Plaza de San Pedro
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje evangélico de hoy (cfr Mt 16, 21-27) está unido al del domingo pasado (cfr Mt 16, 13-20). Después de que Pedro, en nombre también de los otros discípulos, ha profesado la fe en Jesús como Mesías e Hijo de Dios, Jesús mismo empieza a hablar de su pasión. A lo largo del camino hacia Jerusalén, explica abiertamente a sus amigos lo que le espera al final en la ciudad santa: preanuncia su misterio de muerte y de resurrección, de humillación y de gloria. Dice que deberá «sufrir mucho por causa de los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley; que lo matarían y al tercer día resucitaría» (Mt 16, 21). Pero sus palabras no son comprendidas, porque los discípulos tienen una fe todavía inmadura y demasiado unida a la mentalidad de este mundo (cfr Rm 12, 2). Ellos piensan en una victoria demasiado terrena, y por eso no entienden el lenguaje de la cruz.
Frente a la perspectiva de que Jesús pueda fracasar y morir en la cruz, el mismo Pedro se rebela y le dice: «Dios no lo quiera, Señor; no te ocurrirá eso» (v. 22). Cree en Jesús - Pedro es así-, tiene fe, cree en Jesús, cree; le quiere seguir, pero no acepta que su gloria pase a través de la pasión. Para Pedro y los otros discípulos - ¡pero también para nosotros! - la cruz es algo incómodo, la cruz es un “escándalo”, mientras que Jesús considera “escándalo” el huir de la cruz, que sería como eludir la voluntad del Padre, a la misión que Él le ha encomendado para nuestra salvación. Por esto Jesús responde a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son como los de Dios, sino como los de los hombres» (v. 23). Diez minutos antes, Jesús ha alabado a Pedro, le ha prometido ser la base de su Iglesia, el fundamento; diez minutos después le llama “Satanás”. ¿Cómo se entiende esto? ¡Nos sucede a todos! En los momentos de devoción, de fervor, de buena voluntad, de cercanía al prójimo, miramos a Jesús y vamos adelante; pero en los momentos en los que viene la cruz, huimos. El diablo, Satanás - como dice Jesús a Pedro - nos tienta. Es propio del espíritu malo, es propio del diablo alejarnos de la cruz, de la cruz de Jesús.
Dirigiéndose después a todos, Jesús añade: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz, y me siga» (v. 24). De este modo Él indica el camino del verdadero discípulo, mostrando dos actitudes. La primera es «renunciar a sí mismos», que no significa un cambio superficial, sino una conversión, una inversión de mentalidad y de valores. La otra actitud es la de tomar la cruz. No se trata solo de soportar con paciencia las tribulaciones cotidianas, sino de llevar con fe y responsabilidad esa parte de cansancio, esa parte de sufrimiento que la lucha contra el mal conlleva. La vida de los cristianos es siempre una lucha. La Biblia dice que la vida del creyente es una milicia: luchar contra el espíritu malo, luchar contra el Mal.
Así el compromiso de “tomar la cruz” se convierte en participación con Cristo en la salvación del mundo. Pensando en esto, hacemos que la cruz colgada en la pared de casa, o esa pequeña que llevamos al cuello, sea signo de nuestro deseo de unirnos a Cristo en el servir con amor a los hermanos, especialmente a los más pequeños y frágiles. La cruz es signo santo del Amor de Dios, es signo del Sacrificio de Jesús, y no debe ser reducida a objeto supersticioso o joya ornamental. Cada vez que fijamos la mirada en la imagen de Cristo crucificado, pensemos que Él, como verdadero Siervo del Señor, ha cumplido su misión dando la vida, derramando su sangre para la remisión de los pecados. Y no nos dejemos llevar a la otra parte, en la tentación del Maligno. Como consecuencia, si queremos ser sus discípulos, estamos llamados a imitarlo, gastando sin reservas nuestra vida por amor de Dios y del prójimo.
La Virgen María, unida a su Hijo hasta el calvario, nos ayude a no retroceder frente a las pruebas y a los sufrimientos que el testimonio del Evangelio conlleva para todos nosotros.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas,
pasado mañana, 1 de septiembre, se celebra la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación. Desde esta fecha, hasta el 4 de octubre, celebraremos con nuestros hermanos cristianos de varias Iglesias y tradiciones el “Jubileo de la Tierra”, para recordar la institución, hace 50 años, de la Jornada de la Tierra. Saludo a las diferentes iniciativas promovidas en distintas partes del mundo y, entre estas, el concierto que se celebra hoy en el catedral de Port-Louis, capital de Mauricio, donde lamentablemente recientemente tuvo lugar un desastre ambiental.
Sigo con preocupación las tensiones en la zona del Mediterráneo oriental, afectada por varios focos de inestabilidad. Por favor, hago un llamamiento al diálogo constructivo y al respeto de la legalidad internacional para resolver los conflictos que amenazan la paz de los pueblos de esa región.
Y os saludo a todos vosotros aquí presentes hoy de Roma, Italia y de diferentes países. Veo las banderas allí, y saludo a la comunidad religiosa de Timor Oriental en Italia. ¡Bien hecho, con las banderas! Los peregrinos de Londrina y Formosa, en Brasil; los jóvenes de Grantorto, diócesis de Vicenza. ¡Bienvenidos! También veo banderas polacas, saludos a los polacos; banderas argentinas, también los argentinos. ¡Bienvenidos todos!
Os deseo a todos un buen domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
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