Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este segundo Domingo de Cuaresma se proclama el Evangelio de la Transfiguración: Jesús lleva consigo, sobre el monte, a Pedro, Santiago y Juan y se revela ante ellos en toda su belleza de Hijo de Dios (cf. Mt 17,1-9).
Detengámonos un momento en esta escena y preguntémonos: ¿En qué consiste esta belleza? ¿Qué ven los discípulos? ¿Un efecto especial? No, no es eso. Ven la luz de la santidad de Dios resplandecer en el rostro y en las vestimentas de Jesús, imagen perfecta del Padre. Se revela la majestad de Dios, la belleza de Dios. Pero Dios es Amor, y, por lo tanto, los discípulos han visto con sus ojos la belleza y el esplendor del Amor divino encarnado en Cristo. ¡Tuvieron un anticipo del paraíso! ¡Qué sorpresa para los discípulos! ¡Habían tenido bajo sus ojos durante tanto tiempo el rostro del Amor y no se habían dado cuenta de lo hermoso que era! Solo ahora se dan cuenta, y con tanta alegría, con inmensa alegría.
Jesús, en realidad, con esta experiencia los está formando, los está preparando para un paso todavía más importante. De ahí en poco tiempo, de hecho, deberán saber reconocer en Él la misma belleza, cuando suba a la cruz y su rostro se desfigure. A Pedro le cuesta entender: quisiera detener el tiempo, poner la escena en “pausa”, estar allí y alargar esta experiencia maravillosa; pero Jesús no lo permite. Su luz, de hecho, no se puede reducir a un “momento mágico”. Así se convertiría en algo falso, artificial, que se disuelve en la niebla de los sentimientos pasajeros. Al contrario, Cristo es la luz que orienta el camino, como la columna de fuego para el pueblo en el desierto (cf. Ex 13,21). La belleza de Jesús no aparta a los discípulos de la realidad de la vida, sino que les da la fuerza para seguirlo hasta Jerusalén, hasta la cruz. La belleza de Cristo no es alienante, te lleva siempre adelante, no te hace esconderte: ¡ve adelante!
Hermanos, hermanas, este Evangelio traza también para nosotros un camino: nos enseña lo importante que es estar con Jesús, incluso cuando no es fácil entender todo lo que dice y lo que hace por nosotros. Es estando con él, de hecho, como aprendemos a reconocer, en su rostro, la belleza luminosa del amor que se entrega, incluso cuando lleva las marcas de la cruz. Y es en su escuela donde aprendemos a captar la misma belleza en los rostros de las personas que cada día caminan junto a nosotros: los familiares, los amigos, los colegas, quienes en diversos modos cuidan de nosotros. ¡Cuántos rostros luminosos, cuántas sonrisas, cuántas arrugas, cuántas lágrimas y cicatrices hablan de amor en torno a nosotros! Aprendamos a reconocerlas y a llenarnos el corazón con ellas. Y después partamos, para llevar también a los demás la luz que hemos recibido, con las obras concretas del amor (cf. 1 Jn 3,18), sumergiéndose con más generosidad en las tareas cotidianas, amando, sirviendo y perdonando con más entusiasmo y disponibilidad. La contemplación de las maravillas de Dios, la contemplación del rostro de Dios, de la cara del Señor, nos debe empujar al servicio a los demás.
Podemos preguntarnos: ¿Sabemos reconocer la luz del amor de Dios en nuestra vida? ¿La reconocemos con alegría y gratitud en los rostros de las personas que nos quieren? ¿Buscamos en torno a nosotros las señales de esta luz, que nos llena el corazón y lo abre al amor y al servicio? ¿O preferimos los fuegos de paja de los ídolos, que nos alienan y nos cierran en nosotros mismos? La gran luz del Señor y la luz falsa, artificial de los ídolos. ¿Qué prefiero yo?
Que María, que ha custodiado en el corazón la luz de su Hijo, también en la oscuridad del Calvario, nos acompañe siempre en el camino del amor.
¡Queridos hermanos y hermanas!
En estos días el pensamiento ha ido a menudo a las víctimas del accidente ferroviario ocurrido en Grecia: muchos eran jóvenes estudiantes. Rezo por los difuntos; estoy cerca de los heridos y de los familiares, que la Virgen los consuele.
Expreso mi dolor por la tragedia ocurrida en las aguas de Cutro, en Crotone. Rezo por las numerosas víctimas del naufragio, por sus familiares y por quienes han sobrevivido. Manifiesto mi reconocimiento y gratitud a la población local y a las instituciones por la solidaridad y la acogida hacia estos hermanos y hermanas nuestros y renuevo a todos mi llamamiento para que no se repitan tragedias similares. ¡Que se detenga a los traficantes de seres humanos, que no sigan disponiendo de la vida de tantos inocentes! ¡Que los viajes de la esperanza no se transformen nunca más en viajes de la muerte! ¡Que las aguas límpidas del Mediterráneo no se llenen más de sangre con incidentes tan dramáticos! Que el Señor nos dé la fuerza de entender y de llorar.
Os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos de Italia y de varios países. En particular, saludo a la comunidad ucraniana de Milán, que han venido con ocasión del 4° centenario del martirio del obispo San Giosafat, que dio la vida por la unidad de los cristianos. Queridos, alabo vuestro compromiso por acoger a vuestros connacionales que han huido de la guerra. Que el Señor, por intercesión de San Giosafat, dé la paz al martirizado pueblo ucraniano.
Saludo a los peregrinos de Lituania, con la comunidad lituana de Roma, que celebran San Casimiro; como también a la comunidad católica rumana de Zaragoza (España) y a los grupos parroquiales que han venido de Murcia y Jerez de la Frontera (España), y de Tbilisi (Georgia).
Saludo a los fieles de Burkina Faso, a los confirmandos de Scandicci y de Anzio, a los fieles de Capaci, Ostia y San Mauro Abate en Roma.
Os deseo a todos vosotros un buen domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
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