Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la parábola que leemos en el Evangelio de hoy, la del rey misericordioso (cf. Mt 18,21-35), encontramos dos veces esta súplica: «Ten paciencia conmigo que todo te lo pagaré» (vv. 26.29). La primera vez la pronuncia el siervo que le debe a su amo diez mil talentos, una suma enorme, hoy serían millones y millones de euros. La segunda vez la repite otro criado del mismo amo. Él también tiene deudas, no con su amo, sino con el siervo que tiene esa enorme deuda. Y su deuda es muy pequeña, quizá como el sueldo de una semana.
El centro de la parábola es la indulgencia que el amo muestra hacia el siervo más endeudado. El evangelista subraya que «el señor tuvo compasión —no olvidéis nunca esta palabra que es propia de Jesús: “Tuvo compasión”, Jesús siempre tuvo compasión—, tuvo compasión de aquel siervo, le dejó marchar y le perdonó la deuda» (v. 27). ¡Una deuda enorme, por tanto, una condonación enorme! Pero ese criado, inmediatamente después, se muestra despiadado con su compañero, que le debe una modesta suma. No lo escucha, le insulta y lo hace encarcelar, hasta que haya pagado la deuda (cf. v. 30), esa pequeña deuda. El amo se entera de esto y, enojado, llama al siervo malvado y lo condena (cf. vv. 32-34). “¿Yo te he perdonado tanto y tú eres incapaz de perdonar este poco?”.
Vemos en esta parábola dos actitudes diferentes: la de Dios, representado por el rey —que perdona tanto, porque Dios perdona siempre—, y la del hombre. En la actitud divina, la justicia está impregnada de misericordia, mientras que la actitud humana se limita a la justicia. Jesús nos exhorta a abrirnos valientemente al poder del perdón, porque no todo en la vida se resuelve con la justicia, lo sabemos. Es necesario ese amor misericordioso, que también es la base de la respuesta del Señor a la pregunta de Pedro que precede a la parábola, la pregunta de Pedro suena así: «Señor, dime, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?» (v. 21). Y Jesús le respondió: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22). En el lenguaje simbólico de la Biblia, esto significa que estamos llamados a perdonar siempre.
¡Cuánto sufrimiento, cuántas divisiones, cuántas guerras podrían evitarse, si el perdón y la misericordia fueran el estilo de nuestra vida! También en familia, también en familia. Cuántas familias desunidas que no saben perdonarse, cuántos hermanos y hermanas que tienen ese rencor en su interior. Es necesario aplicar el amor misericordioso en todas las relaciones humanas: entre los esposos, entre padres e hijos, dentro de nuestras comunidades, en la Iglesia y también en la sociedad y la política.
Hoy por la mañana mientras celebraba la misa me detuve, me llamó la atención una frase de la primera lectura del libro de Sirácida, la frase dice: «Acuérdate de las postrimería, y deja ya de odiar» (Si 28,6). ¡Bonita frase! ¡Pero piensa en el final! Piensa que estarás en un ataúd... ¿y te llevarás el odio allí? Piensa en el final, ¡deja de odiar! Deja el rencor. Pensemos en esta conmovedora frase: «Acuérdate de las postrimería, y deja ya de odiar». Y no es fácil perdonar porque en los momentos tranquilos uno dice: “Sí, pero éste o ésta me han hecho todo tipo de cosas, pero yo también he hecho muchas. Mejor perdonar para ser perdonado”. Pero luego el rencor vuelve, como una molesta mosca en el verano que vuelve y vuelve y vuelve... Perdonar no es sólo algo momentáneo, es algo continuo contra este rencor, este odio que vuelve. Pensemos en el final, dejemos de odiar.
La parábola de hoy nos ayuda a comprender plenamente el significado de esa frase que recitamos en la oración del Padre nuestro: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12). Estas palabras contienen una verdad decisiva. No podemos pretender para nosotros el perdón de Dios, si nosotros, a nuestra vez, no concedemos el perdón a nuestro prójimo. Es una condición: piensa en el final, en el perdón de Dios, y deja ya de odiar; echa el rencor, esa molesta mosca que vuelve y regresa. Si no nos esforzamos por perdonar y amar, tampoco seremos perdonados ni amados.
Encomendémonos a la maternal intercesión de la Madre de Dios: que Ella nos ayude a darnos cuenta de cuánto estamos en deuda con Dios, y a recordarlo siempre, para tener el corazón abierto a la misericordia y a la bondad.
Después del Ángelus
¡Queridos hermanos y hermanas!
En los últimos días, una serie de incendios han devastado el campamento de refugiados de Moria, en la isla de Lesbos, dejando a miles de personas sin refugio, aunque precario. Todavía recuerdo la visita que hicimos allí y el llamamiento lanzado junto con el Patriarca Ecuménico Bartolomé y el Arzobispo Ieronymos de Atenas, para garantizar «que los emigrantes, los refugiados y los demandantes de asilo se vean acogidos con dignidad en Europa» (16 de abril de 2016). Expreso mi solidaridad y cercanía a todas las víctimas de estos dramáticos acontecimientos.
Además, en estas semanas estamos siendo testigos de numerosas manifestaciones populares en todo el mundo —en muchas partes— que expresan el creciente malestar de la sociedad civil ante situaciones políticas y sociales particularmente críticas. Al tiempo que exhorto a los manifestantes a que presenten sus demandas de forma pacífica, sin ceder a la tentación de la agresión y la violencia, hago un llamamiento a todos aquellos que tienen responsabilidades públicas y gubernamentales para que escuchen la voz de sus conciudadanos y satisfagan sus justas aspiraciones, garantizando el pleno respeto de los derechos humanos y las libertades civiles. Por último, invito a las comunidades eclesiásticas que viven en esos contextos, bajo la guía de sus pastores, a trabajar por el diálogo, siempre a favor del diálogo, y a favor de la reconciliación —hemos hablado de perdón, de reconciliación.
Debido a la situación de pandemia, este año la tradicional Colecta para Tierra Santa se ha trasladado del Viernes Santo a hoy, víspera de la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. En el contexto actual, esta Colecta es aún más un signo de esperanza y solidaridad con los cristianos que viven en la Tierra donde Dios se hizo carne y murió y resucitó por nosotros. Hoy hacemos una peregrinación espiritual, en espíritu, con la imaginación, con el corazón, a Jerusalén, donde, como dice el Salmo, están nuestras fuentes (cf. Sal 87,7), y hacemos un gesto de generosidad para esas comunidades.
Os saludo a todos, a los fieles romanos y a los peregrinos de varios países. En particular, saludo a los ciclistas que sufren de Parkinson y que han recorrido la Vía Francígena desde Pavía hasta Roma. ¡Qué valientes! Gracias por vuestro testimonio. Saludo a la Cofradía de Nuestra Señora de los Dolores de Monte Castello di Vibio. Veo que también hay una Comunidad Laudato si’: gracias por lo que hacéis; y gracias por la reunión de ayer aquí, con Carlìn Petrini y todos los directivos que siguen adelante en esta lucha por la custodia de la creación.
Os saludo a todos, a todos, de manera especial a las familias italianas que en agosto se dedicaron a la hospitalidad de los peregrinos. ¡Son muchas! A todos os deseo un buen domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
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