VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO
A MALTA, DISCURSO DEL SANTO PADRE
Sala del Consejo Supremo del Palacio del Gran Maestre, La Valeta
Señor Presidente de la República,
miembros del gobierno y del Cuerpo diplomático,distinguidas
autoridades religiosas y civiles,
de la sociedad y del mundo de la cultura,
señoras y señores:
Los saludo cordialmente y agradezco al señor Presidente las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos los ciudadanos. Vuestros antepasados ofrecieron hospitalidad al apóstol Pablo cuando se dirigía a Roma, tratándolo a él y a sus compañeros de viaje con «una cordialidad fuera de lo común» (Hch 28,2); ahora, viniendo de Roma, yo también experimento la cálida acogida de los malteses, tesoro que se transmite en este país de generación en generación.
Por su posición, Malta puede ser definida el corazón del Mediterráneo. Pero no sólo por su posición: el entramado de acontecimientos históricos y el encuentro de los pueblos hacen de estas islas, desde milenios, un centro de vitalidad y de cultura, de espiritualidad y de belleza, una encrucijada que ha sabido acoger y armonizar influjos provenientes de muchas partes. Esta diversidad de influencias hace pensar en la variedad de vientos que caracterizan al país. No es casual que en las antiguas representaciones cartográficas del Mediterráneo la rosa de los vientos se colocara a menudo cerca de la isla de Malta. Quisiera tomar prestada precisamente esa imagen de la rosa de los vientos, que posiciona las corrientes de aire en base a los cuatro puntos cardinales, para delinear cuatro influencias esenciales para la vida social y política de este país.
Los vientos que prevalentemente soplan en las islas malteses son del noroeste. El norte evoca Europa, en particular la casa de la Unión Europea, edificada para que allí viva una gran familia unida en la salvaguardia de la paz. Unidad y paz son los dones que el pueblo maltés pide a Dios cada vez que entona el himno nacional. La oración escrita por Dun Karm Psaila, en efecto, dice: «Concede, Dios omnipotente, sabiduría y misericordia a los que gobiernan, salud a los que trabajan, y asegura al pueblo maltés la unidad y la paz». La paz sigue a la unidad y brota de ella. Esto recuerda la importancia de trabajar juntos, de anteponer la cohesión a toda división, de afianzar las raíces y los valores compartidos que han forjado la singularidad de la sociedad maltesa.
Pero para garantizar una buena convivencia social, no basta con consolidar el sentido de pertenencia, sino que hay que reforzar los fundamentos de la vida común, que se basa en el derecho y la legalidad. La honestidad, la justicia, el sentido del deber y la transparencia son pilares esenciales de una sociedad civilmente desarrollada. Que el compromiso para extirpar la ilegalidad y la corrupción sea, por tanto, fuerte como el viento que, soplando desde el norte, barre las costas del país. Y que se cultiven siempre la legalidad y la transparencia, que permiten erradicar la delincuencia y la criminalidad, unidas por el hecho de que no actúan a la luz del sol.
La casa europea, que se compromete a promover los valores de la justicia y de la equidad social, también está en primera línea para salvaguardar la casa más amplia, la de la creación. El ambiente en el que vivimos es un regalo del cielo, como lo reconoce el himno nacional, pidiéndole a Dios que mire la belleza de esta tierra, madre adornada con la más alta luz. Es cierto, en Malta, donde la luminosidad del paisaje alivia las dificultades, la creación se muestra como el don que, en medio de las pruebas de la historia y de la vida, recuerda la belleza de habitar la tierra. Por eso, hay que protegerla de la avidez voraz, de la codicia del dinero y de la especulación edilicia, que no sólo afectan el paisaje, sino el futuro. En cambio, el cuidado del ambiente y la justicia social preparan el porvenir, y son excelentes caminos para que los jóvenes se apasionen por la buena política, sustrayéndolos a las tentaciones del desinterés y de la falta de compromiso.
El viento del norte a menudo se mezcla con el que sopla del oeste. Este país europeo, particularmente en su juventud, comparte, en efecto, los estilos de vida y de pensamiento occidentales. De esto proceden grandes bienes —pienso, por ejemplo, en los valores de la libertad y de la democracia—, pero también riesgos que es necesario vigilar, para que el afán de progreso no lleve a apartarse de las raíces. Malta es un maravilloso “laboratorio de desarrollo orgánico”, donde progresar no significa cortar las raíces con el pasado en nombre de una falsa prosperidad dictada por las ganancias y las necesidades creadas por el consumismo, así como por el derecho de tener cualquier derecho. Para un desarrollo sano es importante conservar la memoria y tejer respetuosamente la armonía entre las generaciones, sin dejarse absorber por homologaciones artificiales y colonizaciones ideológicas, que frecuentemente se suscitan, por ejemplo, en el campo de la vida, del inicio de la vida. Son colonizaciones ideológicas que van contra el derecho a la vida desde el momento de la concepción.
En el fundamento de un crecimiento sólido está la persona humana, el respeto a la vida y a la dignidad de todo hombre y de toda mujer. Conozco el compromiso de los malteses por abrazar y proteger la vida. Ya en los Hechos de los Apóstoles ustedes se distinguían por salvar a mucha gente. Los animo a seguir defendiendo la vida desde el inicio hasta su fin natural, pero también a protegerla en todo momento del descarte y del abandono. Pienso especialmente en la dignidad de los trabajadores, de los ancianos y de los enfermos. Y en los jóvenes, que corren el peligro de desperdiciar el bien inmenso que son, persiguiendo espejismos que dejan tanto vacío interior. Es lo que provocan el consumismo exacerbado, la cerrazón ante las necesidades de los demás y la plaga de la droga, que sofoca la libertad creando dependencia. ¡Protejamos la belleza de la vida!
Continuando con la rosa de los vientos, miramos al sur. Desde allí llegan tantos hermanos y hermanas en busca de esperanza. Quisiera agradecer a las autoridades y a la población por la acogida que les ofrecen en nombre del Evangelio, de la humanidad y del sentido de hospitalidad típico de los malteses. Según la etimología fenicia, Malta significa “puerto seguro”. Sin embargo, ante la creciente afluencia de los últimos años, los temores y las inseguridades han provocado desánimo y frustración. Para afrontar de una manera adecuada la compleja cuestión migratoria es necesario situarla dentro de perspectivas más amplias de tiempo y de espacio. De tiempo: el fenómeno migratorio no es una circunstancia del momento, sino que marca nuestra época; lleva consigo las deudas de injusticias pasadas, de tanta explotación, de los cambios climáticos y de los desventurados conflictos cuyas consecuencias hay que pagar. Desde el sur, pobre y poblado, multitud de personas se trasladan hacia el norte más rico. Es un hecho que no se puede rechazar con cerrazones anacrónicas, porque en el aislamiento no habrá prosperidad ni integración. Asimismo, hay que considerar el espacio. La expansión de la emergencia migratoria —pensemos en los refugiados de la martirizada Ucrania actualmente— exige respuestas amplias y compartidas. No pueden cargar con todo el problema sólo algunos países, mientras otros permanecen indiferentes. Y países civilizados no pueden sancionar por interés propio acuerdos turbios con delincuentes que esclavizan a las personas. Desgraciadamente esto sucede. El Mediterráneo necesita la corresponsabilidad europea, para convertirse nuevamente en escenario de solidaridad y no ser la avanzada de un trágico naufragio de civilizaciones. El mare nostrum no puede convertirse en el mayor cementerio de Europa.
Y a propósito de naufragio, pienso en san Pablo, que en el curso de su última travesía en el Mediterráneo llegó a estas costas de manera inesperada y fue socorrido. Después, mordido por una víbora, pensaron que era un asesino; pero luego, al ver que no le pasó nada malo, fue en cambio considerado un dios (cf. Hch 28,3-6). Entre las exageraciones de los dos extremos se escapaba la evidencia principal: Pablo era un hombre, necesitado de acogida. La humanidad está ante todo y recompensa en todo. Lo enseña este país, cuya historia se ha visto beneficiada por la llegada forzosa del apóstol náufrago. En nombre del Evangelio que él vivió y predicó, ensanchemos el corazón y descubramos la belleza de servir a los necesitados. Sigamos por este camino. Hoy, mientras prevalece el miedo y “la narrativa de la invasión”, y el objetivo principal parece ser la tutela de la propia seguridad a cualquier costo, ayudémonos a no ver al migrante como una amenaza y a no ceder a la tentación de alzar puentes levadizos y de erigir muros. El otro no es un virus del que hay que defenderse, sino una persona que hay que acoger, y «el ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 88). ¡No dejemos que la indiferencia desvanezca el sueño de vivir juntos! Ciertamente, acoger supone esfuerzo y exige renuncias. También le ocurrió a san Pablo: para ponerse a salvo primero tuvo que sacrificar los bienes de la nave (cf. Hch 27,38). Pero son santas las renuncias que se hacen por un bien más grande, por la vida del hombre, que es el tesoro de Dios.
Por último, está el viento proveniente del este, que a menudo sopla al amanecer. Homero lo llamaba “Euro” (cf. La Odisea, Canto V). Pero, precisamente del este de Europa, del Oriente, donde surge antes la luz, han llegado las tinieblas de la guerra. Pensábamos que las invasiones de otros países, los brutales combates en las calles y las amenazas atómicas fueran oscuros recuerdos de un pasado lejano. Pero el viento gélido de la guerra, que sólo trae muerte, destrucción y odio, se ha abatido con prepotencia sobre la vida de muchos y los días de todos. Y mientras una vez más algún poderoso, tristemente encerrado en las anacrónicas pretensiones de intereses nacionalistas, provoca y fomenta conflictos, la gente común advierte la necesidad de construir un futuro que, o será juntos, o no será. Ahora, en la noche de la guerra que ha caído sobre la humanidad —por favor— no hagamos que desaparezca el sueño de la paz.
Malta, que resplandece con luz propia en el corazón del Mediterráneo, puede inspirarnos, porque es urgente devolver la belleza al rostro del hombre, desfigurado por la guerra. Hay una hermosa estatua mediterránea datada siglos antes de Cristo que representa a la paz, Irene, como una mujer que tiene en brazos a Pluto, la riqueza. Nos recuerda que la paz produce bienestar y la guerra solamente pobreza, y nos hace pensar el hecho de que en la estatua la paz y la riqueza se representen como una mamá que tiene en brazos un bebé. La ternura de las madres, que dan la vida al mundo, y la presencia de las mujeres son la verdadera alternativa a la lógica perversa del poder, que conduce a la guerra. Necesitamos compasión y cuidados, no visiones ideológicas y populismos que se alimentan de palabras de odio y no se preocupan de la vida concreta del pueblo, de la gente común.
Hace más de sesenta años, en un mundo amenazado por la destrucción, donde las leyes eran dictadas por las contraposiciones ideológicas y la férrea lógica de las coaliciones, desde la cuenca mediterránea se elevó una voz contracorriente, que a la exaltación de la propia parte opuso un impulso profético en nombre de la fraternidad universal. Era la voz de Giorgio La Pira, que dijo: «La coyuntura histórica que vivimos, el choque de intereses e ideologías que sacuden a la humanidad, presa de un increíble infantilismo, restituyen al Mediterráneo una responsabilidad capital: definir nuevamente las normas de una Medida donde el hombre, abandonado al delirio y a la desmesura, pueda reconocerse» (Intervención en el Congreso Mediterráneo de la Cultura, 19 febrero 1960). Son palabras actuales; podemos repetirlas porque tienen una gran actualidad. Cuánto necesitamos una “medida humana” frente a la agresividad infantil y destructiva que nos amenaza, frente al riesgo de una “guerra fría ampliada” que puede sofocar la vida de pueblos y generaciones enteros. Ese “infantilismo”, lamentablemente, no ha desaparecido. Vuelve a aparecer prepotentemente en las seducciones de la autocracia, en los nuevos imperialismos, en la agresividad generalizada, en la incapacidad de tender puentes y de comenzar por los más pobres. Hoy es muy difícil pensar con la lógica de la paz. Nos hemos habituado a pensar con la lógica de la guerra. Es aquí donde comienza a soplar el viento gélido de la guerra, que también esta vez ha sido alimentado a lo largo de los años. Sí, la guerra se fue preparando desde hace mucho tiempo, con grandes inversiones y comercio de armas. Y es triste ver cómo el entusiasmo por la paz, que surgió después de la segunda guerra mundial, se haya debilitado en los últimos decenios, así como el camino de la comunidad internacional, con pocos poderosos que siguen adelante por cuenta propia, buscando espacios y zonas de influencia. Y, de este modo, no sólo la paz, sino tantas grandes cuestiones, como la lucha contra el hambre y las desigualdades han sido de hecho canceladas de las principales agendas políticas.
Pero la solución a las crisis de cada uno es hacerse cargo de las de todos, porque los problemas globales requieren soluciones globales. Ayudémonos a escuchar la sed de paz de la gente, trabajemos para poner las bases de un diálogo cada vez más amplio, volvamos a reunirnos en conferencias internacionales por la paz, donde el tema central sea el desarme, con la mirada dirigida a las generaciones que vendrán. Y que los cuantiosos recursos que siguen siendo destinados a los armamentos se empleen en el desarrollo, la salud y la alimentación.
En fin, mirando todavía hacia el este, quisiera dirigir un pensamiento al vecino Oriente Medio, que se refleja en la lengua de este país, que se armoniza con otras, como recordando la capacidad de los malteses de generar convivencias benéficas, en una suerte de coexistencia de las diferencias. Esto es lo que necesita Oriente Medio: el Líbano, Siria, Yemen y otros contextos destrozados por los problemas y la violencia. Que Malta, corazón del Mediterráneo, siga haciendo palpitar el latido de la esperanza, el cuidado de la vida, la acogida del otro, el anhelo de paz, con la ayuda de Dios, cuyo nombre es paz.
¡Que Dios bendiga a Malta y a Gozo!
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