lunes, 20 de abril de 2020

Santa Inés de Montepulciano

Monja dominica italiana del siglo XIII, nacida cerca de Montepulciano, con 15 años ya era priora del Monasterio de Procena (Viterbo). Fundó el Monasterio de Montepulciano. Por naturaleza y gracia, Inés poseía entrañas de amor tierno, compasivo y misericordioso, y por ese camino fue adquiriendo la fama que acabaría aureolándola de santidad

Inés Segni nació probablemente en 1268 en Graciano Vecchio, cerca de Montepulciano. Recibida en el hogar de los Segni como un regalo del cielo, se encontró implantada, desde la más tierna infancia, en un ambiente de profunda piedad, detalle que pronto despertó en la niña prematuros sentimientos religiosos. Tan profundos fueron éstos, que, a los nueve años de convivencia familiar, pidió a sus padres licencia para ingresar en un monasterio. Los padres y familiares, sorprendidos por la propuesta, trataron de que la niña desistiera de tan inesperada e importuna idea, mas no lo consiguieron. Ella, persistente en su pretensión, acabó saliéndose con la suya, convenciendo a sus progenitores de la bondad del camino que deseaba emprender.

Ingresó en el llamado monasterio «del Sacco», uno de los muchos que pertenecían al grupo de fundaciones «de la Penitencia», florecientes en el siglo XIII, y poco a poco desaparecidos en los siglos posteriores de la historia de la Iglesia. Incorporada Inés a la nueva morada (el recinto del monasterio «del Sacco») con afán de hacerse pronto «novicia» y «profesa».

Dos rasgos que preludiaban, antes de cumplir quince años, su magnífica disposición para emprender obras grandes en la pequeñez de una vida retirada.

Abadesa de Procena y de Montepulciano
Por el año 1283, fecha en que Inés sólo contaba quince años de edad y seis de vida comunitaria, la comunidad «del Sacco» proyectó y llevó a cabo la fundación de un nuevo monasterio, en Procena, cerca de Viterbo, cincuenta kilómetros al Sur de Montepulciano. Para organizarlo y regirlo, la comunidad «del Sacco» eligió, entre otras, a la maestra sor Margarita y a sor Inés; ésta en funciones de superiora, y la otra en servicio de formación.

Como nota destacada de su piedad sobresale la ternura, infancia o pureza de espíritu y el cultivo de la comunión espiritual: comunión con los santos, con Cristo y con el Padre. La voz de esa comunión vivida en el amor eran, se dice, sus coloquios: como hija del Padre, hermana del Hijo encarnado, esposa del Espíritu y privilegiada devota de la Madre de Jesús, a la que deseaba tener siempre morando en su casa y en su corazón. Hay aquí una veta teológica de gran valor.
Se alaban sus dotes de gobierno que le confirieron notable autoridad dentro y fuera del monasterio: un rasgo que se prolongará en acciones sucesivas y fundacionales.

Tal vez del cultivo peculiar de su piedad, ternura e infancia espiritual (mantenidas en medio de ocupaciones materiales, administrativas y de gobierno), es de donde brotaron algunos fragmentos de leyenda en los que se trataba de expresar, simbólicamente, su vida en el amor y servicio. Llamamos fragmentos de leyendas piadosas a relatos como éstos: que en la noche de la fiesta de la Asunción la Virgen María colocaba en los brazos de Inés al Niño Jesús, para que lo estrechara contra su corazón; que en ciertas fiestas de especial devoción, la habitación de la santa se encontraba adornada de flores desconocidas; y que en numerosas ocasiones, cuando oraba en el huerto, con deseo ardiente de comunión, un ángel acudía a ella con la sagrada forma...

Por naturaleza y gracia, Inés poseía entrañas de amor tierno, compasivo y misericordioso, y por ese camino fue adquiriendo la fama que acabaría aureolándola de santidad. La pena es que, en las narraciones hagiográficas de la santa (para no rebajar su brillo), no se detuvieron los comentaristas a contarnos el sufrimiento que conllevaría en Inés su servicio a la comunidad y en la comunidad, las divergencias e incomprensiones entre las que habría de mostrar su buen sentido, las incertidumbres y momentos de crisis que harían acto de presencia en su espíritu.

En 1306 se terminaron las obras de un nuevo monasterio en Montepulciano, y por aclamación popular se pidió que la abadesa fuera Inés. El monasterio tenía por título Santa María Novella.

Como responsable de la casa en los primeros años, sor Inés, la superiora, tuvo que ocuparse intensamente de los negocios del monasterio —tanto espirituales como materiales— y se relacionó con alguna frecuencia con la Curia Romana, sobre todo, con el legado del papa, pues el papa residía en Aviñón.

Monja Dominica, Priora
El Beato Raimundo de Capua es quien nos informa de que, transcurridos unos años, la comunidad de Santa María Novella se adhirió a las Constituciones de las religiosas o monjas dominicas, poniéndose «plena y totalmente» bajo la dirección de los frailes predicadores. A partir de ese hecho, el tratamiento que anteriormente se daba a la superiora, llamándola abadesa, se cambió por el de priora.

Pero no fue el cambio de nombre lo que caracterizó a sor Inés en Montepulciano, sino su crecimiento interior constante en santidad, su fama externa de conciliadora y sanadora y su prestigio ante sus propios conciudadanos.

En su camino de perfección, los guijarros de sufrimientos corporales acudieron a mortificada con dureza, al menos, desde 1304, y ya no la abandonaron hasta su muerte. No sabemos apreciar si el origen de sus dolencias fueron una úlcera de estómago o persistentes infecciones intestinales. Pero llamó la atención el grado de conformidad, paciencia y alegría con que sobrellevaba todo, sin deterioros espirituales. Ahí estaba el rostro verdadero de la santidad.

En cuanto a su ejercicio de caridad, servicio y vida de oración, todo se fue elevando a superiores grados de amor. Se distanció de su primera infancia espiritual, de principiante, y, sin variar el lienzo de su historia única, personal, sus gestos de virtud heroica la hicieron sumamente atractiva a los ojos de los fieles que la trataban. Dicen que en ella hubo una espectacular acción de los carismas y dones del Espíritu.

Así, junto a la encantadora delicadeza y ternura de su trato humano, y de sus coloquios místicos en prolongada oración, aparecieron las maravillas de su capacidad de animación a los abatidos, de fortaleza a los sufrientes, de sanación a enfermos, de compañía en la soledad...

En esas condiciones, no es nada extraño que, con el prestigio derivado de la virtud, sor Inés se erigiera en autoridad que mantenía el espíritu de sus conciudadanos en situaciones difíciles. Fenómeno típico de las almas grandes a las que no se resisten, con frecuencia, ni los enemigos de la concordia y paz, porque aquéllas buscan el bien y las personas, no sus intereses.

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