La despedida es corta. Las primeras luces del día tardarán aún en despuntar. No hay tiempo que perder. Una bolsa con escasas ropas y un saco con algo de provisiones, muestrario de lo que se ha conseguido en la última cosecha: mijo o arroz, ñames, mandioca, plátanos, cacahuetes… . Quizás, una gallina también.
Una mototaxi le lleva, tras varias horas por senderos estrechos y maltrechos, hasta el pueblo más grande de la zona. Allí, en el vehículo que le transporta hasta la capital se une a otros compañeros, personas que emprenden la misma ruta, que sueñan el mismo sueño, a los que mantiene la misma esperanza. El ser tantos e ir tan apretados puede que ayude a sobrellevar el fresco de las primeras horas del viaje. Luego, a medida que el sol escala el horizonte, el sudor empieza a correr y el polvo del camino a adherirse a los cuerpos, unificando a todos y todo bajo una gama de ocres. Las conversaciones son escasas, la radio a todo volumen disfraza los silencios.
Los que pueden se van. Abandonan las aldeas del interior, las zonas rurales. La agricultura y ganadería de subsistencia que durante generaciones han alimentado a sus antepasados, ya no les permiten tener una vida digna. Les impide tocar ese futuro dorado que les llega a través de las antenas parabólicas o las búsquedas en Internet. La inmensa mayoría son hombres jóvenes. Las mujeres, los niños y los ancianos quedan atrás. Muchos tienen que empeñarse para conseguir el dinero que cuesta el viaje o vender parte de sus tierras. Los usureros locales y los poderosos de la zona se enriquecen un poco más gracias a la desesperación de muchos de sus vecinos.
Llegados a la ciudad se encaminan a casa de hermanos o parientes que les precedieron. Uno más en el ya escaso espacio que acomoda a tantos. Al día siguiente se inicia la búsqueda de trabajo. A medida que pasan semanas, e incluso meses, las expectativas van descendiendo y terminan por aceptar, si tienen suerte, cualquier cosa que les permita llevarse algo de comida a la boca: empujar una carretilla en el mercado, descargar bultos en la estación de autobuses, vender fruslerías a transeúntes o conductores, acarrear agua, recoger basuras…
Poco a poco la realidad gana terreno a las ilusiones. Las llamadas a la familia se hacen más escasas: padres, mujeres e hijos demandan ayuda para comer, para el colegio o para medicinas y a ellos la impotencia les frustra. Pronto son conscientes de no poder regresar a la aldea para ayudar a los suyos con las tareas agrícolas como habían prometido. El dinero no llega. La ciudad no tiene amigos. Todos están en situaciones similares.
La resignación se apodera de la mirada de los ya no tan jóvenes, en poco tiempo han envejecido. Sueñan con volver a sus casas, al menos allí los campos y el ganado les permitían comer todos los días. Pero el viaje es caro y largo y, sobre todo, cuesta reconocer la derrota.
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