martes, 4 de junio de 2019

El niño de la calle que conoció a Dios a través de una enfermedad degenerativa, camino a los altares

El Papa Francisco ha declarado “Siervo de Dios” a Darwin Ramos, un niño de la calle filipino que falleció en 2012 debido a una grave enfermedad degenerativa. Recogido por una organización caritativa dirigida por un sacerdote francés, este niño descubrió la fe católica recibiendo los sacramentos según avanzaba su enfermedad. La intimidad tan profunda que llegó a alcanzar con Cristo y cómo convirtió su sufrimiento en una “misión” dejó a todos perplejos. Ahora la diócesis de Cubao ha recibido el visto bueno para iniciar el proceso de beatificación de este niño.

Según informa Asia News, el cardenal Angelo Becciu, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, firmó el Nihil Obstat para dar inicio a la causa. Según fue establecido, la investigación para la canonización de Ramos en el Tribunal diocesano de Cubao será llevada adelante por el postulador, un dominico francés, el padre Thomas de Gabory.

"Es un ejemplo de santidad"

El obispo local, Monseñor Honesto Ongtioco, inició el proceso tras la petición de la Asociación Amigos de Darwin Ramos. “El Vaticano nos ha dado luz verde para investigar en mayor profundidad su vida, cómo vivió su fe y cómo dio testimonio de Jesús, de quien estaba muy cerca”, declaró el prelado a CBCPNews.

Además, agregó que “Darwin es un ejemplo de santidad. Siendo un niño de la calle, afectado por la miopatía, estuvo estrechamente unido a Cristo en su sufrimiento y en su alegría”.
Darwin Ramos nació el 17 de diciembre de 1994 en Pasay City. Transcurrió sus primeros años en un barrio humilde de Villanueva Street. Para ayudar a su familia, Darwin trabaja recogiendo residuos en la calle junto a su hermana menor. Poco después aparecieron los síntomas iniciales de un cuadro que luego será diagnosticado como distrofia muscular de Duchenne. Los músculos de Darwin se iban debilitando rápidamente. Mientras tanto, su padre lo dejaba en una estación pedir limosna a los transeúntes.

En julio de 2006, un grupo de educadores de la Fundación ANAK-TNK (Tulay ng Kabataan) tras encontrarse con Darwin varios días seguidos lo ingresaron en uno de los centros gestionados por la organización, fundada en 1998 para ayudar a los niños más pobres de Manila.

Descubrir a Dios en la enfermedad

La fundación es dirigida en estos momentos por un sacerdote francés, el padre Matthieu Dauchez, y se ocupa de la atención de 280 niños de la calle, en 17 centros: asiste a 50 niños con necesidades especiales en un centro especialmente equipado; lleva adelante programas en el territorio, ayudando a 800 niños que revisan la basura y a otros 1.300 que viven en barrios pobres.

Tras descubrir la fe católica, Darwin recibió el bautismo el 23 de diciembre de 2006; la comunión y la confirmación, el 22 de diciembre del año siguiente. Con el paso de los años sus condiciones físicas se fueron agravando progresivamente.

En medio del sufrimiento, el muchacho entabló una profunda relación personal con Cristo, a quien le ofreció sus dolores. Darwin no se quejó: cuando hablaba de su enfermedad, no se refería a ella como a una miopatía, sino que la llamaba su “misión”.

"Estoy combatiendo contra el diablo"

El 16 de septiembre de 2012 comenzó lo que sus seres queridos definen como “la semana de la Pasión” de Darwin. Sus condiciones se agravaron repentinamente: el joven sintió dolor al respirar, y fue trasladado al hospital.

En esos momentos de gran sufrimiento, continuó teniendo una actitud cordial, dando gracias a todos por los servicios con que le asisten. El 20 de septiembre, Darwin vivió una batalla espiritual: “Estoy combatiendo contra el diablo”, declaró. Al día siguiente, Darwin parecía estar tranquilo y sonriente.

Agradeció a todos haberse ocupado de él, manifestó su alegría por poder reunirse pronto con el Señor, y escribió: “Inmensas gracias” y “Estoy muy feliz”. En las 24 horas posteriores, Darwin se recogió en un largo silencio, pero consciente. El Siervo de Dios murió en el Philippine Children's Medical Center (PCMC) de Quezón City el domingo 23 de septiembre de 2012.

lunes, 3 de junio de 2019

LA MESA, LUGAR DE FRATERNIDAD


Por Martin Gelabert 

Jesús nos dejó una oración, que podemos considerar identitaria de nuestro ser cristiano. Es la oración del Padrenuestro. En esta oración, entre otras cosas, pedimos al Padre que nos dé hoy el pan de cada día. Una posible interpretación o, al menos, una consecuencia de esta petición podría formularse así: reúnenos hoy, y cada día, en torno a tu mesa. La mesa compartida se convertiría así en signo del banquete del reino de los cielos. En efecto, cualquier petición hecha sinceramente a Dios, es antes una toma de conciencia de lo mucho que necesitamos de Dios y de su acción en nosotros. Pedir, por tanto, que Dios nos reúna en torno a la mesa para compartir el pan, el alimento diario, es tener conciencia de que es Dios quién nos convoca y nos regala el pan necesario para nuestro cuerpo.

Si pedimos que Dios nos reúna en torno a la mesa es porque la comida es fundamentalmente un acto comunitario. Desde siempre, en todas las culturas y civilizaciones, las familias se han reunido para compartir el alimento. Esta realidad tan humana y tan natural, el cristiano la interpreta como venida de Dios: Dios quiere que nos reunamos para comer juntos y, por eso, nos impulsa a ello. Lo más necesario para la vida humana (como es el comer) no es un acto solitario, porque los seres humanos estamos hechos para convivir, y encontramos nuestra identidad en la relación con el otro. El otro nos identifica. Reunirse en torno a la mesa, además o quizás por ser un acto natural, es también un acto divino.

Como es un acto divino se vive en la fraternidad. En torno a la mesa se reúnen los hermanos. No nos sentamos a la mesa con cualquiera. Compartir mesa es compartir fraternidad. Por eso, invitar a alguien a la mesa de uno es un signo de cercanía, confianza, solidaridad y amistad. En mi mesa no se sienta cualquiera. Ahora bien, este acto tan normal y tan humano de comer con los amigos encuentra, desde el punto de vista de la fe cristiana, una prolongación decisiva. Porque el cristiano sabe que la fraternidad tiene un alcance universal. Todos somos hijos del mismo Padre y, por eso, formamos una sola familia humana. De ahí que, en la mesa a la que el Padre nos convoca cabemos todos. Si alguno se queda sin comer, si alguno no puede sentarse a la mesa, algo falla, no se cumple la voluntad del Padre

domingo, 2 de junio de 2019

ENCUENTRO CON LA COMUNIDAD GITANA, SALUDO DEL SANTO PADRE

Barrio de Barbu Lautaru, Blaj

Queridos hermanos y hermanas: buenas tardes.

Me alegra encontraros y os doy las gracias por vuestra acogida. Tú, Don Ioan, no te equivocas en afirmar esa certeza tan evidente como a veces olvidada: en la Iglesia de Cristo hay un lugar para todos. Si no fuese así no sería la Iglesia de Cristo. La Iglesia es lugar de encuentro y tenemos necesidad de recordarlo no como un bello slogan, sino como parte del carnet de identidad de nuestro ser cristianos. Nos lo has recordado al poner como ejemplo al obispo mártir Ioan Suciu que supo plasmar con gestos concretos el deseo del Padre Dios de encontrarse con cada persona en la amistad y en el compartir. El Evangelio de la alegría se transmite en la alegría del encuentro y de saber que tenemos un Padre que nos ama. Mirados por él, entendemos cómo hemos de mirarnos entre nosotros. Con este espíritu he deseado estrechar vuestras manos, poner mis ojos en los vuestros, haceros entrar en el corazón, en la oración, con la confianza de entrar yo también en vuestra oración, en vuestro corazón.

Sin embargo, llevo un peso en el corazón. Es el peso de las discriminaciones, de las segregaciones y de los maltratos que han sufrido vuestras comunidades. La historia nos dice que también los cristianos, también los católicos, no son ajenos a tanto mal. Quisiera pedir perdón por esto. Pido perdón —en nombre de la Iglesia al Señor y a vosotros— por todo lo que a lo largo de la historia, os hemos discriminado, maltratado o mirado de forma equivocada, con la mirada de Caín y no con la de Abel, y no fuimos capaces de reconoceros, valoraros y defenderos en vuestra singularidad. A Caín no le importa su hermano. La indiferencia es la que alimenta los prejuicios y fomenta los rencores. ¡Cuántas veces juzgamos de modo temerario, con palabras que hieren, con actitudes que siembran odio y crean distancias! Cuando alguno viene postergado, la familia humana no camina. No somos en el fondo cristianos, ni siquiera humanos, si no sabemos ver a la persona antes que sus acciones, antes que nuestros juicios y prejuicios.  

Siempre, están Abel y Caín en la historia de la humanidad. Está la mano extendida y la mano que golpea. Está la apertura del encuentro y el cierre del enfrentamiento. Hay acogida y hay descarte. Está quien ve en el otro a un hermano y quien lo considera un obstáculo en su camino. Está la civilización del amor y está la del odio. Cada día hay que elegir entre Abel y Caín. Como ante una encrucijada, a menudo se pone ante nosotros una elección decisiva: recorrer la vía de la reconciliación o la de la venganza. Elijamos la vía de Jesús. Es una vía que comporta fatiga, pero es la vía que conduce a la paz; y pasa a través del perdón. No nos dejemos llevar por el odio que brota dentro de nosotros: nada de rencor. Porque ningún mal resuelve otro mal, ninguna venganza arregla una injusticia, ningún resentimiento es bueno para el corazón, ninguna clausura acerca.

Queridos hermanos y hermanas: Vosotros como pueblo tenéis un rol principal que tomar y no debéis tener miedo a compartir y ofrecer esas notas particulares que os constituyen y que señalan vuestro caminar, y de las que tenemos tanta necesidad: el valor de la vida y de la familia en sentido amplio —primos, tíos…—; la solidaridad, la hospitalidad, la ayuda, el apoyo y la defensa de los más débiles dentro de su comunidad; la valorización y el respeto a los ancianos —este es un gran valor que tenéis—; el sentido religioso de la vida, la espontaneidad y la alegría de vivir. No privéis a las sociedades donde os encontréis de estos dones y animaos también a recibir todo lo bueno que los demás os puedan brindar y aportar. Por eso os quiero invitar a caminar juntos, allí donde estéis en la construcción de un mundo más humano, superando los miedos y sospechas, dejando caer las barreras que nos separan de los demás, y favoreciendo la confianza recíproca en la paciente y siempre útil búsqueda de la fraternidad. Luchar para caminar juntos, «con dignidad: la dignidad de la familia, la dignidad del trabajo, la dignidad de ganarse el pan de cada día —sí, esto es lo que te hace avanzar— y la dignidad de la oración. Siempre mirando hacia adelante» (Encuentro de oración con el pueblo gitano, 9 mayo 2019).

Este encuentro es el último de mi visita en Rumanía. He venido a este país bello y acogedor, he venido como peregrino y hermano, para encontrar. Os he encontrado a vosotros, he encontrado a tanta gente, para construir un puente entre mi corazón y el vuestro. Y ahora regreso a casa, vuelvo enriquecido, llevando conmigo lugares y momentos, pero sobre todo llevando conmigo vuestros rostros. Vuestros rostros colorearán mis recuerdos y poblarán mi oración. Os doy las gracias os llevo conmigo. Y ahora os bendigo, pero antes os pido un gran favor: rezad por mí. Gracias.

[Padrenuestro en rumano]

Ahora os daré una bendición. Y quisiera bendecir toda vuestra familia, todos vuestros amigos, toda la gente que conocéis.

[Bendición]
Hasta pronto.

ENCUENTRO MARIANO CON LA JUVENTUD Y CON LAS FAMILIAS,DISCURSO DEL SANTO PADRE


Plaza del Palacio de la Cultura, Iasi

Queridos hermanos y hermanas, bună seara!
Aquí con vosotros se siente el calor de hogar, de estar en familia, rodeado de pequeños y grandes. Es fácil, viéndoos y escuchándoos, sentirse en casa. El Papa entre vosotros se siente en casa. Gracias por vuestra calurosa bienvenida y por los testimonios que nos regalaron. Mons. Petru, come buen y orgulloso padre de familia, os ha abrazado a todos con sus palabras, presentándoos y lo confirmaste tú, Eduard, cuando nos decías que este encuentro no quiere ser sólo ni de jóvenes, ni de adultos, ni de otros, sino que vosotros “habéis deseado que esta tarde estuvieran con nosotros nuestros padres y nuestros abuelos”.

Hoy es el día del niño en estas tierras. Quisiera que lo primero que hagamos sea rezar por ellos, pidámosle a la Virgen que los cubra con su manto. Jesús los puso en medio de sus apóstoles, también nosotros queremos ponerlos en el medio y reafirmar nuestro compromiso de querer amarlos con el mismo amor con que el Señor los ama comprometiéndonos a regalarles el derecho al futuro. Esta es una hermosa herencia: Dar a los niños el derecho al futuro. 

Me alegra saber que en esta plaza se encuentra el rostro de la familia de Dios que abraza a niños, jóvenes, matrimonios, consagrados, ancianos rumanos de distintas regiones y tradiciones, así como también de Moldavia, también aquellos que han venido de la otra orilla del río Prut, los fieles de las lenguas csángó, polaca y rusa. El Espíritu Santo nos convoca a todos y nos ayuda a descubrir la belleza de estar juntos, de poder encontrarnos para caminar juntos. Cada uno con su lengua y tradición, pero feliz de encontrarse entre hermanos. Con esa felicidad que compartían Elisabetta e Ioan —¡valientes estos dos!—, con sus 11 hijos, todos diferentes, que vinieron de lugares diferentes, pero «hoy están todos reunidos, así como hace un tiempo cada domingo por la mañana caminaban todos juntos hacia la Iglesia». La felicidad de los padres de ver a los hijos reunidos. Seguro que hoy en el cielo hay fiesta por ver a tantos hijos que se animaron a estar juntos.

Es la experiencia de un nuevo Pentecostés —como escuchamos en la lectura—. Donde el Espíritu abraza nuestras diferencias y nos da la fuerza para abrir caminos de esperanza sacando lo mejor de cada uno; el mismo camino que comenzaron los apóstoles hace dos mil años y en el que hoy nos toca a nosotros tomar el relevo y animarnos a sembrar. No podemos esperar que sean otros, nos toca a nosotros. ¡Nosotros somos responsables! ¡Nos toca a nosotros!

Es difícil caminar juntos, ¿verdad? Es un don que tenemos que pedir, una obra artesanal que estamos llamados a construir y un hermoso regalo a transmitir. Pero, ¿por dónde empezamos a caminar juntos?

Quisiera “robar” nuevamente las palabras a estos abuelos Elisabetta e Ioan. Es lindo ver cuando el amor echa raíces con entrega y compromiso, con trabajo y oración. El amor echó raíces en vosotros y dio mucho fruto. Y como dice Joel, cuando jóvenes y ancianos se encuentran, los abuelos no tienen miedo a soñar (cf. Jl 3,1). Y este fue su sueño: «soñamos que puedan construirse un futuro sin olvidar de dónde salieron. Soñamos que todo nuestro pueblo no olvidara sus raíces». Vosotros miráis el futuro y abrís el mañana para vuestros hijos, para vuestros nietos, para vuestro pueblo ofreciéndoles lo mejor que han aprendido durante vuestro camino: que no olvidéis de dónde partisteis. Vayáis a donde vayáis, hagáis lo que hagáis, no olvidéis las raíces. Es el mismo sueño, la misma recomendación que san Pablo hizo a Timoteo: mantener viva la fe de su madre y de su abuela (cf. 2 Tm 1,5-7). En la medida que vayas creciendo —en todos los sentidos: fuerte, grande e incluso logrando tener fama— no te olvides lo más hermoso y valioso que aprendiste en el hogar. Es la sabiduría que dan los años: cuando crezcas, no te olvides de tu madre y de tu abuela, y de esa fe sencilla pero robusta que las caracterizaba y que les daba fuerza y tesón para ir adelante y no desfallecer. Es una invitación a dar gracias y reivindicar la generosidad, valentía, desinterés de una fe “casera” que pasa desapercibida pero que va construyendo poco a poco el Reino de Dios.

Ciertamente, la fe que “no cotiza en bolsa” no vende y, como nos recordaba Eduard, puede parecer que «no sirve para nada». Pero la fe es un regalo que mantiene viva una certeza honda y hermosa: nuestra pertenencia de hijos e hijos amados de Dios. Dios ama con amor de Padre. Cada vida, cada uno de nosotros le pertenecemos. Es una pertenencia de hijos, pero también de nietos, esposos, abuelos, amigos, de vecinos; una pertenencia de hermanos. El maligno divide, desparrama, separa y enfrenta, siembra desconfianza. Quiere que vivamos “descolgados” de los demás y de nosotros mismos. El Espíritu, por el contrario, nos recuerda que no somos seres anónimos, abstractos, seres sin rostro, sin historia, sin identidad. No somos seres vacíos ni superficiales. Existe una red espiritual muy fuerte que nos une, “conecta” y sostiene, y que es más fuerte que cualquier otro tipo de conexión. Y esta red son las raíces: es el saber que nos pertenecemos los unos a los otros, que la vida de cada uno está anclada en la vida de los demás. «Los jóvenes florecen cuando se les ama verdaderamente», decía Eduard. Todos florecemos cuando nos sentimos amados. Porque el amor echa y nos invita a echar raíces en la vida de los demás. Como esas bellas palabras de vuestro poeta nacional que deseaba a su dulce Rumanía que «tus hijos vivan únicamente en fraternidad, como las estrellas de la noche» (M. Eminescu, Cosa ti auguro, dolce Romania). Eminescu era un gran hombre, se sentía maduro, había crecido, pero no sólo: se sentía hermano, y por esto quiso que la Rumanía, que todos los rumanos fueran hermanos “como las estrellas de la noche”. Nos pertenecemos los unos a los otros y la felicidad personal pasa por hacer felices a los demás. Todo lo demás es cuento.

Para caminar juntos allí donde estés, no te olvides de lo que aprendiste en el hogar. No olvides tus raíces.

Esto me hizo acordar la profecía de un santo eremita de estas tierras. Cuando un día el monje Galaction Ilie del Monastero Sihăstria caminando con las ovejas en la montaña, encontró a un santo eremita que conocía y le preguntó: Dime, padre, ¿cuándo será el fin del mundo? Y el venerable eremita, suspirando, desde su corazón le dijo: Padre Galaction, ¿sabes cuándo será el fin del mundo? Cuando no haya sendas del vecino al vecino. Es decir, cuando no habrá más amor cristiano y comprensión entre hermanos, parientes, cristianos y entre los pueblos. Cuando las personas no amen más, será verdaderamente el fin del mundo. Porque sin amor y sin Dios ningún hombre puede vivir en la tierra.

La vida comienza a apagarse y marchitarse, nuestro corazón deja de latir y se seca, los ancianos no soñarán y los jóvenes no profetizarán cuando no haya sendas del vecino al vecino… Porque sin amor y sin Dios ningún hombre puede vivir en la tierra.

Eduard nos decía que él como muchos otros de su país intenta vivir la fe en medio de numerosas provocaciones. Son muchas, pero muchas las provocaciones que nos pueden desanimar y encerrarnos en nosotros mismos. No podemos negarlo ni hacer como que no pasara nada. Dificultades existen y son evidentes. Pero eso no puede hacernos perder de vista que la fe nos regala la mayor de las provocaciones: Esa que, lejos de encerrarte o aislarte, hace brotar lo mejor de cada uno. El Señor es el primero en provocarnos y decirnos que lo peor viene cuando no haya sendas del vecino al vecino, cuando veamos más trincheras que caminos. El Señor es quién nos regala un canto más fuerte del de todas las sirenas que quieren paralizar nuestra marcha. Y lo hace de la misma forma: entonando un canto más hermoso y más encantador.

A todos el Señor nos regala una vocación que es una provocación para hacernos descubrir los talentos y capacidades que poseemos y las pongamos al servicio de los demás. Y nos pide que usemos nuestra libertad como libertad de elección, de decirle sí a un proyecto de amor, a un rostro, a una mirada. Esta es una libertad mucho más grande que poder consumir y comprar cosas. Una vocación que nos pone en movimiento, nos hace derribar trincheras y abrir caminos que nos recuerden esa pertenencia de hijos y hermanos.

En esta “capital histórica y cultural” del país se partía juntos —en la edad media— como Peregrinos por la Vía transilvana, hasta Santiago di Compostela. Hoy, aquí, viven muchos estudiantes de varias partes del mundo. Recuerdo un encuentro virtual que tuvimos en marzo, con Scholas Occurentes, donde me decían también que esta ciudad sería durante este año la capital nacional de la juventud. ¿Es verdad? ¿Es verdad que esta ciudad durante este año es la capital nacional de la juventud? [Los jóvenes responden: “Sí”]. ¡Vivan los jóvenes! Dos factores muy buenos: una ciudad que históricamente sabe abrir e iniciar procesos —como el camino de Santiago—; una ciudad que sabe albergar jóvenes provenientes de varias partes del mundo como ahora. Dos características que recuerdan el potencial y la alta misión que pueden desarrollar: abrir caminos para caminar juntos y llevar adelante ese sueño de los abuelos que es profecía: sin amor y sin Dios ningún hombre puede vivir en la tierra. De aquí pueden partir aún nuevas vías del futuro hacia Europa y hacia tantas otras partes del mundo. Jóvenes, vosotros sois peregrinos del siglo XXI capaces de una nueva imaginación de los lazos que nos unen.

Pero no se trata de generar grandes programas o proyectos sino de dejar crecer la fe, de dejar que las raíces nos transmitan la savia. Como os decía al inicio: la fe no se transmite sólo con palabras sino con gestos, miradas, caricias como la de nuestras madres, abuelas; con el sabor a las cosas que aprendimos en el hogar, de manera simple y auténtica. Allí donde exista mucho ruido, que sepamos escuchar; donde haya confusión, que inspiremos armonía; donde todo se revista de ambigüedad, que podamos aportar claridad; donde haya exclusión, que llevemos compartir; en el sensacionalismo, el mensaje y la noticia rápida, que cuidemos la integridad de los demás; en la agresividad, que prioricemos la paz; en la falsedad, que aportemos la verdad; que en todo, en todo privilegiemos abrir caminos para sentir esa pertenencia de hijos y hermanos (cf. Mensaje para la 52 jornada mundial de las comunicaciones sociales 2018). Estas últimas palabras que he dicho tienen la “música” de san Francisco de Asís. ¿Sabéis lo que aconsejaba a sus frailes para transmitir la fe? Les decía: “Id, predicad el Evangelio y, si fuera necesario, también con palabras”. [Aplauso] Este aplauso es para san Francisco de Asís.

Estoy concluyendo, me falta un párrafo, pero deseo contar una experiencia que he tenido cuando entraba en la plaza. Había una anciana, bastante mayor, abuela. En sus brazos tenía a su nieto, de unos dos meses, no más. Cuando he pasado me lo ha mostrado. Sonreía, y sonreía con una sonrisa cómplice, como diciéndome: “¡Mire, ahora yo puedo soñar!”. En ese momento me he emocionado y no he tenido el ánimo de ir y traerla aquí delante. Por esto, lo cuento. Los abuelos sueñan cuando los nietos progresan, y los nietos tienen empuje cuando asumen las raíces de los abuelos.

Rumanía es el “jardín de la Madre de Dios” y en este encuentro he podido darme cuenta por qué. Ella es la Madre que cultiva los sueños de los hijos, que custodia sus esperanzas, que lleva la alegría a la casa. Es la madre tierna y concreta, que nos cuida. Vosotros sois esa comunidad viva y floreciente llena de esperanza que podemos regalarle a la Madre. A ella, a la Madre, consagramos el futuro de los jóvenes, el futuro de las familias y de la Iglesia. Mulțumesc! [Gracias!]

sábado, 1 de junio de 2019

Ascensión del Señor (CICLO C)

Evangelio (Lc 24,46-53): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Así está escrito que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros seréis testigos de estas cosas. Mirad, voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto». 

Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, después de postrarse ante Él, se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios.
PALABRA DE DIOS

COMPARTIMOS

Hoy, Ascensión del Señor, recordamos nuevamente la “misión que” nos sigue confiada: «Vosotros seréis testigos de estas cosas» (Lc 24,48). La Palabra de Dios sigue siendo actualidad viva hoy: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo (...) y seréis mis testigos» (Hch 1,8) hasta los confines del mundo. La Palabra de Dios es exigencia de urgente actualidad: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).

En esta Solemnidad resuena con fuerza esa invitación de nuestro Maestro, que —revestido de nuestra humanidad— terminada su misión en este mundo, nos deja para sentarse a la diestra del Padre y enviarnos la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo. 

Pero yo no puedo sino preguntarme: —El Señor, ¿actúa a través de mí? ¿Cuáles son los signos que acompañan a mi testimonio? Algo me recuerda los versos del poeta: «No puedes esperar hasta que Dios llegue a ti y te diga: ‘Yo soy’. Un dios que declara su poder carece de sentido. Tienes que saber que Dios sopla a través de ti desde el comienzo, y si tu pecho arde y nada denota, entonces está Dios obrando en él».

Y éste debe ser nuestro signo: el fuego que arde dentro, el fuego que —como en el profeta Jeremías— no se puede contener: la Palabra viva de Dios. Y uno necesita decir: «¡Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría! Sube Dios entre aclamaciones, ¡salmodiad para nuestro Dios, salmodiad!» (Sal 47,2.6-7).

Su reinado se esta gestando en el corazón de los pueblos, en tu corazón, como una semilla que está ya a punto para la vida. —Canta, danza, para tu Señor. Y, si no sabes cómo hacerlo, pon la Palabra en tus labios hasta hacerla bajar al corazón: —Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, dame espíritu de sabiduría y revelación para conocerte. Ilumina los ojos de mi corazón para comprender la esperanza a la que me llamas, la riqueza de gloria que me tienes preparada y la grandeza de tu poder que has desplegado con la resurrección de Cristo.

SAGRADO CORAZÓN

Vengo en lágrimas deshecho
A pedirte, Cristo mío,
Que rompas mi duro pecho
Y colmes tú su vacío.

Vengo débil y maltrecho,
Harto ya de mi extravío,
Mas, si mi fuerza sospecho,
En tu Corazón confío.

Recordando en esta hora
Tu piedad y compasión
Por aquella pecadora,

Más allá de mi razón
Y mi conciencia deudora,
Confío en tu Corazón,

Puerta de todo perdón,
De amor, de fe y de esperanza,
Que dejó abierta la lanza.

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO A RUMANÍA

SANTA MISA, HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Catedral católica de San José, Bucarest

El Evangelio que acabamos de escuchar nos sumerge en el encuentro de dos mujeres que se abrazan y llenan todo de alegría y alabanza: salta de gozo el niño e Isabel bendice a su prima por su fe; María entona las maravillas que el Señor realizó en su humilde esclava con el gran canto de esperanza para aquellos que ya no pueden cantar porque han perdido la voz. Canto de esperanza que también nos quiere despertar e invitarnos a entonar hoy por medio de tres maravillosos elementos que nacen de la contemplación de la primera discípula: María camina, María encuentra, María se alegra.

María camina desde Nazaret a la casa de Zacarías e Isabel, es el primer viaje de María que nos narra la Escritura. El primero de muchos. Irá de Galilea a Belén, donde nacerá Jesús; huirá a Egipto para salvar al Niño de Herodes. Irá también todos los años a Jerusalén para la Pascua, hasta seguir a Jesús en el Calvario. Estos viajes tienen una característica: no fueron caminos fáciles, exigieron valor y paciencia. Nos muestran que la Virgen conoce las subidas, conoce nuestras subidas: ella es para nosotros hermana en el camino. Experta en la fatiga, sabe cómo darnos la mano en las asperezas, cuando nos encontramos ante los derroteros más abruptos de la vida. Como buena mujer y madre, María sabe que el amor se hace camino en las pequeñas cuestiones cotidianas. Amor e ingenio maternal capaz de transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286). Contemplar a María nos permite volver la mirada sobre tantas mujeres, madres y abuelas de estas tierras que, con sacrificio y discreción, abnegación y compromiso, labran el presente y tejen los sueños del mañana. Entrega silenciosa, recia y desapercibida que no tiene miedo a “remangarse” y cargarse las dificultades sobre los hombros para sacar adelante la vida de sus hijos y de toda la familia esperando «contra toda esperanza» (Rm 4,18). Es un recuerdo vivo el hecho que en vuestro pueblo existe y late un fuerte sentido de esperanza, más allá de todas las condiciones que puedan ofuscarla o la intentan apagar. Mirando a María y a tantos rostros maternales se experimenta y alimenta el espacio para la esperanza (cf. Documento de Aparecida, 536), que engendra y abre el futuro. Digámoslo con fuerza: En nuestro pueblo hay espacio para la esperanza. Por eso María camina y nos invita a caminar juntos.

María encuentra a Isabel (cf. Lc 1,39-56), ya entrada en años (v. 7). Pero es ella, la anciana, la que habla de futuro, la que profetiza: «llena de Espíritu Santo» (v. 41); la llama «bendita» porque «ha creído» (v. 45), anticipando la última bienaventuranza de los Evangelios: bienaventurado el que cree (cf. Jn 20,29). Así, la joven va al encuentro de la anciana buscando las raíces y la anciana profetiza y renace en la joven regalándole futuro. Así, jóvenes y ancianos se encuentran, se abrazan y son capaces de despertar cada uno lo mejor del otro. Es el milagro que surge de la cultura del encuentro donde nadie es descartado ni adjetivado; sino donde todos son buscados, porque son necesarios, para reflejar el Rostro del Señor. No tienen miedo de caminar juntos y, cuando esto sucede, Dios llega y realiza prodigios en su pueblo. Porque es el Espíritu Santo quien nos impulsa a salir de nosotros mismos, de nuestras cerrazones y particularismos para enseñarnos a mirar más allá de las apariencias y regalarnos la posibilidad de decir bien —“bendecirlos”— sobre los demás; especialmente sobre tantos hermanos nuestros que se quedaron a la intemperie privados quizás no sólo de un techo o un poco de pan, sino de la amistad y del calor de una comunidad que los abrace, cobije y reciba. Cultura del encuentro que nos impulsa a los cristianos a experimentar el milagro de la maternidad de la Iglesia que busca, defiende y une a sus hijos. En la Iglesia, cuando ritos diferentes se encuentran, cuando no se antepone la propia pertenencia, el grupo o la etnia a la que se pertenece, sino el Pueblo que unido sabe alabar a Dios, entonces acontecen grandes cosas. Digámoslo con fuerza: Bienaventurado el que cree (cf. Jn 20,29) y tiene el valor de crear encuentro y comunión.

María que camina y encuentra a Isabel nos recuerda dónde Dios ha querido morar y vivir, cuál es su santuario y en qué sitio podemos escuchar su palpitar: en medio de su Pueblo. Allí está, allí vive, allí nos espera. Escuchamos como dirigida a nosotros la invitación del Profeta a no temer, a no desfallecer. Porque el Señor, nuestro Dios está en medio de nosotros, es un salvador poderoso (cf. So 3,16-17), está en medio de su pueblo. Este es el secreto del cristiano: Dios está en medio de nosotros como un salvador poderoso. Esta certeza, como a María, nos permite cantar y exultar de alegría. María se alegra, se alegra porque es la portadora del Emmanuel, del Dios con nosotros. «Ser cristianos es gozo en el Espíritu Santo» (Exhort. ap. Gaudete et exhultate, 122). Sin alegría permanecemos paralizados, esclavos de nuestras tristezas. A menudo el problema de la fe no es tanto la falta de medios y de estructuras, de cantidad, tampoco la presencia de quien no nos acepta; el problema de la fe es la falta de alegría. La fe vacila cuando se cae en la tristeza y el desánimo. Cuando vivimos en la desconfianza, cerrados en nosotros mismos, contradecimos la fe, porque, en vez de sentirnos hijos por los que Dios ha hecho cosas grandes (cf. v. 49), empequeñecemos todo a la medida de nuestros problemas y nos olvidamos que no somos huérfanos; en la tristeza nos olvidamos que no somos huérfanos, que tenemos un Padre en medio de nosotros, salvador y poderoso. María viene en ayuda nuestra, porque más que empequeñecer, magnífica, es decir, “engrandece” al Señor, alaba su grandeza. Este es el secreto de la alegría. María, pequeña y humilde, comienza desde la grandeza de Dios y, a pesar de sus problemas —que no eran pocos— está con alegría, porque confía en el Señor en todo. Nos recuerda que Dios puede realizar siempre maravillas si permanecemos abiertos a él y a los hermanos. Pensemos en los grandes testigos de estas tierras: personas sencillas, que confiaron en Dios en medio de las persecuciones. No pusieron la confianza en el mundo, sino en el Señor, y así avanzaron. Deseo dar gracias a estos humildes vencedores, a estos santos de la puerta de al lado que nos marcan el camino. Sus lágrimas no fueron estériles, fueron oración que subió al cielo y regó la esperanza de este pueblo.

Queridos hermanos y hermanas: María camina, encuentra y se alegra porque llevó algo más grande que ella misma: fue portadora de una bendición. Como ella, tampoco nosotros tengamos miedo a ser los portadores de la bendición que Rumania necesita. Sed los promotores de una cultura del encuentro que desmienta la indiferencia, que desmienta la división y permita a esta tierra cantar con fuerza las misericordias del Señor.