lunes, 20 de abril de 2020

Médico, pero también enfermo con asma, confinado por coronavirus, habla de su fe ante la enfermedad

Suso Lasso, de 46 años, es un veterano médico internista en el hospital Miguel Servet de Zaragoza. También es padre de siete hijos. Ahora está viendo la crisis del coronavirus desde otro punto de vista: no  el del médico, sino el del enfermo.

Se ha contagiado de Covid-19 y ha estado 18 días en su casa confinado. Lleva ahora 10 más ingresado: debido a su asma crónica, la situación se ha agravado.

Explica que él se mantiene muy fuerte en la fe, igual que su esposa. Es feligrés en la parroquia de San Vicente Mártir. En una noche que no podía dormir escribió una serie de ideas que le venían a la cabeza. Javier García, capellán del Hospital Royo Villanova, le pidió permiso para compartirlo y le dijo que sí.

En segundo de BUP vino un psicólogo al instituto Goya a decirme que tenía poca «razón» (coeficiente intelectual tirando a bajo), pero muchísima «intuición» (?), dándome amablemente una serie de consejos, que incluían el desistir de hacer el COU y por supuesto olvidarme de la Universidad.

Yo, haciendo uso de aquella intuición con la que me había bendecido mi psicólogo, no seguí sus consejos.

Esta leve contrariedad de bachiller se disipó cuando leí al genial filósofo francés Henri Bergson, que afirma y argumenta que «la intuición es un método superior a la razón para llegar al conocimiento de la verdad».

Me encuentro ingresado como paciente COVID en el hospital donde trabajo, donde mis compañeros están sudando sangre para sacarme adelante, y es verdad que, tras unos días inciertos, empiezo a encontrarme mejor. Eso sí, la poca razón que me quedaba se la ha comido el virus.

Menos mal que la intuición permanece, incluso más afilada, quizás por efecto de los corticoides.

Esa intuición que me hace recordar a diario lo difícil que es vivir pero lo fácil que es morirse.

Esa intuición que me pregunta con descaro porqué yo estoy evolucionando bien mientras otros tantos infectados, muchísimos, no correrán la misma suerte.

Esa intuición que, en un intento de consolarme ante la sinrazón de la absurda muerte, me susurra al oído, a todas horas, aquella frase que tanto había escuchado y tanto me anima de que «sólo la belleza salvará al mundo».

La belleza de consolar a los enfermos, y acompañar y animar y volver a consolar a las familias de las víctimas.

La belleza de tener un espíritu agradecido con toda la gente que se está dejando la vida en esta pandemia. Yo nunca tendré palabras que hagan justicia a la labor de todo el personal de mi hospital.

La belleza de querer recuperar los abrazos no dados cuando entonces era el momento de hacerlo.

La belleza, sí, también la belleza, de comprender a nuestros dirigentes, incluso animarlos, pues nunca se habían visto en otra igual.

La belleza de dar razón, el que pueda, de cual es nuestra esperanza.

En este tiempo concreto, de la cincuentena de Pascua de 2020, en la era COVID-19, la intuición y la belleza me conducen a conocer la Verdad (aunque la razón no lo tenga siempre tan claro). La verdad de que no nos morimos. La verdad de que Dios nos ama, tal y como somos, da igual lo que hayamos hecho, porque Él no puede amar de otra forma.

¡Verdaderamente ha resucitado!

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