Biblioteca del Palacio Apostólico
Catequesis 27. Rezar en comunión con María
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy la catequesis está dedicada a la oración en comunión con María, y tiene lugar precisamente en la vigilia de la solemnidad de la Anunciación. Sabemos que el camino principal de la oración cristiana es la humanidad de Jesús. De hecho, la confianza típica de la oración cristiana no tendría significado si el Verbo no se hubiera encarnado, donándonos en el Espíritu su relación filial con el Padre. Hemos escuchado, en la lectura, de esa reunión de los discípulos, a las mujeres pías y María, rezando, después de la Ascensión de Jesús: es la primera comunidad cristiana que espera el don de Jesús, la promesa de Jesús.
Cristo es el Mediador, el puente que atravesamos para dirigirnos al Padre (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2674). Es el único Redentor: no hay co-redentores con Cristo. Es el Mediador por excelencia, es el Mediador. Cada oración que elevamos a Dios es por Cristo, con Cristo y en Cristo y se realiza gracias a su intercesión. El Espíritu Santo extiende la mediación de Cristo a todo tiempo y todo lugar: no hay otro nombre en el que podamos ser salvados (cf. Hch 4,12). Jesucristo: el único Mediador entre Dios y los hombres.
De la única mediación de Cristo toman sentido y valor las otras referencias que el cristianismo encuentra para su oración y su devoción, en primer lugar a la Virgen María, la Madre de Jesús.
Ella ocupa en la vida y, por tanto, también en la oración del cristiano un lugar privilegiado, porque es la Madre de Jesús. Las Iglesias de Oriente la han representado a menudo como la Odighitria, aquella que “indica el camino”, es decir el Hijo Jesucristo. Me viene a la mente ese bonito cuadro antiguo de la Odighitria en la catedral de Bari, sencillo: la Virgen que muestra a Jesús, desnudo. Después le pusieron una camisa para cubrir esa desnudez, pero la verdad es que Jesús está retratado desnudo, a indicar que él, hombre nacido de María, es el Mediador. Y ella señala al Mediador: ella es la Odighitria. En la iconografía cristiana su presencia está en todas partes, y a veces con gran protagonismo, pero siempre en relación al Hijo y en función de Él. Sus manos, sus ojos, su actitud son un “catecismo” viviente y siempre apuntan al fundamento, el centro: Jesús. María está totalmente dirigida a Él (cf. CCE, 2674). Hasta el punto que podemos decir que es más discípula que Madre. Esa indicación, en las bodas de Caná: María dice “haced lo que Él os diga”. Siempre señala a Cristo; es la primera discípula.
Este es el rol que María ha ocupado durante toda su vida terrena y que conserva para siempre: ser humilde sierva del Señor, nada más. A un cierto punto, en los Evangelios, ella parece casi desaparecer; pero vuelve en los momentos cruciales, como en Caná, cuando el Hijo, gracias a su intervención atenta, realizó la primera “señal” (cf. Jn 2,1-12), y después en el Gólgota, a los pies de la cruz.
Jesús extendió la maternidad de María a toda la Iglesia cuando se la encomendó al discípulo amado, poco antes de morir en la cruz. Desde ese momento, todos nosotros estamos colocados bajo su manto, como se ve en ciertos frescos y cuadros medievales. También la primera antífona latina — Sub tuum praesidium confugimus, sancta Dei Genitrix: la Virgen que, como Madre a la cual Jesús nos ha encomendado, envuelve a todos nosotros; pero como Madre, no como diosa, no como corredentora: como Madre. Es verdad que la piedad cristiana siempre le da bonitos títulos, como un hijo a la madre: ¡cuántas cosas bonitas dice un hijo a la madre a la que quiere! Pero estemos atentos: las cosas bonitas que la Iglesia y los Santos dicen de María no quita nada a la unicidad redentora de Cristo. Él es el único Redentor. Son expresiones de amor como la de un hijo a su madre —algunas veces exageradas—. Pero el amor, nosotros lo sabemos, siempre nos hace hacer cosas exageradas, pero con amor.
Y así empezamos a rezarla con algunas expresiones dirigidas a ella, presentes en los Evangelios: “llena de gracia”, “bendita entre las mujeres” (cf. CCE, 2676s.). En la oración del Ave María pronto llegaría el título “Theotokos”, “Madre de Dios”, ratificado por el Concilio de Éfeso. Y, análogamente y como sucede en el Padre Nuestro, después de la alabanza añadimos la súplica: pedimos a la Madre que ruegue por nosotros pecadores, para que interceda con su ternura, “ahora y en la hora de nuestra muerte”. Ahora, en las situaciones concretas de la vida, y en el momento final, para que nos acompañe —como Madre, como primera discípula— en el paso a la vida eterna.
María está siempre presente en la cabecera de sus hijos que dejan este mundo. Si alguno se encuentra solo y abandonado, ella es Madre, está allí cerca, como estaba junto a su Hijo cuando todos le habían abandonado.
María ha estado presente en los días de pandemia, cerca de las personas que lamentablemente han concluido su camino terreno en una condición de aislamiento, sin el consuelo de la cercanía de sus seres queridos. María está siempre allí, junto a nosotros, con su ternura materna.
Las oraciones dirigidas a ella no son vanas. Mujer del “sí”, que ha acogido con prontitud la invitación del Ángel, responde también a nuestras súplicas, escucha nuestras voces, también las que permanecen cerradas en el corazón, que no tienen la fuerza de salir pero que Dios conoce mejor que nosotros mismos. Las escucha como Madre. Como y más que toda buena madre, María nos defiende en los peligros, se preocupa por nosotros, también cuando nosotros estamos atrapados por nuestras cosas y perdemos el sentido del camino, y ponemos en peligro no solo nuestra salud sino nuestra salvación. María está allí, rezando por nosotros, rezando por quien no reza. Rezando con nosotros. ¿Por qué? Porque ella es nuestra Madre.
Saludos
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Los animo a confiar nuestras súplicas al Salvador a la poderosa intercesión de María, la Reina Madre que lleva ante el trono de su Hijo nuestro ruego, pues somos sus hijos queridos. Que Dios los bendiga y la Virgen Santa los cuide.
LLAMAMIENTOS
Me he enterado con dolor de la noticia de los recientes ataques terroristas en Níger, que han provocado la muerte de 137 personas. Recemos por las víctimas, por sus familias y por toda la población, para que la violencia sufrida non haga perder la confianza en el camino de la democracia, de la justicia y de la paz.
En estos días, grandes inundaciones han causado graves daños en el Estado de Nuevo Gales del Sur, en Australia. Estoy cerca de las personas y las familias golpeadas de nuevo por esta calamidad, especialmente a los que han visto sus casas destruidas, y animo a aquellos que están trabajando para buscar a los desaparecidos y llevar ayuda.
Hoy es el Día mundial por la lucha contra la tuberculosis. Que esta ocasión pueda favorecer un impulso renovado en el cuidado de tal enfermedad y una mayor solidaridad con quienes lo sufren. Sobre ellos y sus familiares invoco el consuelo del Señor.
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy reflexionamos sobre la oración con María. Estamos en vísperas de la fiesta de la Anunciación y esto ya nos indica que la vía maestra de la oración cristiana es la humanidad de Jesús. No podríamos entrar en esa intimidad con Dios si el Verbo no se hubiera hecho carne y no nos hubiese comunicado el Espíritu Santo para poder llamar a Dios «Padre».
Cristo es el mediador, el único mediador, el puente a través del cual llegamos al Padre. Nuestra oración es siempre por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu. Cualquier otra referencia encuentra en esta verdad su sentido. Si María ocupa un puesto privilegiado en este itinerario es porque nos indica el camino hacia su Hijo. Las manos, los ojos, los gestos de María son un catecismo viviente, que nos muestran cómo adorar a Jesús en el pesebre, cómo seguirlo en el servicio a los hermanos y cómo acompañarlo en el extremo sacrificio de la cruz.
A los pies de la cruz, Jesús quiso además extender la maternidad de María a toda la Iglesia, colocándonos bajo su manto. De este modo comenzamos a pedir su intercesión con expresiones directas sacadas de la Sagrada Escritura: “Llena de gracia”, “Bendita entre las mujeres”, o con el título de “Madre de Dios”, proclamado por el Concilio de Éfeso. Ella pide por nosotros pecadores en cada circunstancia, como en Caná, y no deja de estar junto a la cruz de su Hijo, al acompañarnos en la hora de la muerte. Aquellos que, como durante esta cruel pandemia, se encuentran solos y desamparados, en ella hallan la ternura de la Madre que nunca nos abandona.
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