Lectura del libro del Deuteronomio (6,4-13):
Moisés habló al pueblo, diciendo: «Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales. Cuando el Señor, tu Dios, te introduzca en la tierra que juró a tus padres –a Abrahán, Isaac y Jacob– que te había de dar, con ciudades grandes y ricas que tú no has construido, casas rebosantes de riquezas que tú no has llenado, pozos ya excavados que tú no has excavado, viñas y olivares que tú no has plantado, comerás hasta hartarte. Pero, cuidado: no olvides al Señor que te sacó de Egipto, de la esclavitud. Al Señor, tu Dios, temerás, a él sólo servirás, sólo en su nombre jurarás.»
Palabra de Dios
Salmo 17, Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza
Evangelio según san Mateo (17,14-20):
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un hombre, que le dijo de rodillas: «Señor, ten compasión de mi hijo, que tiene epilepsia y le dan ataques; muchas veces se cae en el fuego o en el agua. Se lo he traído a tus discípulos, y no han sido capaces de curarlo.»
Jesús contestó: «¡Generación perversa e infiel! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo.» Jesús increpó al demonio, y salió; en aquel momento se curó el niño. Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?» Les contestó: «Por vuestra poca fe. Os aseguro que si fuera vuestra fe como un grano de mostaza, le diríais a aquella montaña que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible.»
Palabra del Señor
Compartimos:
La fe es hoy el centro de la Palabra de Dios. El conocido y hermoso texto del Deuteronomio, la “Shemá Israel” expresa la fe del Pueblo judío en el único Dios, que tiene tanta importancia que debe estar continuamente presente en la mente de los creyentes, y hacer todo lo que sea posible para recordarlo.
El recuerdo de esta unicidad de Dios no está amenazado sólo por divinidades de los pueblos circundantes, sino también por esos bienes que se convierten en nuestros ídolos, cuando nos va bien en la vida y nos olvidamos del único Dios que puede salvarnos. A veces ciertas desgracias que amenazan nuestra vida de raíz y ante las que las seguridades materiales de nada sirven, nos obligan a volvernos a Dios e implorar de Él la salvación.
El evangelio de hoy nos pone ante una de estas situaciones. Un padre angustiado ve cómo su hijo está poseído por una fuerza maligna que le impide vivir con autonomía y sentido. Después de probar todo tipo de remedios sin éxito, finalmente recurre a Jesús, por medio de sus discípulos (recordemos que en el momento de acudir a la ayuda de los apóstoles, Jesús se encontraba en el monte Tabor, con Pedro, Juan y Santiago).
Los discípulos habían de hecho recibido del Maestro el poder de curar y expulsar demonios. Pero por motivos que desconocemos, en este caso, no habían tenido éxito. Jesús reacciona con una ira que nos desconcierta, pero, finalmente, cura al niño. Parece que la reacción de Cristo tiene que ver con la falta de fe de los discípulos y, posiblemente, del que solicita ayuda. Y es que, cuando acudimos a Dios sólo en situación de necesidad, lo hacemos, posiblemente, por un déficit de fe, acuciados sólo por los problemas para los que no encontramos solución. Queremos signos y favores para creer, en vez de creer como una apertura incondicional y confiada por la que permitimos entrar a Jesús en nuestra vida cotidiana, y no sólo “cuando nos hace falta”.
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