lunes, 3 de junio de 2019

LA MESA, LUGAR DE FRATERNIDAD


Por Martin Gelabert 

Jesús nos dejó una oración, que podemos considerar identitaria de nuestro ser cristiano. Es la oración del Padrenuestro. En esta oración, entre otras cosas, pedimos al Padre que nos dé hoy el pan de cada día. Una posible interpretación o, al menos, una consecuencia de esta petición podría formularse así: reúnenos hoy, y cada día, en torno a tu mesa. La mesa compartida se convertiría así en signo del banquete del reino de los cielos. En efecto, cualquier petición hecha sinceramente a Dios, es antes una toma de conciencia de lo mucho que necesitamos de Dios y de su acción en nosotros. Pedir, por tanto, que Dios nos reúna en torno a la mesa para compartir el pan, el alimento diario, es tener conciencia de que es Dios quién nos convoca y nos regala el pan necesario para nuestro cuerpo.

Si pedimos que Dios nos reúna en torno a la mesa es porque la comida es fundamentalmente un acto comunitario. Desde siempre, en todas las culturas y civilizaciones, las familias se han reunido para compartir el alimento. Esta realidad tan humana y tan natural, el cristiano la interpreta como venida de Dios: Dios quiere que nos reunamos para comer juntos y, por eso, nos impulsa a ello. Lo más necesario para la vida humana (como es el comer) no es un acto solitario, porque los seres humanos estamos hechos para convivir, y encontramos nuestra identidad en la relación con el otro. El otro nos identifica. Reunirse en torno a la mesa, además o quizás por ser un acto natural, es también un acto divino.

Como es un acto divino se vive en la fraternidad. En torno a la mesa se reúnen los hermanos. No nos sentamos a la mesa con cualquiera. Compartir mesa es compartir fraternidad. Por eso, invitar a alguien a la mesa de uno es un signo de cercanía, confianza, solidaridad y amistad. En mi mesa no se sienta cualquiera. Ahora bien, este acto tan normal y tan humano de comer con los amigos encuentra, desde el punto de vista de la fe cristiana, una prolongación decisiva. Porque el cristiano sabe que la fraternidad tiene un alcance universal. Todos somos hijos del mismo Padre y, por eso, formamos una sola familia humana. De ahí que, en la mesa a la que el Padre nos convoca cabemos todos. Si alguno se queda sin comer, si alguno no puede sentarse a la mesa, algo falla, no se cumple la voluntad del Padre

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