílica de San Pedro

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo 

Dos imágenes, tomadas de la Palabra de Dios que hemos escuchado, nos ayudan a acercarnos a Jesús Rey del Universo. La primera, basada en el Apocalipsis de san Juan y anticipada por el profeta Daniel en la primera lectura, está descrita con estas palabras: “Viene entre las nubes” (cf. Ap 1,7; Dn 7,13). Se refiere a la venida gloriosa de Jesús como Señor y como el fin de la historia. La segunda imagen es del Evangelio, Cristo está ante Pilato y le dice: «Soy rey» (Jn 18,37). Nos hace bien, queridos jóvenes, detenernos a contemplar estas imágenes de Jesús, mientras iniciamos el camino hacia la Jornada Mundial del 2023 en Lisboa.

Detengámonos entonces en la primera: Jesús que viene entre las nubes. Es una imagen que habla de la venida de Cristo en la gloria al final de los tiempos. Nos hace comprender que la última palabra sobre nuestra existencia será de Jesús, no la nuestra. Él —dice la Escritura— es Aquel que “cabalga sobre las nubes” y manifiesta su poder en los cielos (cf. Sal 68,5.34-35), es el Señor que viene de lo alto y no conoce el ocaso, es Aquel que permanece frente a lo contingente, es nuestra eterna e inquebrantable confianza. Es el Señor. Esta profecía de esperanza ilumina nuestras noches. Nos dice que Dios viene, que Dios está presente, que Dios está obrando, y dirige la historia hacia Él, hacia el bien. Viene “entre las nubes” para tranquilizarnos, como diciendo: “No los dejo solos cuando sus vidas están envueltas por nubes oscuras. Yo estoy siempre con ustedes. Vengo para iluminar y hacer brillar la calma”.

El profeta Daniel, además, especifica que vio al Señor que venía entre las nubes, contemplándolo “en una visión nocturna” (cf. Dn 7,13), esto quiere decir que Dios viene durante la noche, entre las nubes a menudo tenebrosas que se ciernen sobre nuestra vida. Cada uno de nosotros conoce estos momentos. Es necesario que lo reconozcamos, que miremos más allá de la noche, que levantemos la mirada para verlo en medio de la oscuridad.

Queridos jóvenes, ¡profundicen en las visiones nocturnas! ¿Qué significa esto? Tengan ojos luminosos aun en medio de las tinieblas, no dejen de buscar la luz en medio de las oscuridades que tantas veces llevamos en el corazón y que vemos a nuestro alrededor. Elevemos la mirada desde la tierra hacia lo alto, no para escapar, sino para vencer la tentación de quedar tumbados en el piso de nuestros miedos. Este es el peligro, que nuestros miedos nos gobiernen. No permanezcamos encerrados en nuestros pensamientos, compadeciéndonos de nosotros mismos. Alza la mirada, ¡levántate! Esta es la invitación, ¡mira hacia arriba, levántate! Es la invitación que el Señor nos dirige, y de la que quise hacer eco en el Mensaje que les dediqué a ustedes jóvenes para acompañar este año de camino. Es la tarea más ardua, pero es la tarea fascinante que les he dado: quedarse de pie mientras parece que todo se derrumba, ser centinelas que saben distinguir la luz en las visiones nocturnas, ser constructores en medio de los escombros y hay muchos en este mundo, muchos, ser capaces de soñar. Y esta para mí es la clave: un joven que no puede soñar, pobrecito, ha envejecido antes de tiempo. Porque esto hace quien sueña: no se deja absorber por la noche, sino que enciende una llama, enciende una luz de esperanza que anuncia el mañana. Sueñen, sean rápidos y miren el futuro con valentía.

Quisiera decirles esto: nosotros, todos nosotros, les estamos agradecidos cuando ustedes sueñan. “¿Pero en serio? Cuando los jóvenes sueñan, a veces hacen ruido”. Hagan ruido, porque vuestro ruido es fruto de vuestros sueños. Esto significa que no quieren vivir en la noche, cuando hacen de Jesús el sueño de sus vidas y lo abrazan con alegría, con un entusiasmo contagioso que nos hace bien. Gracias, gracias por las veces que son capaces de seguir soñando con valentía, por las veces que no dejan de creer en la luz aun en medio de las noches de la vida, por las veces que se comprometen con pasión para hacer nuestro mundo más hermoso y humano. Gracias por las veces que cultivan el sueño de la fraternidad, por las veces que se preocupan de las heridas causadas a la creación, por las veces que luchan por la dignidad de los más débiles y difunden el espíritu de la solidaridad y el compartir. Y, sobre todo, gracias porque en un mundo que, reducido por el beneficio inmediato, tiende a sofocar los grandes ideales, ustedes no pierden la capacidad de soñar. No vivan dormidos o anestesiados. No, sueñen vivos. Esto nos ayuda a nosotros adultos y a la Iglesia. Sí, también como Iglesia necesitamos soñar, ¡necesitamos el entusiasmo y el ardor de los jóvenes para ser testigos de Dios que es siempre joven!

Y quisiera decirles otra cosa, muchos de sus sueños se corresponden con los del Evangelio. La fraternidad, la solidaridad, la justicia, la paz, son los mismos sueños de Jesús para la humanidad. No tengan miedo de abrirse al encuentro con Él, que ama sus sueños y los ayuda a cumplirlos. El Cardenal Martini decía que la Iglesia y la sociedad necesitan «soñadores que nos mantengan abiertos a las sorpresas del Espíritu Santo» (cf. Conversaciones nocturnas en Jerusalén. Sobre el riesgo de la fe). Soñadores que nos mantengan abiertos a las sorpresas del Espíritu Santo. Que hermoso. Me gustaría que ustedes se encuentren entre esos soñadores.

Y ahora vamos a la segunda imagen, a Jesús que dice a Pilato: “Soy rey”. Impacta su determinación, su valentía, su libertad suprema. Ha sido arrestado, llevado al pretorio, interrogado por quien puede condenarlo a muerte. En semejante circunstancia hubiera podido dejar que prevaleciera el derecho natural a defenderse, quizá buscando “arreglar las cosas”, pactando una solución de compromiso. En cambio, Jesús no escondió la propia identidad, no camufló sus intenciones, no se aprovechó de un resquicio que Pilato le dejaba abierto para salvarlo. No, no aprovechó. Con la valentía de la verdad respondió: “Soy rey”. Asumió la responsabilidad de su vida: he venido para una misión y llegaré hasta el final para dar testimonio del Reino del Padre. Dijo: «Para esto he nacido y he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). Jesús es así. Vino sin dobleces, para proclamar con la vida que su Reino es diferente de los del mundo, que Dios no reina para aumentar su poder y aplastar a los demás, que no reina con los ejércitos y con la fuerza. Su Reino es de amor, “yo soy rey”, pero de este reino de amor, “yo soy rey” de quien da la propia vida por la salvación de los demás.

Queridos jóvenes, la libertad de Jesús atrae. Dejemos que vibre dentro de nosotros, que nos sacuda, que suscite en nosotros la valentía de la verdad. Y nosotros podemos preguntarnos: si estuviera aquí, ahora, en el lugar de Pilato, delante de Jesús, mirándolo a los ojos, ¿de qué me avergonzaría? Ante la verdad de Jesús, ante la verdad que es Jesús, ¿cuáles son esas falsedades mías que no se sostienen, esas dobleces mías que a Él no le gustan? Cada uno de nosotros las tiene. Búscalas, búscalas. Todos tenemos estas duplicidades, estos compromisos, este "arreglar las cosas" para que la cruz se aleje. Necesitamos ponernos delante de Jesús para reconocer nuestra propia verdad. Necesitamos adorarlo para ser interiormente libres, para iluminar nuestra vida y no dejarnos engañar por las modas del momento, por los fuegos artificiales del consumismo que deslumbra y paraliza. Amigos, no estamos aquí para dejarnos encantar por las sirenas del mundo, sino para tomar las riendas de la propia vida, para “gastar la vida”, para vivirla plenamente.

De este modo, en la libertad de Jesús también encontramos la valentía de ir contracorriente. Esta es una palabra que deseo subrayar, ir contracorriente, tener coraje de ir contracorriente, no contra alguien, que es la tentación de todos los días, como hacen los victimistas y los complotistas, que siempre cargan la culpa sobre los demás; no, contra la corriente malsana de nuestro yo egoísta, cerrado y rígido, que tantas veces busca acuerdos para sobrevivir, no, no es esto. Ir contracorriente significa ir tras las huellas de Jesús. Él nos enseña a ir contra el mal con la única fuerza mansa y humilde del bien. Sin atajos, sin falsedad, sin doblez. Nuestro mundo, herido por tantos males, no necesita de más pactos ambiguos, de gente que va de aquí para allá como las olas del mar, donde los lleva el viento, donde los lleva el propio interés, de quienes están un poco a la derecha y un poco a la izquierda después de haber olfateado lo que les conviene. Los "equilibristas". Un cristiano que actúa así parece ser más un equilibrista que un cristiano. Los equilibristas que siempre buscan la forma de no ensuciarse las manos, para no comprometer su vida, para no jugar en serio. Por favor, tenga miedo de ser jóvenes equilibristas.

Sean libres, sean auténticos, sean la conciencia crítica de la sociedad. ¡No teman criticar! Necesitamos de vuestras críticas. Muchos de ustedes están criticando, por ejemplo, la contaminación ambiental. Necesitamos de esto. Sean libres criticar.

Tengan pasión por la verdad, para que con sus sueños puedan decir: mi vida no es esclava de las lógicas de este mundo, porque reino con Jesús por la justicia, el amor y la paz. Queridos Jóvenes, les deseo que cada uno de ustedes pueda sentir la alegría de decir: “También yo soy rey con Jesús”. Soy rey, soy un signo viviente del amor de Dios, de su compasión y ternura. Soy un soñador deslumbrado por la luz del Evangelio y profundizo con esperanza en las visiones nocturnas. Y cuando caigo, encuentro en Jesús la valentía de luchar y de esperar, el coraje de volver a soñar. En cualquier edad de la vida.

domingo, 15 de noviembre de 2020

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Pedro

XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, 15 de noviembre de 2020

La parábola que hemos escuchado tiene un comienzo, un desarrollo y un desenlace, que iluminan el principio, el núcleo y el final de nuestras vidas.

El comienzo. Todo inicia con un gran bien: el dueño no se guarda sus riquezas para sí mismo, sino que las da a los siervos; a uno cinco, a otro dos, a otro un talento, «a cada cual según su capacidad» (Mt 25,15). Se ha calculado que un único talento correspondía al salario de unos veinte años de trabajo: era un bien superabundante, que entonces era suficiente para toda una vida. Aquí está el comienzo: también para nosotros todo empezó con la gracia de Dios —todo, inicia siempre con la gracia, no con nuestras fuerzas— con la gracia de Dios, que es Padre y ha puesto tanto bien en nuestras manos, confiando a cada uno talentos diferentes. Somos portadores de una gran riqueza, que no depende de cuánto poseamos, sino de lo que somos: de la vida que hemos recibido, del bien que hay en nosotros, de la belleza irreemplazable que Dios nos ha dado, porque somos hechos a su imagen, cada uno de nosotros es precioso a sus ojos, cada uno de nosotros es único e insustituible en la historia. Así nos mira Dios, así nos trata Dios.

Qué importante es recordar esto: En demasiadas ocasiones, cuando miramos nuestra vida, vemos sólo lo que nos falta y nos quejamos de lo que no tenemos. Entonces cedemos a la tentación del “¡ojalá!”: ¡ojalá tuviera ese trabajo, ojalá tuviera esa casa, ojalá tuviera dinero y éxito, ojalá no tuviera ese problema, ojalá tuviera mejores personas a mi alrededor!... Pero la ilusión del “ojalá” nos impide ver lo bueno y nos hace olvidar los talentos que tenemos. Sí, tú no tienes aquello, pero tienes esto, y el “ojalá” hace que olvidemos esto. Pero Dios nos los ha confiado porque nos conoce a cada uno y sabe de lo que somos capaces; confía en nosotros, a pesar de nuestras fragilidades. También confió en aquel siervo que ocultó el talento: Dios esperaba que, a pesar de sus temores, también él utilizara bien lo que había recibido. En concreto, el Señor nos pide que nos comprometamos con el presente sin añoranza del pasado, sino en la espera diligente de su venida. Esa nostalgia fea, que es como un humor crudo, un humor negro que envenena el alma y hace que siempre mire hacia atrás, siempre a los demás, pero nunca a las propias manos, a las posibilidades de trabajo que el Señor nos ha dado, a nuestras condiciones, incluso a nuestra pobreza.

Así llegamos al centro de la parábola: es el trabajo de los sirvientes, es decir, el servicio. El servicio es también obra nuestra, el esfuerzo que hace fructificar nuestros talentos y da sentido a la vida: de hecho, no sirve para vivir el que no vive para servir. Necesitamos repetir esto, repetirlo muchas veces: No sirve para vivir el que no vive para servir. Debemos meditar esto: No sirve para vivir el que no vive para servir. ¿Pero cuál es el estilo de servicio? En el Evangelio, los siervos buenos son los que arriesgan. No son cautelosos y precavidos, no guardan lo que han recibido, sino que lo emplean. Porque el bien, si no se invierte, se pierde; porque la grandeza de nuestra vida no depende de cuánto acaparamos, sino de cuánto fruto damos. Cuánta gente pasa su vida acumulando, pensando en estar bien en vez de hacer el bien. ¡Pero qué vacía es una vida que persigue las necesidades, sin mirar a los necesitados! Si tenemos dones, es para ser nosotros dones para los demás. Y aquí, hermanos y hermanas, nos preguntamos: ¿Sigo las necesidades, solamente, o soy capaz de mirar a los que tienen necesitad? ¿A quién está necesitado? ¿Mi mano es así [abierta] o así [cerrada]?

Cabe destacar que los siervos que invierten, que arriesgan, son llamados «fieles» cuatro veces (vv. 21.23). Para el Evangelio no hay fidelidad sin riesgo. “Pero, Padre, ¿ser cristiano significa correr riesgos?” ― “Sí, queridos, arriesgar. Si no te arriesgas, terminarás como el tercer siervo: enterrando tus capacidades, tus riquezas espirituales y materiales, todo”. Arriesgar: no hay fidelidad sin riesgo. Ser fiel a Dios es gastar la vida, es dejar que los planes se trastoquen por el servicio. “Yo tengo este plan, pero si sirvo…”. Deja que se trastoque el plan, tú sirve”. Es triste cuando un cristiano juega a la defensiva, apegándose sólo a la observancia de las reglas y al respeto de los mandamientos. Esos cristianos “comedidos” que nunca dan un paso fuera de las normas, nunca, porque tienen miedo al riesgo. Y estos, permítanme la imagen, estos que se cuidan tanto que nunca se arriesgan, estos comienzan en la vida un proceso de momificación del alma, y terminan siendo momias. Esto no es suficiente, no basa observar las normas; la fidelidad a Jesús no se limita simplemente a no equivocarse; es negativo esto. Así pensaba el sirviente holgazán de la parábola: falto de iniciativa y creatividad, se escondió detrás de un miedo estéril y enterró el talento recibido. El dueño incluso lo calificó como «malo» (v. 26). A pesar de no haber hecho nada malo, pero tampoco nada bueno. Prefirió pecar por omisión antes de correr el riesgo de equivocarse. No fue fiel a Dios, que ama entregase totalmente; y le hizo la peor ofensa: devolverle el don recibido. “Tú me has dato esto, yo te doy esto”, nada más. En cambio, el Señor nos invita a jugárnosla generosamente, a vencer el miedo con la valentía del amor, a superar la pasividad que se convierte en complicidad. Hoy, en estos tiempos de incertidumbre, en estos tiempos de fragilidad, no desperdiciemos nuestras vidas pensando sólo en nosotros mismos, con esa actitud de indiferencia. No nos engañemos diciendo: «Hay paz y seguridad» (1 Ts 5,3). San Pablo nos invita a enfrentar la realidad, a no dejarnos contagiar por la indiferencia.

Entonces, ¿cómo podemos servir siguiendo la voluntad de Dios? El dueño le explica esto al sirviente infiel: «Debías haber llevado mi dinero a los prestamistas, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses» (v. 27). ¿Quiénes son los “prestamistas” para nosotros, capaces de conseguir un interés duradero? Son los pobres. No lo olviden: los pobres están en el centro del Evangelio; el Evangelio no puede ser entendido sin los pobres. Los pobres tienen la misma personalidad que Jesús, que siendo rico se despojó de todo, se hizo pobre, se hizo pecado, la pobreza más fea. Los pobres nos garantizan un rédito eterno y ya desde ahora nos permiten enriquecernos en el amor. Porque la mayor pobreza que hay que combatir es nuestra carencia de amor. La mayor pobreza para combatir es nuestra pobreza de amor. El Libro de los Proverbios alaba a una mujer laboriosa en el amor, cuyo valor es mayor que el de las perlas: debemos imitar a esta mujer que, según el texto, «tiende sus brazos al pobre» (Pr 31,20): esta es la mayor riqueza de esta mujer. Extiende tu mano a los necesitados, en lugar de exigir lo que te falta: de este modo multiplicarás los talentos que has recibido.

Se aproxima la Navidad, tiempo de celebraciones. Cuántas veces, la pregunta que mucha gente se hace es: “¿Qué puedo comprar? ¿Qué más puedo tener? Necesito ir a las tiendas a comprar”. Digamos la otra palabra, “¿Qué puedo dar a los demás?”, para ser como Jesús, que se dio a sí mismo y nació propiamente en aquel pesebre.

Llegamos así al final de la parábola: habrá quien tenga abundancia y quien haya desperdiciado su vida y permanecerá siendo pobre (cf. v. 29). Al final de la vida, en definitiva, se revelará la realidad: la apariencia del mundo se desvanecerá, según la cual el éxito, el poder y el dinero dan sentido a la existencia, mientras que el amor, lo que hemos dado, se revelará como la verdadera riqueza. Todo eso se desvanecerá, en cambio el amor emergerá. Un gran Padre de la Iglesia escribió: «Así es como sucede en la vida: después de que la muerte ha llegado y el espectáculo ha terminado, todos se quitan la máscara de la riqueza y la pobreza y se van de este mundo. Y se los juzga sólo por sus obras, unos verdaderamente ricos, otros pobres» (S. Juan Crisóstomo, Discursos sobre el pobre Lázaro, II, 3). Si no queremos vivir pobremente, pidamos la gracia de ver a Jesús en los pobres, de servir a Jesús en los pobres.

Me gustaría agradecer a tantos fieles siervos de Dios, que no dan de qué hablar sobre ellos mismos, sino que viven así, sirviendo. Pienso, por ejemplo, en D. Roberto Malgesini. Este sacerdote no hizo teorías; simplemente, vio a Jesús en los pobres y el sentido de la vida en el servicio. Enjugó las lágrimas con mansedumbre, en el nombre de Dios que consuela. En el comienzo de su día estaba la oración, para acoger el don de Dios; en el centro del día estaba la caridad, para hacer fructificar el amor recibido; en el final, un claro testimonio del Evangelio. Este hombre comprendió que tenía que tender su mano a los muchos pobres que encontraba diariamente porque veía a Jesús en cada uno de ellos. Hermanos y hermanas: Pidamos la gracia de no ser cristianos de palabras, sino en los hechos. Para dar fruto, como Jesús desea. Que así sea.

domingo, 19 de abril de 2020

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO, DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA

El domingo pasado celebramos la resurrección del Maestro, y hoy asistimos a la resurrección del discípulo. Había transcurrido una semana, una semana que los discípulos, aun habiendo visto al Resucitado, vivieron con temor, con «las puertas cerradas» (Jn 20,26), y ni siquiera lograron convencer de la resurrección a Tomás, el único ausente. ¿Qué hizo Jesús ante esa incredulidad temerosa? Regresó, se puso en el mismo lugar, «en medio» de los discípulos, y repitió el mismo saludo: «Paz a vosotros» (Jn 20,19.26). Volvió a empezar desde el principio. La resurrección del discípulo comenzó en ese momento, en esa misericordia fiel y paciente, en ese descubrimiento de que Dios no se cansa de tendernos la mano para levantarnos de nuestras caídas. Él quiere que lo veamos así, no como un patrón con quien tenemos que ajustar cuentas, sino como nuestro Papá, que nos levanta siempre. En la vida avanzamos a tientas, como un niño que empieza a caminar, pero se cae; da pocos pasos y vuelve a caerse; cae y se cae una y otra vez, y el papá lo levanta de nuevo. La mano que siempre nos levanta es la misericordia. Dios sabe que sin misericordia nos quedamos tirados en el suelo, que para caminar necesitamos que vuelvan a ponernos en pie.

Y tú puedes objetar: “¡Pero yo sigo siempre cayendo!”. El Señor lo sabe y siempre está dispuesto a levantarnos. Él no quiere que pensemos continuamente en nuestras caídas, sino que lo miremos a Él, que en nuestras caídas ve a hijos a los que tiene que levantar y en nuestras miserias ve a hijos a los que tiene que amar con misericordia. Hoy, en esta iglesia que se ha convertido en santuario de la misericordia en Roma, en el Domingo que veinte años atrás san Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia, acojamos con confianza este mensaje. Jesús le dijo a santa Faustina: «Yo soy el amor y la misericordia misma; no existe miseria que pueda medirse con mi misericordia» (Diario, 14 septiembre 1937). En otra ocasión, la santa le dijo a Jesús, con satisfacción, que le había ofrecido toda su vida, todo lo que tenía. Pero la respuesta de Jesús la desconcertó: «Hija mía, no me has ofrecido lo que es realmente tuyo». ¿Qué cosa había retenido para sí aquella santa religiosa? Jesús le dijo amablemente: «Hija, dame tu miseria» (10 octubre 1937). También nosotros podemos preguntarnos: “¿Le he entregado mi miseria al Señor? ¿Le he mostrado mis caídas para que me levante?”. ¿O hay algo que todavía me guardo dentro? Un pecado, un remordimiento del pasado, una herida en mi interior, un rencor hacia alguien, una idea sobre una persona determinada... El Señor espera que le presentemos nuestras miserias, para hacernos descubrir su misericordia.

Volvamos a los discípulos. Habían abandonado al Señor durante la Pasión y se sentían culpables. Pero Jesús, cuando fue a encontrarse con ellos, no les dio largos sermones. Sabía que estaban heridos por dentro, y les mostró sus propias llagas. Tomás pudo tocarlas y descubrió lo que Jesús había sufrido por él, que lo había abandonado. En esas heridas tocó con sus propias manos la cercanía amorosa de Dios. Tomás, que había llegado tarde, cuando abrazó la misericordia superó a los otros discípulos; no creyó sólo en su resurrección, sino también en el amor infinito de Dios. E hizo la confesión de fe más sencilla y hermosa: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Así se realiza la resurrección del discípulo, cuando su humanidad frágil y herida entra en la de Jesús. Allí se disipan las dudas, allí Dios se convierte en mi Dios, allí volvemos a aceptarnos a nosotros mismos y a amar la propia vida.

Queridos hermanos y hermanas: En la prueba que estamos atravesando, también nosotros, como Tomás, con nuestros temores y nuestras dudas, nos reconocemos frágiles. Necesitamos al Señor, que ve en nosotros, más allá de nuestra fragilidad, una belleza perdurable. Con Él descubrimos que somos valiosos en nuestra debilidad, nos damos cuenta de que somos como cristales hermosísimos, frágiles y preciosos al mismo tiempo. Y si, como el cristal, somos transparentes ante Él, su luz, la luz de la misericordia brilla en nosotros y, por medio nuestro, en el mundo. Ese es el motivo para alegrarse, como nos dijo la Carta de Pedro, «alegraos de ello, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas» (1 P 1,6).

En esta fiesta de la Divina Misericordia el anuncio más hermoso se da a través del discípulo que llegó más tarde. Sólo él faltaba, Tomás, pero el Señor lo esperó. La misericordia no abandona a quien se queda atrás. Ahora, mientras pensamos en una lenta y ardua recuperación de la pandemia, se insinúa justamente este peligro: olvidar al que se quedó atrás. El riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente, que se transmite al pensar que la vida mejora si me va mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí. Se parte de esa idea y se sigue hasta llegar a seleccionar a las personas, descartar a los pobres e inmolar en el altar del progreso al que se queda atrás. Pero esta pandemia nos recuerda que no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren: todos somos frágiles, iguales y valiosos. Que lo que está pasando nos sacuda por dentro. Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad. Aprendamos de la primera comunidad cristiana, que se describe en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Había recibido misericordia y vivía con misericordia: «Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,44-45). No es ideología, es cristianismo.

En esa comunidad, después de la resurrección de Jesús, sólo uno se había quedado atrás y los otros lo esperaron. Actualmente parece lo contrario: una pequeña parte de la humanidad avanzó, mientras la mayoría se quedó atrás. Y cada uno podría decir: “Son problemas complejos, no me toca a mí ocuparme de los necesitados, son otros los que tienen que hacerse cargo”. Santa Faustina, después de haberse encontrado con Jesús, escribió: «En un alma que sufre debemos ver a Jesús crucificado y no un parásito y una carga… [Señor], nos ofreces la oportunidad de ejercitarnos en las obras de misericordia y nosotros nos ejercitamos en los juicios» (Diario, 6 septiembre 1937). Pero un día, ella misma le presentó sus quejas a Jesús, porque: ser misericordiosos implica pasar por ingenuos. Le dijo: «Señor, a menudo abusan de mi bondad», y Jesús le respondió: «No importa, hija mía, no te fijes en eso, tú sé siempre misericordiosa con todos» (24 diciembre 1937). Con todos, no pensemos sólo en nuestros intereses, en intereses particulares. Aprovechemos esta prueba como una oportunidad para preparar el mañana de todos, sin descartar a ninguno: de todos. Porque sin una visión de conjunto nadie tendrá futuro.

Hoy, el amor desarmado y desarmante de Jesús resucita el corazón del discípulo. Que también nosotros, como el apóstol Tomás, acojamos la misericordia, salvación del mundo, y seamos misericordiosos con el que es más débil. Sólo así reconstruiremos un mundo nuevo.

domingo, 12 de mayo de 2019

SANTA MISA CON ORDENACIONES PRESBITERALES, HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Queridos hermanos y hermanas,

Estos hijos nuestros han sido llamados a la Orden del presbiterado. Será bueno para todos nosotros pensar cuidadosamente sobre qué ministerio será elevado en la Iglesia. Como bien saben, hermanos, el Señor Jesús es el único Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento, pero en él también todo el pueblo santo de Dios se ha constituido en gente sacerdotal. Sin embargo, entre todos sus discípulos, el Señor Jesús quiere elegir a algunos en particular, porque al ejercer públicamente en la Iglesia en su nombre el oficio sacerdotal en favor de todos los hombres, continuó su misión personal como maestro, sacerdote y pastor.

De hecho, debido a esto, el Padre lo había enviado, por lo que a su vez envió al mundo primero a los Apóstoles y luego a los Obispos y sus sucesores, a quienes finalmente se les dio como colaboradores a los presbíteros, quienes se unieron a ellos en el ministerio sacerdotal. , están llamados a servir al pueblo de Dios.

Después de muchos años de reflexión, reflexión sobre ellos, reflexión de los superiores, de quienes los acompañaron en este camino, hoy se presentaron para que yo les confiera el orden sacerdotal.

De hecho, estarán configurados para Cristo el Sumo y el Sacerdote Eterno, o serán consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, y por esta razón, que los une en el sacerdocio a su Obispo, serán predicadores del Evangelio, pastores del Pueblo de Dios y presidirán las acciones de La adoración, especialmente en la celebración del sacrificio del Señor, es decir, en la Eucaristía.

En cuanto a ustedes, queridos hermanos e hijos, que están a punto de ser promovidos al orden del presbiterio, consideren que, al ejercer el ministerio de la Doctrina Sagrada, serán participantes en la misión de Cristo, el único Maestro. Esto no es una asociación cultural, no es una unión. Ustedes serán participantes en el ministerio de Cristo. Dispense a toda la Palabra de Dios que ustedes mismos han recibido con alegría. Y para esto, lees y meditas asiduamente en la Palabra del Señor para creer lo que has leído, para enseñar lo que has aprendido con fe, para vivir lo que has enseñado. Nunca se puede dar una homilía, una predicación, sin mucha oración, con la Biblia en la mano. No te olvides de esto.

Que tu doctrina sea, por lo tanto, un alimento para el Pueblo de Dios: cuando venga del corazón y nazca de la oración, será muy fructífera. Que el perfume de tu vida sea alegría y apoyo para los fieles de Cristo: hombres de oración, hombres de sacrificio, para que con la Palabra y el ejemplo puedas construir la casa de Dios, que es la Iglesia. Y así continuarás la obra santificadora de Cristo. A través de su ministerio, el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto, ya que se combina con el sacrificio de Cristo, que en sus manos, en nombre de toda la Iglesia, se ofrece de forma incruenta en el altar en la celebración de los Santos Misterios. Ten cuidado en la celebración de la eucaristía. Así que reconoce lo que haces. Imita lo que celebras porque participas en el misterio de la muerte y resurrección del Señor. lleve la muerte de Cristo en sus miembros y camine con Él en la novedad de la vida. El Señor quería salvarnos gratis. Él mismo nos dijo: "Da gratis lo que has recibido gratis". La celebración de la Eucaristía es la culminación de la gratuidad del Señor. Por favor, no lo arruines con intereses mezquinos.

Con el Bautismo usted agregará nuevos fieles al Pueblo de Dios. Con el Sacramento de la Penitencia, perdonará los pecados en el nombre de Dios, de Cristo, de la Iglesia. Y aquí, por favor, te pido que no te canses de ser misericordioso. Misericordioso como el Padre, como Jesús fue misericordioso con nosotros, con todos nosotros. Con aceite santo darás alivio a los enfermos. Pierdes el tiempo visitando enfermos y enfermos. Celebrando los ritos sagrados y elevando la oración de alabanza y súplica en las diversas horas del día, se convertirán en la voz del Pueblo de Dios y de toda la humanidad.

Conscientes de haber sido elegidos entre los hombres y constituidos a su favor para esperar las cosas de Dios, ejercitarse con gozo y caridad, con sinceridad, la obra sacerdotal de Cristo, con la única intención de agradar a Dios y no a ustedes mismos. La alegría sacerdotal se encuentra solo en este camino, buscando agradar a Dios que nos ha elegido. Finalmente, al participar en la misión de Cristo, Cabeza y Pastor, en comunión filial con su Obispo, comprometan a unir a los fieles en una sola familia. Aquí está la cercanía del sacerdote: cerca de Dios en oración, cerca del obispo que es su padre, cerca del presbiterio, de otros sacerdotes, como hermanos, sin "pelarse" el uno al otro [hablar mal el uno del otro ], y cerca del Pueblo de Dios. Ten siempre el ejemplo del Buen Pastor ante tus ojos,

domingo, 6 de enero de 2019

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Epifanía : la palabra indica la manifestación del Señor, quien, como dice San Pablo en la Segunda Lectura (cf. Ef 3, 6), se revela a todos los pueblos, representados hoy por los Magos. De este modo, la hermosa realidad de Dios se reveló para todos: cada nación, idioma y población son bienvenidos y amados por él. Símbolo de esto es la luz, que todo alcanza e ilumina.

Ahora, si nuestro Dios se manifiesta a todos, todavía despierta sorpresa como se manifiesta. En el Evangelio se dice un camino por el palacio del rey Herodes, tal como se presenta a Jesús como rey: "¿Dónde está el que nació, el rey de los judíos?" ( Mt 2, 2), preguntan los magos. Lo encontrarán, pero no donde pensaron: no en el palacio real de Jerusalén, sino en una humilde morada en Belén. La misma paradoja surgió en Navidad, cuando el Evangelio habló del censo de toda la tierra en la época del emperador Augusto y el gobernador Quirino (cf. Lc2.2). Pero ninguno de los poderosos entonces se dio cuenta de que el Rey de la historia nació en su tiempo. Y nuevamente, cuando Jesús, de unos treinta años, apareció públicamente, precedido por Juan el Bautista, el Evangelio ofrece otra presentación solemne del contexto, enumerando todos los "grandes" poderes de ese tiempo, seculares y espirituales: Tiberio César, Poncio Pilato, Herodes, Felipe, Lisania, los sumos sacerdotes Ana y Caifás. Y concluye: "la Palabra de Dios vino sobre Juan en el desierto" ( Lc 3, 2). Así que en ninguno de los grandes, pero en un hombre que se había retirado al desierto. Aquí está la sorpresa: Dios no se eleva a la luz del mundo para manifestarse.

Escuchando esa lista de personajes famosos, podría ser tentador "encender las luces" sobre ellos. Podríamos pensar: hubiera sido mejor si la estrella de Jesús hubiera aparecido en Roma, en la colina Palatina, desde la cual Augusto reinó sobre el mundo; Todo el imperio se convertiría inmediatamente en cristiano. O, si hubiera iluminado el palacio de Herodes, podría haber hecho el bien, en lugar del mal. Pero la luz de Dios no va a aquellos que brillan con su propia luz. Dios se propone a sí mismo, no se impone; ilumina, pero no deslumbra. La tentación de confundir la luz de Dios con las luces del mundo siempre es grande. ¡Cuántas veces hemos perseguido los seductores destellos del poder y el protagonismo, convencidos de prestar un buen servicio al Evangelio! Pero así giramos las luces del lado equivocado, porque Dios no estaba allí. Su suave luz brilla en humilde amor. ¡Cuántas veces entonces, como Iglesia, tratamos de brillar con su propia luz! Pero no somos lossol de la humanidad. Somos la luna que, a pesar de sus sombras, refleja la verdadera luz, el Señor. La Iglesia es el mysterium lunae y el Señor es la luz del mundo (cf. Jn 9, 5). Él, no nosotros.

La luz de Dios va a los que la acogen. Isaías en la primera lectura (cf. 60: 2) nos recuerda que la luz divina no impide que la oscuridad y las nieblas densas cubran la tierra, pero brilla en aquellos que están dispuestos a recibirla. Por lo tanto, el profeta dirige una invitación que llama a cada uno: "Ya, cubierto de luz" (60: 1). Necesitamos levantarnos, es decir, salir de nuestro propio sedentarismo y prepararnos para caminar. De lo contrario, nos quedamos quietos, como los escribas consultados por Herodes, que sabían bien dónde nació el Mesías, pero no se movieron. Y luego debemos vestirnos de Dios, que es la luz, todos los días, hasta que Jesús se convierta en nuestro hábito diario. Pero para llevar el hábito de Dios, que es tan simple como la luz, primero hay que disponer de ropa pomposa. De lo contrario, se hace como Herodes, quien en la luz divina prefería las luces terrenales del éxito y el poder. Los magos, sin embargo, Se dan cuenta de la profecía, se levantan para ser cubiertos de luz. Solo ellos ven la estrella en el cielo: no los escribas, ni Herodes, nadie en Jerusalén. Para encontrar a Jesús hay un itinerario diferente que configurar, hay una forma alternativa de tomar, la suya, la del amor humilde. Y hay que guardarlo. De hecho, el Evangelio de hoy concluye diciendo que los Reyes Magos, se encontraron con Jesús, «Por otro camino volvieron a su país "( Mt 2:12). Otro camino, diferente al de Herodes. Un camino alternativo al mundo, como el que viajaron los que están con Jesús en Navidad: María y José, los pastores. Al igual que los magos, dejaron sus hogares y se convirtieron en peregrinos en los caminos de Dios, porque solo aquellos que dejan sus apegos mundanos para seguir su camino encuentran el misterio de Dios.

También es válido para nosotros. No basta con saber dónde nació Jesús, como los escribas, si no llegamos a ese lugar . No es suficiente saber que Jesús nació, como Herodes, si no lo conocemos. Cuando su dónde se convierte en nuestro dónde, su cuándo nuestro, su persona nuestra vida, entonces las profecías se cumplen en nosotros. Entonces Jesús nace dentro y se convierte en Dios vivo para mí.. Hoy, hermanos y hermanas, estamos invitados a imitar a los Reyes Magos. No discuten, no, ellos caminan; no se quedan para vigilar, sino que entran en la casa de Jesús; no se ponen en el centro, sino que se inclinan ante Él, que es el centro; no se fijan en sus planes, pero se disponen a tomar otros caminos. En sus gestos hay un contacto cercano con el Señor, una apertura radical hacia Él, una participación total en Él. Con Él usan el lenguaje del amor, el mismo lenguaje que Jesús, aún infante, ya habla. De hecho, los Magos van al Señor para no recibir, sino para dar. Nos preguntamos: en Navidad, ¿llevamos algunos regalos a Jesús para su fiesta, o hemos intercambiado regalos solo entre nosotros?

Si acudimos al Señor con las manos vacías, hoy podemos remediarlo. De hecho, el Evangelio muestra, por así decirlo, una pequeña lista de regalos: oro, incienso y mirra. El ' oro , considerado el elemento más valioso, recuerde que Dios debe dar el primer lugar. Debe ser amado. Pero para hacerlo, uno debe privarse del primer lugar y creer que está necesitado, no autosuficiente. Aquí está el incienso , para simbolizar la relación con el Señor, la oración, que como olor se eleva a Dios (véase el Salmo 141,2). Pero, como el incienso para perfumar debe arder, entonces para la oración necesitamos "quemar" un poco de tiempo, dedicarlo al Señor. Y hazlo realmente, no solo en palabras. Hablando de hechos, aquí está la mirra., un ungüento que se usará para envolver con amor el cuerpo de Jesús puesto por la cruz (cf. Jn 19, 39). Al Señor le gusta que cuidemos los cuerpos probados por el sufrimiento, por su carne más débil, por los que quedan atrás, por los que solo pueden recibir sin dar nada de material a cambio. La misericordia para aquellos que no tienen que devolver, la gratuidad, es preciosa a los ojos de Dios. La propina es preciosa a los ojos de Dios. En esta temporada navideña que se acerca a su fin, no perdemos la oportunidad de hacer un hermoso regalo a nuestro Rey, que vino para todos, no en las espléndidas etapas del mundo, sino en la pobreza luminosa de Belén. Si lo hacemos, su luz brillará sobre nosotros.

martes, 1 de enero de 2019

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

«Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores» (Lc 2,18). Admirarnos: a esto estamos llamados hoy, al final de la octava de Navidad, con la mirada puesta aún en el Niño que nos ha nacido, pobre de todo y rico de amor. Admiración: es la actitud que hemos de tener al comienzo del año, porque la vida es un don que siempre nos ofrece la posibilidad de empezar de nuevo, incluso en las peores situaciones.

Pero hoy es también un día para admirarse delante de la Madre de Dios: Dios es un niño pequeño en brazos de una mujer, que nutre a su Creador. La imagen que tenemos delante nos muestra a la Madre y al Niño tan unidos que parecen una sola cosa. Es el misterio de este día, que produce una admiración infinita: Dios se ha unido a la humanidad, para siempre. Dios y el hombre siempre juntos, esta es la buena noticia al inicio del año: Dios no es un señor distante que vive solitario en los cielos, sino el Amor encarnado, nacido como nosotros de una madre para ser hermano de cada uno, para estar cerca: el Dios de la cercanía. Está en el regazo de su madre, que es también nuestra madre, y desde allí derrama una ternura nueva sobre la humanidad. Y nosotros entendemos mejor el amor divino, que es paterno y materno, como el de una madre que nunca deja de creer en los hijos y jamás los abandona. El Dios-con-nosotros nos ama independientemente de nuestros errores, de nuestros pecados, de cómo hagamos funcionar el mundo. Dios cree en la humanidad, donde resalta, primera e inigualable, su Madre.

Al comienzo del año, pidámosle a ella la gracia del asombro ante el Dios de las sorpresas. Renovemos el asombro de los orígenes, cuando nació en nosotros la fe. La Madre de Dios nos ayuda: Madre que ha engendrado al Señor, nos engendra a nosotros para el Señor. Es madre y regenera en los hijos el asombro de la fe, porque la fe es un encuentro, no es una religión. La vida sin asombro se vuelve gris, rutinaria; lo mismo sucede con la fe. Y también la Iglesia necesita renovar el asombro de ser morada del Dios vivo, Esposa del Señor, Madre que engendra hijos. De lo contrario, corre el riesgo de parecerse a un hermoso museo del pasado. La “Iglesia museo”. La Virgen, en cambio, lleva a la Iglesia la atmósfera de casa, de una casa habitada por el Dios de la novedad. Acojamos con asombro el misterio de la Madre de Dios, como los habitantes de Éfeso en el tiempo del Concilio. Como ellos, la aclamamos «Santa Madre de Dios». Dejémonos mirar, dejémonos abrazar, dejémonos tomar de la mano por ella.

Dejémonos mirar. Especialmente en el momento de la necesidad, cuando nos encontramos atrapados por los nudos más intrincados de la vida, hacemos bien en mirar a la Virgen, a la Madre. Pero es hermoso ante todo dejarnos mirar por la Virgen. Cuando ella nos mira, no ve pecadores, sino hijos. Se dice que los ojos son el espejo del alma, los ojos de la llena de gracia reflejan la belleza de Dios, reflejan el cielo sobre nosotros. Jesús ha dicho que el ojo es «la lámpara del cuerpo» (Mt 6,22): los ojos de la Virgen saben iluminar toda oscuridad, vuelven a encender la esperanza en todas partes. Su mirada dirigida hacia nosotros nos dice: “Queridos hijos, ánimo; estoy yo, vuestra madre”.

Esta mirada materna, que infunde confianza, ayuda a crecer en la fe. La fe es un vínculo con Dios que involucra a toda la persona, y que para ser custodiado necesita de la Madre de Dios. Su mirada materna nos ayuda a sabernos hijos amados en el pueblo creyente de Dios y a amarnos entre nosotros, más allá de los límites y de las orientaciones de cada uno. La Virgen nos arraiga en la Iglesia, donde la unidad cuenta más que la diversidad, y nos exhorta a cuidar los unos de los otros. La mirada de María recuerda que para la fe es esencial la ternura, que combate la tibieza. Ternura: la Iglesia de la ternura. Ternura, palabra que muchos quieren hoy borrar del diccionario. Cuando en la fe hay espacio para la Madre de Dios, nunca se pierde el centro: el Señor, porque María jamás se señala a sí misma, sino a Jesús; y a los hermanos, porque María es Madre.

Mirada de la Madre, mirada de las madres. Un mundo que mira al futuro sin mirada materna es miope. Podrá aumentar los beneficios, pero ya no sabrá ver a los hombres como hijos. Tendrá ganancias, pero no serán para todos. Viviremos en la misma casa, pero no como hermanos. La familia humana se fundamenta en las madres. Un mundo en el que la ternura materna ha sido relegada a un mero sentimiento podrá ser rico de cosas, pero no rico de futuro. Madre de Dios, enséñanos tu mirada sobre la vida y vuelve tu mirada sobre nosotros, sobre nuestras miserias. Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos.

Dejémonos abrazar. Después de la mirada, entra en juego el corazón, en el que, dice el Evangelio de hoy, «María conservaba todas estas cosas, meditándolas» (Lc 2,19). Es decir, la Virgen guardaba todo en el corazón, abrazaba todo, hechos favorables y contrarios. Y todo lo meditaba, es decir, lo llevaba a Dios. Este es su secreto. Del mismo modo se preocupa por la vida de cada uno de nosotros: desea abrazar todas nuestras situaciones y presentarlas a Dios.

En la vida fragmentada de hoy, donde corremos el riesgo de perder el hilo, el abrazo de la Madre es esencial. Hay mucha dispersión y soledad a nuestro alrededor, el mundo está totalmente conectado, pero parece cada vez más desunido. Necesitamos confiarnos a la Madre. En la Escritura, ella abraza numerosas situaciones concretas y está presente allí donde se necesita: acude a la casa de su prima Isabel, ayuda a los esposos de Caná, anima a los discípulos en el Cenáculo… María es el remedio a la soledad y a la disgregación. Es la Madre de la consolación, que consuela porque permanece con quien está solo. Ella sabe que para consolar no bastan las palabras, se necesita la presencia; allí está presente como madre. Permitámosle abrazar nuestra vida. En la Salve Regina la llamamos “vida nuestra”: parece exagerado, porque Cristo es la vida (cf. Jn 14,6), pero María está tan unida a él y tan cerca de nosotros que no hay nada mejor que poner la vida en sus manos y reconocerla como “vida, dulzura y esperanza nuestra”.

Entonces, en el camino de la vida, dejémonos tomar de la mano. Las madres toman de la mano a los hijos y los introducen en la vida con amor. Pero cuántos hijos hoy van por su propia cuenta, pierden el rumbo, se creen fuertes y se extravían, se creen libres y se vuelven esclavos. Cuántos, olvidando el afecto materno, viven enfadados consigo mismos e indiferentes a todo. Cuántos, lamentablemente, reaccionan a todo y a todos, con veneno y maldad. La vida es así. En ocasiones, mostrarse malvados parece incluso signo de fortaleza. Pero es solo debilidad. Necesitamos aprender de las madres que el heroísmo está en darse, la fortaleza en ser misericordiosos, la sabiduría en la mansedumbre.

Dios no prescindió de la Madre: con mayor razón la necesitamos nosotros. Jesús mismo nos la ha dado, no en un momento cualquiera, sino en la cruz: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27) dijo al discípulo, a cada discípulo. La Virgen no es algo opcional: debe acogerse en la vida. Es la Reina de la paz, que vence el mal y guía por el camino del bien, que trae la unidad entre los hijos, que educa a la compasión.

Tómanos de la mano, María. Aferrados a ti superaremos los recodos más estrechos de la historia. Llévanos de la mano para redescubrir los lazos que nos unen. Reúnenos juntos bajo tu manto, en la ternura del amor verdadero, donde se reconstituye la familia humana: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios”. Digámoslo todos juntos a la Virgen: “Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios”.

martes, 25 de diciembre de 2018

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO, SANTA MISA DE NOCHEBUENA

NATIVIDAD DEL SEÑOR
José, con María su esposa, subió «a la ciudad de David, que se llama Belén» (Lc 2,4). Esta noche, también nosotros subimos a Belén para descubrir el misterio de la Navidad.

1. Belén: el nombre significa casa del pan. En esta “casa” el Señor convoca hoy a la humanidad. Él sabe que necesitamos alimentarnos para vivir. Pero sabe también que los alimentos del mundo no sacian el corazón. En la Escritura, el pecado original de la humanidad está asociado precisamente con tomar alimento: «tomó de su fruto y comió», dice el libro del Génesis (3,6). Tomó y comió. El hombre se convierte en ávido y voraz. Parece que el tener, el acumular cosas es para muchos el sentido de la vida. Una insaciable codicia atraviesa la historia humana, hasta las paradojas de hoy, cuando unos pocos banquetean espléndidamente y muchos no tienen pan para vivir.

Belén es el punto de inflexión para cambiar el curso de la historia. Allí, Dios, en la casa del pan, nace en un pesebre. Como si nos dijera: Aquí estoy para vosotros, como vuestro alimento. No toma, sino que ofrece el alimento; no da algo, sino que se da él mismo. En Belén descubrimos que Dios no es alguien que toma la vida, sino aquel que da la vida. Al hombre, acostumbrado desde los orígenes a tomar y comer, Jesús le dice: «Tomad, comed: esto es mi cuerpo» (Mt 26,26). El cuerpecito del Niño de Belén propone un modelo de vida nuevo: no devorar y acaparar, sino compartir y dar. Dios se hace pequeño para ser nuestro alimento. Nutriéndonos de él, Pan de Vida, podemos renacer en el amor y romper la espiral de la avidez y la codicia. Desde la “casa del pan”, Jesús lleva de nuevo al hombre a casa, para que se convierta en un familiar de su Dios y en un hermano de su prójimo. Ante el pesebre, comprendemos que lo que alimenta la vida no son los bienes, sino el amor; no es la voracidad, sino la caridad; no es la abundancia ostentosa, sino la sencillez que se ha de preservar.

El Señor sabe que necesitamos alimentarnos todos los días. Por eso se ha ofrecido a nosotros todos los días de su vida, desde el pesebre de Belén al cenáculo de Jerusalén. Y todavía hoy, en el altar, se hace pan partido para nosotros: llama a nuestra puerta para entrar y cenar con nosotros (cf. Ap 3,20). En Navidad recibimos en la tierra a Jesús, Pan del cielo: es un alimento que no caduca nunca, sino que nos permite saborear ya desde ahora la vida eterna.

En Belén descubrimos que la vida de Dios corre por las venas de la humanidad. Si la acogemos, la historia cambia a partir de cada uno de nosotros. Porque cuando Jesús cambia el corazón, el centro de la vida ya no es mi yo hambriento y egoísta, sino él, que nace y vive por amor. Al estar llamados esta noche a subir a Belén, casa del pan, preguntémonos: ¿Cuál es el alimento de mi vida, del que no puedo prescindir?, ¿es el Señor o es otro? Después, entrando en la gruta, individuando en la tierna pobreza del Niño una nueva fragancia de vida, la de la sencillez, preguntémonos: ¿Necesito verdaderamente tantas cosas, tantas recetas complicadas para vivir? ¿Soy capaz de prescindir de tantos complementos superfluos, para elegir una vida más sencilla? En Belén, junto a Jesús, vemos gente que ha caminado, como María, José y los pastores. Jesús es el Pan del camino. No le gustan las digestiones pesadas, largas y sedentarias, sino que nos pide levantarnos rápidamente de la mesa para servir, como panes partidos por los demás. Preguntémonos: En Navidad, ¿parto mi pan con el que no lo tiene?

2. Después de Belén casa de pan, reflexionemos sobre Belén ciudad de David. Allí David, que era un joven pastor, fue elegido por Dios para ser pastor y guía de su pueblo. En Navidad, en la ciudad de David, los que acogen a Jesús son precisamente los pastores. En aquella noche —dice el Evangelio— «se llenaron de gran temor» (Lc 2,9), pero el ángel les dijo: «No temáis» (v. 10). Resuena muchas veces en el Evangelio este no temáis: parece el estribillo de Dios que busca al hombre. Porque el hombre, desde los orígenes, también a causa del pecado, tiene miedo de Dios: «me dio miedo […] y me escondí» (Gn 3,10), dice Adán después del pecado. Belén es el remedio al miedo, porque a pesar del “no” del hombre, allí Dios dice siempre “sí”: será para siempre Dios con nosotros. Y para que su presencia no inspire miedo, se hace un niño tierno. No temáis: no se lo dice a los santos, sino a los pastores, gente sencilla que en aquel tiempo no se distinguía precisamente por la finura y la devoción. El Hijo de David nace entre pastores para decirnos que nadie estará jamás solo; tenemos un Pastor que vence nuestros miedos y nos ama a todos, sin excepción.

Los pastores de Belén nos dicen también cómo ir al encuentro del Señor. Ellos velan por la noche: no duermen, sino que hacen lo que Jesús tantas veces nos pedirá: velar (cf. Mt 25,13; Mc 13,35; Lc 21,36). Permanecen vigilantes, esperan despiertos en la oscuridad, y Dios «los envolvió de claridad» (Lc 2,9). Esto vale también para nosotros. Nuestra vida puede ser una espera, que también en las noches de los problemas se confía al Señor y lo desea; entonces recibirá su luz. Pero también puede ser una pretensión, en la que cuentan solo las propias fuerzas y los propios medios; sin embargo, en este caso el corazón permanece cerrado a la luz de Dios. Al Señor le gusta que lo esperen y no es posible esperarlo en el sofá, durmiendo. De hecho, los pastores se mueven: «fueron corriendo», dice el texto (v. 16). No se quedan quietos como quien cree que ha llegado a la meta y no necesita nada, sino que van, dejan el rebaño sin custodia, se arriesgan por Dios. Y después de haber visto a Jesús, aunque no eran expertos en el hablar, salen a anunciarlo, tanto que «todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores» (v. 18).

Esperar despiertos, ir, arriesgar, comunicar la belleza: son gestos de amor. El buen Pastor, que en Navidad viene para dar la vida a las ovejas, en Pascua le preguntará a Pedro, y en él a todos nosotros, la cuestión final: «¿Me amas?» (Jn 21,15). De la respuesta dependerá el futuro del rebaño. Esta noche estamos llamados a responder, a decirle también nosotros: “Te amo”. La respuesta de cada uno es esencial para todo el rebaño.

«Vayamos, pues, a Belén» (Lc 2,15): así lo dijeron y lo hicieron los pastores. También nosotros, Señor, queremos ir a Belén. El camino, también hoy, es en subida: se debe superar la cima del egoísmo, es necesario no resbalar en los barrancos de la mundanidad y del consumismo. Quiero llegar a Belén, Señor, porque es allí donde me esperas. Y darme cuenta de que tú, recostado en un pesebre, eres el pan de mi vida. Necesito la fragancia tierna de tu amor para ser, yo también, pan partido para el mundo. Tómame sobre tus hombros, buen Pastor: si me amas, yo también podré amar y tomar de la mano a los hermanos. Entonces será Navidad, cuando podré decirte: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” (cf. Jn 21,17).

domingo, 14 de octubre de 2018

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

La segunda lectura nos ha dicho que «la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo» (Hb 4,12). Es así: la palabra de Dios no es un conjunto de verdades o una edificante narración espiritual; no, es palabra viva, que toca la vida, que la transforma. Allí, Jesús en persona, que es la palabra viva de Dios, nos habla al corazón.

El Evangelio, en concreto, nos invita a encontrarnos con el Señor, siguiendo el ejemplo de «uno» que «se le acercó corriendo» (cf. Mc 10,17). Podemos identificarnos con ese hombre, del que no se dice el nombre en el texto, como para sugerir que puede representar a cada uno de nosotros. Le pregunta a Jesús cómo «heredar la vida eterna» (v. 17). Él pide la vida para siempre, la vida en plenitud: ¿quién de nosotros no la querría? Pero, vemos que la pide como una herencia para poseer, como un bien que hay que obtener, que ha de conquistarse con las propias fuerzas. De hecho, para conseguir este bien ha observado los mandamientos desde la infancia y para lograr el objetivo está dispuesto a observar otros; por esto pregunta: «¿Qué debo hacer para heredar?».

La respuesta de Jesús lo desconcierta. El Señor pone su mirada en él y lo ama (cf. v. 21). Jesús cambia la perspectiva: de los preceptos observados para obtener recompensas al amor gratuito y total. Aquella persona hablaba en términos de oferta y demanda, Jesús le propone una historia de amor. Le pide que pase de la observancia de las leyes al don de sí mismo, de hacer por sí mismo a estar con él. Y le hace una propuesta de vida «tajante»: «Vende lo que tienes, dáselo a los pobres […] y luego ven y sígueme» (v. 21). Jesús también te dice a ti: «Ven, sígueme». Ven: no estés quieto, porque para ser de Jesús no es suficiente con no hacer nada malo. Sígueme: no vayas detrás de Jesús solo cuando te apetezca, sino búscalo cada día; no te conformes con observar los preceptos, con dar un poco de limosna y decir algunas oraciones: encuentra en él al Dios que siempre te ama, el sentido de tu vida, la fuerza para entregarte.

Jesús sigue diciendo: «Vende lo que tienes y dáselo a los pobres». El Señor no hace teorías sobre la pobreza y la riqueza, sino que va directo a la vida. Él te pide que dejes lo que paraliza el corazón, que te vacíes de bienes para dejarle espacio a él, único bien. Verdaderamente, no se puede seguir a Jesús cuando se está lastrado por las cosas. Porque, si el corazón está lleno de bienes, no habrá espacio para el Señor, que se convertirá en una cosa más. Por eso la riqueza es peligrosa y –dice Jesús–, dificulta incluso la salvación. No porque Dios sea severo, ¡no! El problema está en nosotros: el tener demasiado, el querer demasiado, ahoga, ahoga nuestro corazón y nos hace incapaces de amar. De ahí que san Pablo nos recuerde que «el amor al dinero es la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Lo vemos: donde el dinero se pone en el centro, no hay lugar para Dios y tampoco para el hombre.

Jesús es radical. Él lo da todo y lo pide todo: da un amor total y pide un corazón indiviso. También hoy se nos da como pan vivo; ¿podemos darle a cambio las migajas? A él, que se hizo siervo nuestro hasta el punto de ir a la cruz por nosotros, no podemos responderle solo con la observancia de algún precepto. A él, que nos ofrece la vida eterna, no podemos darle un poco de tiempo sobrante. Jesús no se conforma con un «porcentaje de amor»: no podemos amarlo al veinte, al cincuenta o al sesenta por ciento. O todo o nada.

Queridos hermanos y hermanas, nuestro corazón es como un imán: se deja atraer por el amor, pero solo se adhiere por un lado y debe elegir entre amar a Dios o amar las riquezas del mundo (cf. Mt 6,24); vivir para amar o vivir para sí mismo (cf. Mc 8,35). Preguntémonos de qué lado estamos. Preguntémonos cómo va nuestra historia de amor con Dios. ¿Nos conformamos con cumplir algunos preceptos o seguimos a Jesús como enamorados, realmente dispuestos a dejar algo para él? Jesús nos pregunta a cada uno personalmente, y a todos como Iglesia en camino: ¿somos una Iglesia que solo predica buenos preceptos o una Iglesia-esposa, que por su Señor se lanza a amar? ¿Lo seguimos de verdad o volvemos sobre los pasos del mundo, como aquel personaje del Evangelio? En resumen, ¿nos basta Jesús o buscamos las seguridades del mundo? Pidamos la gracia de saber dejar por amor del Señor: dejar riquezas, dejar nostalgias de puestos y poder, dejar estructuras que ya no son adecuadas para el anuncio del Evangelio, los lastres que entorpecen la misión, los lazos que nos atan al mundo. Sin un salto hacia adelante en el amor, nuestra vida y nuestra Iglesia se enferman de «autocomplacencia egocéntrica» ​​(Exhort. ap. Evangelii gaudium, 95): se busca la alegría en cualquier placer pasajero, se recluye en la murmuración estéril, se acomoda a la monotonía de una vida cristiana sin ímpetu, en la que un poco de narcisismo cubre la tristeza de sentirse imperfecto.

Así sucedió para ese hombre, que –cuenta el Evangelio– «se marchó triste» (v. 22). Se había aferrado a los preceptos y a sus muchos bienes, no había dado su corazón. Y aunque se encontró con Jesús y recibió su mirada amorosa, se marchó triste. La tristeza es la prueba del amor inacabado. Es el signo de un corazón tibio. En cambio, un corazón desprendido de los bienes, que ama libremente al Señor, difunde siempre la alegría, esa alegría tan necesaria hoy. El santo Papa Pablo VI escribió: «Es precisamente en medio de sus dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la alegría, de escuchar su canto» (Exhort. ap. Gaudete in Domino, 9). Jesús nos invita hoy a regresar a las fuentes de la alegría, que son el encuentro con él, la valiente decisión de arriesgarnos a seguirlo, el placer de dejar algo para abrazar su camino. Los santos han recorrido este camino.

Pablo VI lo hizo, siguiendo el ejemplo del Apóstol del que tomó su nombre. Al igual que él, gastó su vida por el Evangelio de Cristo, atravesando nuevas fronteras y convirtiéndose en su testigo con el anuncio y el diálogo, profeta de una Iglesia extrovertida que mira a los lejanos y cuida de los pobres. Pablo VI, aun en medio de dificultades e incomprensiones, testimonió de una manera apasionada la belleza y la alegría de seguir totalmente a Jesús. También hoy nos exhorta, junto con el Concilio del que fue sabio timonel, a vivir nuestra vocación común: la vocación universal a la santidad. No a medias, sino a la santidad. Es hermoso que junto a él y a los demás santos y santas de hoy, se encuentre Monseñor Romero, quien dejó la seguridad del mundo, incluso su propia incolumidad, para entregar su vida según el Evangelio, cercano a los pobres y a su gente, con el corazón magnetizado por Jesús y sus hermanos. Lo mismo puede decirse de Francisco Spinelli, de Vicente Romano, de María Catalina Kasper, de Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús y también del gran muchacho abrucense-napolitano, Nuncio Sulprizio: el joven santo, valiente, humilde, que supo encontrar a Jesús en el sufrimiento, el silencio y en la entrega de sí mismo. Todos estos santos, en diferentes contextos, han traducido con la vida la palabra de hoy, sin tibieza, sin cálculos, con el ardor de arriesgarse y de dejar. Hermanos y hermanas, que el Señor nos ayude a imitar sus ejemplos.

domingo, 20 de mayo de 2018

SANTA MISA DE LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS, HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO



En la primera lectura de la liturgia de hoy, la venida del Espíritu Santo en Pentecostés se compara a «un viento que soplaba fuertemente» (Hch 2,2). ¿Qué significa esta imagen? El viento impetuoso nos hace pensar en una gran fuerza, pero que acaba en sí misma: es una fuerza que cambia la realidad. El viento trae cambios: corrientes cálidas cuando hace frío, frescas cuando hace calor, lluvia cuando hay sequía... así actúa. También el Espíritu Santo, aunque a nivel totalmente distinto, actúa así: Él es la fuerza divina que cambia, que cambia el mundo. La Secuencia nos lo ha recordado: el Espíritu es «descanso de nuestro esfuerzo, gozo que enjuga las lágrimas»; y lo pedimos de esta manera: «Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas». Él entra en las situaciones y las transforma, cambia los corazones y cambia los acontecimientos.

Cambia los corazones. Jesús dijo a sus Apóstoles: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo […] y seréis mis testigos» (Hch 1,8). Y aconteció precisamente así: los discípulos, que al principio estaban llenos de miedo, atrincherados con las puertas cerradas también después de la resurrección del Maestro, son transformados por el Espíritu y, como anuncia Jesús en el Evangelio de hoy, “dan testimonio de él” (cf. Jn 15,27). De vacilantes pasan a ser valientes y, dejando Jerusalén, van hasta los confines del mundo. Llenos de temor cuando Jesús estaba con ellos; son valientes sin él, porque el Espíritu cambió sus corazones.

El Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las resistencias. A quien se conforma con medias tintas, le ofrece ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace soñar al que cae en tibieza. He aquí el cambio del corazón. Muchos prometen períodos de cambio, nuevos comienzos, renovaciones portentosas, pero la experiencia enseña que ningún esfuerzo terreno por cambiar las cosas satisface plenamente el corazón del hombre. El cambio del Espíritu es diferente: no revoluciona la vida a nuestro alrededor, pero cambia nuestro corazón; no nos libera de repente de los problemas, pero nos hace libres por dentro para afrontarlos; no nos da todo inmediatamente, sino que nos hace caminar con confianza, haciendo que no nos cansemos jamás de la vida. El Espíritu mantiene joven el corazón – esa renovada juventud. La juventud, a pesar de todos los esfuerzos para alargarla, antes o después pasa; el Espíritu, en cambio, es el que previene el único envejecimiento malsano, el interior. ¿Cómo lo hace? Renovando el corazón, transformándolo de pecador en perdonado. Este es el gran cambio: de culpables nos hace justos y, así, todo cambia, porque de esclavos del pecado pasamos a ser libres, de siervos a hijos, de descartados a valiosos, de decepcionados a esperanzados. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría, que florezca la paz en el corazón.

En este día, aprendemos qué hacer cuando necesitamos un cambio verdadero. ¿Quién de nosotros no lo necesita? Sobre todo cuando estamos hundidos, cuando estamos cansados por el peso de la vida, cuando nuestras debilidades nos oprimen, cuando avanzar es difícil y amar parece imposible. Entonces necesitamos un fuerte “reconstituyente”: es él, la fuerza de Dios. Es él que, como profesamos en el “Credo”, «da la vida». Qué bien nos vendrá asumir cada día este reconstituyente de vida. Decir, cuando despertamos: “Ven, Espíritu Santo, ven a mi corazón, ven a mi jornada”.

El Espíritu, después de cambiar los corazones, cambia los acontecimientos. Como el viento sopla por doquier, así él llega también a las situaciones más inimaginables. En los Hechos de los Apóstoles —que es un libro que tenemos que conocer, donde el protagonista es el Espíritu— asistimos a un dinamismo continuo, lleno de sorpresas. Cuando los discípulos no se lo esperan, el Espíritu los envía a los gentiles. Abre nuevos caminos, como en el episodio del diácono Felipe. El Espíritu lo lleva por un camino desierto, de Jerusalén a Gaza —cómo suena doloroso hoy este nombre. Que el Espíritu cambie los corazones y los acontecimientos y conceda paz a Tierra Santa—. En aquel camino Felipe predica al funcionario etíope y lo bautiza; luego el Espíritu lo lleva a Azoto, después a Cesarea: siempre en situaciones nuevas, para que difunda la novedad de Dios. Luego está Pablo, que «encadenado por el Espíritu» (Hch 20,22), viaja hasta los más lejanos confines, llevando el Evangelio a pueblos que nunca había visto. Cuando está el Espíritu siempre sucede algo, cuando él sopla jamás existe calma, jamás.

Cuando la vida de nuestras comunidades atraviesa períodos de “flojedad”, donde se prefiere la tranquilidad doméstica a la novedad de Dios, es una mala señal. Quiere decir que se busca resguardarse del viento del Espíritu. Cuando se vive para la auto-conservación y no se va a los lejanos, no es un buen signo. El Espíritu sopla, pero nosotros arriamos las velas. Sin embargo, tantas veces hemos visto obrar maravillas. A menudo, precisamente en los períodos más oscuros, el Espíritu ha suscitado la santidad más luminosa. Porque Él es el alma de la Iglesia, siempre la reanima de esperanza, la colma de alegría, la fecunda de novedad, le da brotes de vida. Como cuando, en una familia, nace un niño: trastorna los horarios, hace perder el sueño, pero lleva una alegría que renueva la vida, la impulsa hacia adelante, dilatándola en el amor. De este modo, el Espíritu trae un “sabor de infancia” a la Iglesia. Obra un continuo renacer. Reaviva el amor de los comienzos. El Espíritu recuerda a la Iglesia que, a pesar de sus siglos de historia, es siempre una veinteañera, la esposa joven de la que el Señor está apasionadamente enamorado. No nos cansemos por tanto de invitar al Espíritu a nuestros ambientes, de invocarlo antes de nuestras actividades: “Ven, Espíritu Santo”.

Él traerá su fuerza de cambio, una fuerza única que es, por así decir, al mismo tiempo centrípeta y centrífuga. Es centrípeta, es decir empuja hacia el centro, porque actúa en lo más profundo del corazón. Trae unidad en la fragmentariedad, paz en las aflicciones, fortaleza en las tentaciones. Lo recuerda Pablo en la segunda lectura, escribiendo que el fruto del Espíritu es alegría, paz, fidelidad, dominio de sí (cf. Ga 5,22). El Espíritu regala la intimidad con Dios, la fuerza interior para ir adelante. Pero al mismo tiempo él es fuerza centrífuga, es decir empuja hacia el exterior. El que lleva al centro es el mismo que manda a la periferia, hacia toda periferia humana; aquel que nos revela a Dios nos empuja hacia los hermanos. Envía, convierte en testigos y por eso infunde —escribe Pablo— amor, misericordia, bondad, mansedumbre. Solo en el Espíritu Consolador decimos palabras de vida y alentamos realmente a los demás. Quien vive según el Espíritu está en esta tensión espiritual: se encuentra orientado a la vez hacia Dios y hacia el mundo.

Pidámosle que seamos así. Espíritu Santo, viento impetuoso de Dios, sopla sobre nosotros. Sopla en nuestros corazones y haznos respirar la ternura del Padre. Sopla sobre la Iglesia y empújala hasta los confines lejanos para que, llevada por ti, no lleve nada más que a ti. Sopla sobre el mundo el calor suave de la paz y la brisa que restaura la esperanza. Ven, Espíritu Santo, cámbianos por dentro y renueva la faz de la tierra. Amén.