Ève Lavallière (1866-1929) conmocionó al mundo con su abandono de la escena, donde triunfó a finales del siglo XIX y principios del XX, para llevar una vida de oración y penitencia. ¿Por qué una de las actrices más famosas le dio la espalda a todo lo que el mundo podía ofrecerle? Lo recuerda K.V. Turley en National Catholic Register:
Una Magdalena moderna: Ève Lavallière
El viernes 12 de julio de 1929, el periódico The Times de Londres publicó la siguiente nota: "Nuestro corresponsal en París nos ha telegrafiado informando del fallecimiento en Thuillières, en el departamento de los Vosgos, de la señorita Ève Lavallière, anteriormente una actriz de prestigio. Vivía retirada desde hacía doce años, desde que tomó en 1917 la repentina decisión de vivir una vida de reclusión religiosa".
¿Por qué una de las actrices más famosas le dio la espalda a todo lo que el mundo podía ofrecerle? Lo que el mundo no sabía es que esta actriz cómica, llena de ingenio y gran anecdotista, que fue la sensación de la escena parisina y no solo, amante, madre y una de las mujeres más ricas y bellas de su época, no tenía paz. La mujer detrás de la máscara de la actriz estaba invadida por un sentimiento de tristeza insondable, era presa de la depresión, de la desesperación y tenía pensamientos suicidas.
En 1916, en la cima de la fama, para ayudar al esfuerzo bélico, Ève Lavallière dio una serie de actuaciones en Londres. Después de una de ellas, mientras la audiencia, de pie, la aplaudía, abandonó el escenario y se dirigió a la orilla del cercano río Támesis con la intención de suicidarse.
Y sin embargo, mientras Ève Lavallière estaba ahí de pie, mirando las luces de la ciudad reflejadas en el agua, abandonó su idea por los pelos. Por desgracia, no era la primera vez que un pensamiento como ese la había llevado al borde de la autodestrucción. Y, curiosamente, sería el último. Apenas un año más tarde, algo ocurrió que cambió su vida para siempre.
Cable especial del New York Times relatando que se había localizado a Ève Lavallière tras su repentina desaparición del mundo de la escena: "En una blanca casa con una puerta verde en las afueras de un pueblo de los Vosgos, vive, casi tan retirada como una ermitaña, una mujer que hace solo pocos años era una de las actrices de París más conocidas, alegres y populares".
Eugenie-Maire Pascaline Feneglio nació en Toulon el 1 de abril, Domingo de Pascua, de 1866. Su padre era un depresivo de mal carácter. Ève, su hermano mayor y su madre vivían con un miedo constante y tenso que tuvo su desenlace el domingo 6 de marzo de 1884.
Tras días de vituperios constantes contra su madre, sonó el tiro de una pistola. Los niños vieron a su madre, mortalmente herida, en el suelo. Ève la miraba incrédula, pero cuando se dio la vuelta vio que esa misma pistola la estaba apuntando. Hubo otro disparo, que rebotó en la pared mientras el objetivo previsto se ponía a cubierto. Otro disparo. Esta vez la bala acertó: su padre yacía muerto. Los dos niños huyeron de la casa. Se separaron. Nunca más volvieron a verse.
La vida de Ève se convirtió en una serie de trabajos anodinos en la oscuridad de la provincia. Esto la llevó a tener una ambición: "Escapar". Ève, en esa época, unía a un rostro atractivo una gran vivacidad y una voluntad de hierro, por lo que decidió probar suerte en la escena parisina, cambiando su nombre en el trayecto por el de "Ève Lavallière". A partir de entonces, como si de un cuento de hadas se tratara, todos sus deseos se convirtieron en realidad; sin embargo, los deseos no son oraciones, y la consecución de sus sueños poco a poco se convirtió en una pesadilla.
Los teatros se llenaban para verla actuar; incluso la realeza se inclinaba ante ella, parecía tener el mundo a sus pies. Pero nadie sabía que las sombras que la rodeaban eran cada vez más negras. Así, cuando las luces del escenario se apagaban cada noche, la oscuridad estaba habitada sólo por los demonios que, sin cesar, la atormentaban.
Todo esto acabó en el mes de mayo de 1917. Ève Lavallière, que entonces tenía 51 años, firmó un contrato para hacer una gira por Estados Unidos, lo que implicaba una fama aún mayor. Antes de emprender la gira, sintió la necesidad de descansar en la campiña francesa. Se retiró a la zona remota y rural de Touraine.
Alquiló una casa, cuyo dueño resultó ser el curé [párroco] local. Buen sacerdote, el padre Chesteigner le preguntó a Ève por qué no la veía en la misa dominical, por lo que ella empezó a ir cada domingo, más por respeto humano que por devoción.
El párroco y su nueva parroquiana empezaron a hablar. Ella le reveló, entre otras cosas, que se había introducido en el mundo del ocultismo. El sacerdote, asombrado, le advirtió del grave error que suponen ciertas frivolidades. A ella le desconcertó su reacción, tanto que esa misma noche la percibió como una forma de introspección, una que iba unida a la pregunta: si el demonio existe, ¿por qué no va a existir Dios?
Esa pregunta, esa noche, la dejó perpleja, suscitando en ella más preguntas sobre su vida y el estilo de vida que llevaba.
Al día siguiente, con aspecto arrepentido, se presentó ante el sacerdote y, para su asombro, se sentó a su lado con una sola intención: que la instruyera en la fe católica.
Durante las semanas siguientes Ève leyó la vida de la santa con la que más se identificaba: María Magdalena. El sacerdote le había prestado un libro sobre la vida de esta santa, sugiriéndole que lo leyera arrodillada. Así hizo y, al poco tiempo, al arrepentimiento le siguió la confesión.
En la parroquia de Chanceaux aún hoy se puede leer la siguiente inscripción: 'En esta iglesia Ève Lavallière se convirtió y recibió la comunión el 19 de junio de 1917, llevada de nuevo a Dios por el padre Chesteigner.'
Tras su conversión, Ève se convirtió en un alma penitente, orando y mortificándose en reparación por su vida pasada. Intentó encontrar un hogar espiritual -un convento o un monasterio-, pero sin éxito. Fue de lugar a lugar antes de retirarse a vivir en Lourdes, donde se la veía, incluso cuando llovía a cántaros, haciendo el vía crucis descalza.
Al retirarse a la vida privada para siempre, se encontró cada vez más sola. Al final, como la santa que era su modelo, no tuvo más lugar al que ir salvo la cruz, su único refugio ante las tormentas que empezaban a embestirla.
Durante esos años su hija ilegítima, ya adulta, presumió de su estilo de vida inmoral, lo que le causó a Ève muchas lágrimas, tal vez más que ninguna otra cosa. Sin demostrar ninguna piedad, la hija sentía el inmenso y cruel placer de coger de su madre todo lo que podía, sobre todo dinero, sin dar nada a cambio, sólo una fría indiferencia.
Al final, recorriendo su camino penitencial con la misma plenitud con la que antes había recorrido el camino del pecado, la frágil salud de Ève no aguantó. Enfermo, su cuerpo se convirtió en su cruz. Por razones médicas, tuvieron que coserle los ojos. Ella ofreció el insoportable dolor que supuso esta operación, llevada a cabo sin anestesia y sin una sola queja por su parte, como expiación, diciendo sencillamente que había pecado con la vista.
El 10 de julio de 1929, al amanecer, la larga guardia de Ève a los pies de la cruz llegaba a su final. La enterraron en una simple tumba en Thuillières en la que se pueden leer las palabras: Dejé todo por Dios. Solo Él me basta.
La breve noticia sobre su muerte publicada en el periódico era un duro contraste con las columnas que había llenado durante las décadas anteriores, cuando no tenía igual en los escenarios de Europa. Sin embargo, a los pocos años de su muerte, empezaron a publicarse libros sobre su vida y su conversión, y surgió un culto muy distinto al que había conocido cuando estaba en la cima de la fama.
En un escenario muy distinto, Ève Lavallière había empezado a representar su último papel, el más importante de su vida.
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