sábado, 7 de diciembre de 2024

II Domingo de Adviento – Ciclo C, La Inmaculada Concepción de la Virgen María

Primera Lectura

Lectura del libro de Baruc (5,1-9):

Jerusalén, despójate de tu vestido de luto y aflicción que llevas,

y vístete las galas perpetuas de la gloria que Dios te concede.

Envuélvete en el manto de la justicia de Dios,

y ponte en la cabeza la diadema de la gloria del Eterno,

porque Dios mostrará tu esplendor

a cuantos habitan bajo el cielo.

Dios te dará un nombre para siempre:

«Paz en la justicia» y «Gloria en la piedad».

En pie, Jerusalén, sube a la altura,

mira hacia el oriente y contempla a tus hijos:

el Santo los reúne de oriente a occidente

y llegan gozosos invocando a su Dios.

A pie tuvieron que partir, conducidos por el enemigo,

pero Dios te los traerá con gloria,

como llevados en carroza real.

Dios ha mandado rebajarse a todos los montes elevados

y a todas las colinas encumbradas;

ha mandado rellenarse a los barrancos

hasta hacer que el suelo se nivele,

para que Israel camine seguro,

guiado por la gloria de Dios.

Ha mandado a los bosques y a los árboles aromáticos

que den sombra a Israel.

Porque Dios guiará a Israel con alegría,

a la luz de su gloria,

con su justicia y su misericordia.

Palabra de Dios

Salmo 125,R/. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres

Segunda Lectura

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses (1,4-6.8-11):

Hermanos:

Siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio, desde el primer día hasta hoy.

Ésta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros esta buena la obra, llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús.

Testigo me es Dios del amor entrañable con que os quiero, en Cristo Jesús.

Y esta es mi oración: que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores.

Así llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios.

Palabra de Dios

Santo Evangelio según san Lucas (3,1-6):

En el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Felipe tretarca de Iturea y Traconítide, y Lisanio ttetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.

Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:

«Voz del que grita en el desierto:

Preparad el camino del Señor,

allanad sus senderos;

los valles serán rellenados,

los montes y colinas serán rebajador;

lo torcido será enderezado,

lo escabroso será camino llano.

Y toda carne verá la salvación de Dios».

Compartimos:

Hoy, casi la mitad del pasaje evangélico consiste en datos histórico-biográficos. Ni siquiera en la liturgia de la Misa se cambió este texto histórico por el frecuente «en aquel tiempo». Ha prevalecido esta introducción tan “insignificante” para el hombre contemporáneo: «En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea (…)» (Lc 3,1). ¿Por qué? ¡Para desmitificar! Dios entró en la historia de la humanidad de un modo muy “concreto”, como también en la historia de cada hombre. Por ejemplo, en la vida de Juan —hijo de Zacarías— que estaba en el desierto. Lo llamó para que clamara en la orilla del Jordán… (cf. Lc 3,6).


Hoy, Dios dirige su palabra también a mí. Lo hace personalmente —como en Juan Bautista—, o por sus emisarios. Mi río Jordán puede ser la Eucaristía dominical, puede ser el tweet del papa Francisco, que nos recuerda que «el cristiano no es un testigo de alguna teoría, sino de una persona: de Cristo Resucitado, vivo, único Salvador de todos». Dios ha entrado en la historia de mi vida porque Cristo no es una teoría. Él es la práctica salvadora, la Caridad, la Misericordia.


Pero a la vez, este mismo Dios necesita nuestro pobre esfuerzo: que rellenemos los valles de nuestra desconfianza hacia su Amor; que nivelemos los cerros y colinas de nuestra soberbia, que impide verlo y recibir su ayuda; que enderecemos y allanemos los caminos torcidos que hacen de la senda hacia nuestro corazón un laberinto…


Hoy es el segundo Domingo de Adviento, que tiene como objetivo principal que yo pueda encontrar a Dios en el camino de mi vida. Ya no sólo a un Recién Nacido, sino sobre todo al Misericordiosísimo Salvador, para ver la sonrisa de Dios, cuando todo el mundo verá la salvación que Dios envía (cf. Lc 3,6). ¡Así es! Lo enseñaba san Gregorio Nacianceno, «Nada alegra tanto a Dios como la conversión y salvación del hombre».

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