sábado, 11 de octubre de 2025

Sábado de la XXVII Semana del Tiempo Ordinario

Primera Lectura

Lectura del libro del profeta Joel (4,12-21):

«Que se levanten las naciones y acudan al valle de Josafat; allí me sentaré a juzgar a las naciones vecinas. Empuñen las hoces, porque ya la mies está madura, vengan a pisar las uvas, porque ya está lleno el lagar, ya las cubas están rebosantes de sus maldades. ¡Multitudes y multitudes se reúnen en el valle del Juicio, porque está cerca el día del Señor! El sol y la luna se oscurecen, las estrellas retiran su resplandor. El Señor ruge desde Sión, desde Jerusalén levanta su voz; tiemblan los cielos y la tierra. Pero el Señor protege a su pueblo, auxilia a los hijos de Israel. Entonces sabrán que yo soy el Señor, su Dios, que habito en Sión, mi monte santo. Jerusalén será santa, y ya no pasarán por ella los extranjeros. Aquel día los montes destilarán vino y de las colinas manará leche. Los ríos de Judá irán llenos de agua y brotará un manantial del templo del Señor que regará el valle de las Acacias. Egipto se volverá un desierto y Edom una árida llanura, porque oprimieron a los hijos de Judá y derramaron sangre inocente en su país. En cambio, Judá estará habitada para siempre, y Jerusalén por todos los siglos. Vengaré su sangre, no quedarán impunes los que la derramaron, y yo, el Señor, habitaré en Sión».

Palabra de Dios


Salmo 96 R/. Alegraos, justos, con el Señor


Santo Evangelio según san Lucas (11,27-28):

En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a la multitud, una mujer del pueblo gritando, le dijo: «¡Dichosa la mujer que te llevó en su seno y cuyos pechos te amamantaron!»

Pero Jesús le respondió: «Dichosos todavía más los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica».

Palabra del Señor


Compartimos:

Es muy natural y muy humana la exclamación de aquella oyente de Jesús. Su palabra embelesadora pudo hacer surgir en algunas madres una santa envidia: “¡cómo me gustaría que mi hijo llegase a parecerse a este profeta!”.


Pero la relación de Jesús con sus parientes no fue idílica o libre de tensiones. Todo nos lleva a la convicción de que Jesús, llegado a la mayoría de edad, abandonó el hogar paterno y emprendió un género de vida extraño. No se buscó una buena esposa para llevarla a casa de sus padres, ni un empleo que le garantizase una vida digna. Por el contrario, emprendió un estilo de vida itinerante y lleno de riesgos, no con parientes sino con amigos, o potenciales colaboradores en su tarea profética de anunciar y visibilizar la llegada del Reino. Sin posesiones, ni familia de sangre, ni seguridad en su caminar cotidiano: “el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9,58).


Esto puede verse como un heroísmo, un acto de gran libertad, pero también como una vida sencillamente excéntrica. Es muy crudo el texto de Mc 3,21: “llegaron los suyos dispuestos a echarle mano, porque decían que no estaba en sus cabales”. Un cierto “pudor espiritual” llevó a Mateo y Lucas a omitir esta afirmación de Marcos; pero el texto de Jn 7,5, “sus parientes no creían en él”, nos cerciora respecto de esta realidad familiar.


En la tradición sinóptica, con diversos matices según cada evangelio, nos encontramos con María y los parientes de Jesús mandándole llamar “desde fuera”  (Mc 3,31 par). Y Jesús no se acerca a darles una respuesta personal o siquiera un saludo, sino que les envía un mensaje indirectamente, como por tercera persona; pareciera que él y ellos siguen caminos paralelos. Tal vez la historia de fondo sea la misma de Mc 3,21: no le ven muy “en sus cabales”, quizá desearían hacerle modificar la ruta, el estilo de vida…


Con este trasfondo, no es extraño que Jesús minusvalore el parentesco de la sangre, que de hecho no ha servido para hacer de su familia un grupo de creyentes entusiasmados por él. Jesús se aplicó, quizá más de una vez, el dicho de la incomprensión: un profeta carece de prestigio entre los suyos (Mc 6,4 par; Jn 4,44).


La pobre mujer que, en el evangelio de hoy, pretendió ensalzar a la madre de Jesús debió de quedarse a cuadros con la respuesta recibida. Pero también consolada por el nuevo “parentesco” de que el maestro le habló: ella podía tener una cercanía a Jesús superior a la de los familiares carnales. Fue la gran oferta para ella y lo sigue siendo para nosotros: si somos oyentes y acogedores de la Palabra, pertenecemos a la familia de Jesús más estrecha y dichosa. Y, por supuesto, el evangelista deja a María a buen recaudo, pues, capítulos atrás, la ha presentado ya como “la que guarda la Palabra y la medita en el corazón” (Lc 2,19).

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