jueves, 21 de noviembre de 2019

VIAJE APOSTÓLICO,SANTA MISA,HOMILÍA DEL SANTO PADRE


Estadio Nacional, Bangkok

«¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mt 12,48).

Con esta pregunta, Jesús desafió a toda aquella multitud que lo escuchaba a preguntarse por algo que puede parecer tan obvio como seguro: ¿quiénes son los miembros de nuestra familia, aquellos que nos pertenecen y a quienes pertenecemos? Dejando que la pregunta hiciera eco en ellos de forma clara y novedosa responde: «Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50). De esta manera rompe no sólo los determinismos religiosos y legales de la época, sino también todas las pretensiones excesivas de quienes podrían creerse con derechos o preferencias sobre él. El Evangelio es una invitación y un derecho gratuito para todos aquellos que quieren escuchar.

Es sorprendente notar cómo el Evangelio está tejido de preguntas que buscan inquietar, despertar e invitar a los discípulos a ponerse en camino, para que descubran esa verdad capaz de dar y generar vida; preguntas que buscan abrir el corazón y el horizonte al encuentro de una novedad mucho más hermosa de lo que pueden imaginar. Las preguntas del Maestro siempre quieren renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad con una alegría sin igual (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).

Así les pasó a los primeros misioneros que se pusieron en camino y llegaron a estas tierras; escuchando la palabra del Señor, buscando responder a sus preguntas, pudieron ver que pertenecían a una familia mucho más grande que aquella que se genera por los lazos de sangre, de cultura, de región o de pertenencia a un determinado grupo. Impulsados por la fuerza del Espíritu, y cargados sus bolsos con la esperanza que nace de la buena noticia del Evangelio, se pusieron en camino para encontrar a los miembros de esa familia suya que todavía no conocían. Salieron a buscar sus rostros. Era necesario abrir el corazón a una nueva medida, capaz de superar todos los adjetivos que siempre dividen, para descubrir a tantas madres y hermanos thai que faltaban en su mesa dominical. No sólo por todo lo que podían ofrecerles sino también por todo lo que necesitaban de ellos para crecer en la fe y en la comprensión de las Escrituras (cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 8).

Sin ese encuentro, al cristianismo le hubiese faltado vuestro rostro; le hubiesen faltado los cantos, los bailes, que configuran la sonrisa thai tan particular en estas tierras. Así vislumbraron mejor el designio amoroso del Padre, que es mucho más grande que todos nuestros cálculos y previsiones, y que no puede reducirse a un puñado de personas o a un determinado contexto cultural. El discípulo misionero no es un mercenario de la fe ni un generador de prosélitos, sino un mendicante que reconoce que le faltan sus hermanos, hermanas y madres, con quienes celebrar y festejar el don irrevocable de la reconciliación que Jesús nos regala a todos: el banquete está preparado, salgan a buscar a todos los que encuentren por el camino (cf. Mt 22,4.9). Este envío es fuente de alegría, gratitud y felicidad plena, porque «le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 8).

Han pasado 350 años de la creación del Vicariato Apostólico de Siam (1669-2019), signo del abrazo familiar producido en estas tierras. Tan sólo dos misioneros fueron capaces de animarse a sembrar las semillas que, desde hace tanto tiempo, vienen creciendo y floreciendo en una variedad de iniciativas apostólicas, que han contribuido a la vida de la nación. Este aniversario no significa nostalgia del pasado sino fuego esperanzador para que, en el presente, también nosotros podamos responder con la misma determinación, fortaleza y confianza. Es memoria festiva y agradecida que nos ayuda a salir alegremente a compartir la vida nueva, que viene del Evangelio, con todos los miembros de nuestra familia que aún no conocemos.

Todos somos discípulos misioneros cuando nos animamos a ser parte viva de la familia del Señor y lo hacemos compartiendo como él lo hizo: no tuvo miedo de sentarse a la mesa de los pecadores, para asegurarles que en la mesa del Padre y de la creación había también un lugar reservado para ellos; tocó a los que se consideraban impuros y, dejándose tocar por ellos, les ayudó a comprender la cercanía de Dios, es más, a comprender que ellos eran los bienaventurados (cf. S. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Asia, 11).

Pienso especialmente en esos niños, niñas y mujeres, expuestos a la prostitución y a la trata, desfigurados en su dignidad más auténtica; pienso en esos jóvenes esclavos de la droga y el sin sentido que termina por nublar su mirada y cauterizar sus sueños; pienso en los migrantes despojados de su hogar y familias, así como tantos otros que, como ellos, pueden sentirse olvidados, huérfanos, abandonados, «sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de la vida» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49). Pienso en pescadores explotados, en mendigos ignorados.

Ellos son parte de nuestra familia, son nuestras madres y nuestros hermanos, no le privemos a nuestras comunidades de sus rostros, de sus llagas, de sus sonrisas y de sus vidas; y no les privemos a sus llagas y a sus heridas de la unción misericordiosa del amor de Dios. El discípulo misionero sabe que la evangelización no es sumar membresías ni aparecer poderosos, sino abrir puertas para vivir y compartir el abrazo misericordioso y sanador de Dios Padre que nos hace familia.

Querida comunidad tailandesa: Sigamos en camino, tras las huellas de los primeros misioneros, para encontrar, descubrir y reconocer alegremente todos esos rostros de madres, padres y hermanos, que el Señor nos quiere regalar y le faltan a nuestro banquete dominical.

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