DISCURSO DEL SANTO PADRE
Santuario del Beato Nicolás Bunkerd Kitbamrung, Sampran
Agradezco a Su Eminencia, el Cardenal Francis Xavier Kriengsak Kovithavanij, sus amables palabras de introducción y bienvenida. Estoy feliz de poder estar con ustedes y compartir, aunque sea de manera breve, las alegrías y esperanzas, sus iniciativas y sueños, y también los desafíos que enfrentan como pastores del santo pueblo fiel de Dios. Gracias por vuestra fraternal bienvenida.
Nuestro encuentro de hoy tiene lugar en el Santuario del Beato Nicolás Bunkerd Kitbamrung, que dedicó su vida a la evangelización y la catequesis, formando discípulos del Señor, principalmente aquí en Tailandia, también en parte de Vietnam y a lo largo de la frontera con Laos, y coronó su testimonio de Cristo con el martirio. Pongamos este encuentro bajo su mirada para que su ejemplo impulse en nosotros un gran celo por la evangelización en todas las Iglesias locales de Asia y podamos ser, cada vez más, discípulos misioneros del Señor; así su Buena Noticia pueda ser derramada como bálsamo y perfume en este bello y gran continente.
Sé que está planificando para el 2020 la Asamblea General de la Federación de Conferencias de los Obispos de Asia, en el cincuentenario de su fundación. Una buena ocasión para volver a visitar estos “santuarios” donde se custodian las raíces misioneras que marcaron estas tierras y dejarse impulsar por el Espíritu Santo desde las huellas del primer amor, lo cual permitirá abrirse con coraje, con parresia a un futuro que deben gestar, crear, a fin de que tanto la Iglesia como la sociedad en Asia se beneficien de un impulso evangélico compartido y renovado. Enamorados de Cristo, capaces de enamorar y compartir ese mismo amor.
Ustedes viven en medio de un continente multicultural y multirreligioso, de gran belleza, prosperidad, pero probado al mismo tiempo por una pobreza y explotación extendida a varios niveles. Los rápidos avances tecnológicos pueden abrir inmensas posibilidades que faciliten la vida, pero pueden dar lugar a un creciente consumismo y materialismo, especialmente entre los jóvenes. Ustedes cargan sobre sus hombros las preocupaciones de sus pueblos, al ver el flagelo de las drogas y el tráfico de personas, la necesidad de atender un gran número de migrantes y refugiados, las malas condiciones de trabajo, la explotación laboral experimentada por muchos, así como la desigualdad económica y social que existe entre los ricos y pobres.
En medio de estas tensiones está el pastor luchando e intercediendo con su pueblo y por su pueblo; por eso creo que la memoria de los primeros misioneros que nos precedieron con coraje, con alegría y con una resistencia única, permitirá medir y evaluar nuestro presente y nuestra misión desde una perspectiva mucho más amplia, mucho más transformadora. Esta memoria nos libra, en primer lugar, de creer que los tiempos pasados fueron siempre más favorables o mejores para el anuncio, y nos ayuda a no refugiarnos en pensamientos y discusiones estériles que terminan por centrarnos y encerrarnos en nosotros mismos, paralizando todo tipo de acción. «Aprendamos de los santos que nos han precedido y enfrentaron las dificultades propias de su época» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 263), y permitamos ser despojados de todo aquello que se nos “pegó” durante el camino, y que vuelve más pesado todo el andar. Somos conscientes de que hay estructuras y mentalidades eclesiales que pueden llegar a condicionar negativamente un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga; porque en definitiva sin vida nueva y espíritu evangélico, sin “fidelidad de la Iglesia a la propia vocación”, cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo (cf. ibíd., 26), y puede dificultar a nuestro corazón el importante ministerio de la oración y la intercesión. Esto nos puede ayudar, a veces, a movernos ante los entusiasmos indiscretos de metodologías con éxito aparente pero con poca vida.
Mirando el camino misionero en estas tierras, una de las primeras enseñanzas recibidas nace de la confianza en saber que es precisamente el Espíritu Santo el primero en adelantarse y convocar: El Espíritu Santo “primerea” a la Iglesia invitándola a alcanzar todos esos puntos nodales, donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de nuestras ciudades y culturas (cf. ibíd., 74). No olvidemos que el Espíritu Santo llega antes que el misionero y permanece con él. El impulso del Espíritu Santo sostuvo y motivó a los Apóstoles y a tantos misioneros a no descartar ninguna tierra, pueblo, cultura o situación. No buscaron un terreno con “garantías de éxito”; al contrario, su “garantía” residía en la certeza que ninguna persona y cultura estaba de antemano incapacitada para recibir la semilla de vida, de felicidad y especialmente de la amistad que el Señor le quiere regalar. No esperaron que una cultura fuera afín o sintonizara fácilmente con el Evangelio; por el contrario, se zambulleron en esas realidades nuevas, convencidos de la belleza de la que eran portadores. Toda vida vale a los ojos del Maestro. Ellos eran audaces, valientes, porque sabían principalmente que el Evangelio es un don para ser derramado en todos y para todos: derramado a toda la gente, a los doctores de la ley, pecadores, publicanos, prostitutas, todos los pecadores de ayer como los de hoy. Me gusta señalar que la misión, antes que las actividades para realizar o proyectos para implementar, requiere una mirada y un olfato a cultivar; requiere una preocupación paternal y maternal porque la oveja se pierde cuando el pastor la da por perdida, nunca antes. Hace tres meses me visitó un misionero francés, que trabaja desde hace casi cuarenta años en el norte de Tailandia, entre las tribus, y vino con un grupo de unas 20/25 personas. Todos padres y madres de familia, jóvenes, 25 años, no más, a los cuales él había bautizado, primera generación, y ahora bautizaba a sus hijos. Uno puede pensar: perdiste la vida con 50 personas, con 100 personas. Esa fue su semilla, y Dios lo consuela haciéndole bautizar a los hijos de quienes él bautizó por primera vez. Simplemente esos tribales del norte de Tailandia los vivió como riqueza para evangelizar. No dio por perdida esa oveja, la asumió.
Uno de los puntos más hermosos de la evangelización es hacernos cargo de que la misión confiada a la Iglesia no reside sólo en la proclamación del Evangelio, sino también en aprender a creerle al Evangelio. Cuantos hay que proclaman, proclamamos, a veces, en momentos de tentación, el Evangelio y no le creemos al Evangelio. Aprender a creerle al Evangelio, a dejarse tomar y transformar por él. Consiste en vivir y en caminar a la luz de la Palabra que tenemos que proclamar. Nos hará bien recordar al gran Pablo VI: «Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma. Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 15). Así la Iglesia entra en la dinámica discipular de conversión-anuncio, purificada por su Señor, se transforma en testigo por vocación. Una Iglesia en camino, sin miedo a bajar a la calle y confrontarse con la vida misma de las personas que le fueron confiadas, es capaz de abrirse humildemente al Señor y con el Señor vivir el asombro, el estupor, de la aventura misionera, sin esa necesidad consciente o inconsciente de querer aparecer ella en primer lugar, ocupando o pretendiendo vaya a saber qué lugar de preeminencia. ¡Cuánto debemos aprender de ustedes, que en tantos de vuestros países o regiones son minorías, y a veces minorías ignoradas, obstaculizadas o perseguidas, y no por eso se dejan llevar o contaminar por el síndrome de inferioridad o la queja de no sentirse reconocidos! Van adelante, anuncian, siembran, rezan y esperan. Y no pierden la alegría.
Hermanos: «Unidos a Jesús, busquemos lo que Él busca, amemos lo que Él ama» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 267), y no tengamos miedo de hacer de sus prioridades nuestras prioridades. Ustedes saben muy bien lo que es una Iglesia pequeña en personas y en recursos, pero ardiente y con ganas de ser instrumento vivo del compromiso del Señor con todas las personas de vuestros pueblos y ciudades (cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1). Vuestro compromiso por llevar adelante esa fecundidad evangélica anunciando el kerygma con obras y con palabras en los diferentes ámbitos donde los cristianos se encuentran, es un testimonio contundente.
Una Iglesia misionera sabe que su mejor palabra es dejarse transformar por la Palabra que da Vida, haciendo del servicio su nota definitiva. No somos nosotros quienes disponemos de la misión, y menos nuestras estrategias. Es el Espíritu el verdadero protagonista que a nosotros, pecadores perdonados, nos impulsa y nos envía continuamente a compartir este tesoro en vasijas de barro (cf. 2 Co 4,7); transformados por el Espíritu para transformar cada rincón donde nos toque estar. El martirio de la entrega cotidiana y tantas veces silenciosa dará los frutos que vuestros pueblos necesitan.
Esta realidad nos impulsa a desarrollar una espiritualidad muy particular. El pastor es una persona que, en primer lugar, ama entrañablemente a su pueblo, conoce su idiosincrasia, conoce sus debilidades y fortalezas. La misión es ciertamente amor por Jesucristo, pero al mismo tiempo es una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo ese amor que nos devuelve la dignidad y nos sostiene, y precisamente allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268).
Recordemos que nosotros también somos parte de este pueblo; no somos los patrones, somos parte del pueblo; fuimos elegidos como servidores, no como dueños o amos y esto significa que debemos acompañar a quienes servimos con paciencia, con amabilidad, escuchándolos, respetando su dignidad, impulsando y valorando siempre sus iniciativas apostólicas. No perdamos de vista que muchas de vuestras tierras fueron evangelizadas por laicos. No clericalicemos la misión, por favor. Y mucho menos clericalicemos los laicos. Esos laicos tuvieron la posibilidad de hablar el dialecto de su gente, ejercicio simple y directo de inculturación no teórica ni ideológica, sino fruto del ardor por compartir a Cristo. El santo Pueblo fiel de Dios posee la unción del Santo que estamos llamados a reconocer, a valorar y expandir. No perdamos esta gracia de ver a Dios actuando en medio de su pueblo, como lo hizo antes, lo hace ahora y lo seguirá haciendo. Me viene una imagen, que no estaba en el programa pero…: el pequeño Samuel que se despertaba de noche. Dios respetó al viejo sacerdote, débil de carácter, le dejaba hacer, pero no le habló. Le habló a un muchacho, a uno del pueblo.
De manera particular los invito a que tengan siempre abierta la puerta para sus sacerdotes. La puerta y el corazón. No olvidemos que el prójimo más prójimo del obispo es el sacerdote. Estén cerca de ellos, escúchenlos, busquen acompañarlos en todas las situaciones que ellos enfrenten, especialmente cuando los vean desanimados o apáticos, que es la peor de las tentaciones del demonio. La apatía, el desánimo. Y esto háganlo no como jueces, sino como padres, no como gerentes que se sirven de ellos, sino como auténticos hermanos mayores. Creen un clima donde exista la confianza para un diálogo sincero, un diálogo abierto, buscando y pidiendo la gracia de tener la misma paciencia que el Señor tiene con cada uno de nosotros, ¡y que es tanta, que es tanta!
Queridos hermanos: Sé que son múltiples los interrogantes que deben enfrentar en el seno de sus comunidades, tanto a diario como pensando en el porvenir. Nunca perdamos de vista que en ese futuro, tantas veces incierto como cuestionador, es precisamente el Señor mismo quien viene con la fuerza de la Resurrección transformando cada llaga, cada herida, en fuente de vida. Miremos el mañana con la certeza de que no estamos solos, de que no caminamos solos, de que no vamos solos, Él nos espera ahí invitándonos a reconocerlo principalmente en el partir el pan.
Supliquemos la intercesión del beato Nicolás y de tantos santos misioneros, para que nuestros pueblos sean renovados con esa misma unción.
Puesto que están hoy aquí numerosos Obispos de Asia, aprovecho la ocasión para extender la bendición y mi cariño a todas vuestras comunidades y, de modo especial, a los enfermos y a todos aquellos que estén pasando por momentos de dificultad. Que el Señor los bendiga, cuide y los acompañe siempre. Y a ustedes, que los lleve de su mano; y ustedes déjense llevar de la mano del Señor, no busquen otras manos.
Y, por favor, no se olviden de rezar y hacer rezar por mí, porque todo lo que les dije a ustedes me lo tengo que decir a mí mismo también.
Muchas gracias.