El 24 de julio de 1873, por 382 votos a favor, 138 en contra y 160 abstenciones, la Asamblea Nacional francesa aprobaba la edificación, sobre la colina de Montmartre, de una basílica «en conformidad con lo pedido por el arzobispo de París al ministro de Cultos», que queda autorizado a iniciar los trámites de cara a las adquisición de los terrenos. El voto y su fecha no son baladíes; de haberse llegado a celebrar, pongamos por caso, seis meses más tarde, es muy probable que París se hubiera quedado sin basílica. El motivo es inequívoco: en 1873, ante la incapacidad de los monárquicos –mayoritarios en escaños– para ponerse de acuerdo sobre el nombre de un pretendiente al trono, los republicanos –entre los que abundaban masones y anticlericales– ya estaban dando poco a poco los pasos para convertir su opción en irreversible. De hecho, en mayo de ese año ya habían logrado que la Cámara designase a un jefe de Estado con el título de presidente de la República.
Todos estos acontecimientos ocurrieron cuando Francia estaba moral, política y económicamente devastada tras la severa derrota frente a la Prusia bismarckiana en la guerra de 1870-1871 y también por el consiguiente episodio revolucionario, conocido como la Comuna de París, que a punto estuvo de sumir a Francia en otra sangrienta guerra. Este era el escenario cuando dos influyentes personalidades católicas, el empresario Alexandre Legentil y su cuñado, el pintor Hubert Rouhault de Fleury, abanderaron la campaña para la edificación de un santuario dedicado al Sagrado Corazón, en cumplimiento del deseo que Él formuló a santa Margarita María Alacoque en 1689. En lo tocante a la colina de Montmartre –monte de los Mártires, según algunos investigadores–, como lugar para erigir la basílica, el entonces cardenal arzobispo de París, monseñor Joseph Hyppolite Guibert no albergó duda alguna: «¡Es aquí donde están los mártires, aquí debe reinar el Sagrado Corazón!».
Por mártires se refería a san Dionisio y a sus compañeros san Eleuterio y san Rústico, que llegaron a las Galias a mediados del siglo III para consolidar su evangelización, y que se saldó con la muerte de los tres en la colina. Dos siglos más tarde, hacia el año 475, la que es hoy patrona de París, santa Genoveva, hizo construir una Iglesia en aquel lugar para perpetuar su memoria. Desde ese momento, la colina de Montmartre siempre ha sido un lugar de culto que ha tenido sus altibajos al ritmo de la atribulada historia francesa. Sirva de ejemplo que el convento de las benedictinas, después de varios siglos de presencia, fue pillado durante los años de odio religioso propugnados por la Revolución francesa y que su última abadesa, sor Marie-Louise de Montmorency-Laval, padeció el horror del cadalso en julio de 1794. Como recuerda la web de la basílica, «su sangre sirvió para que 80 años después resurgiese, de forma milagrosa, la vida religiosa sobre esta colina sagrada».
La primera señal de este renacimiento tuvo lugar cuando, tras un concurso público que ganó el arquitecto Paul Abadie, se puso la primera piedra. Y desde el 1 de agosto de 1885, es decir 34 años antes de su inauguración oficial, dieron comienzo las adoraciones nocturnas y diurnas que no se han interrumpido ni un minuto desde entonces, incluso durante los bombardeos de abril de 1844.
La inauguración oficial de la basílica, el 20 de octubre de 1919, se produjo en un ambiente más alegre que el que imperó medio siglo antes cuando se votó el proyecto: Francia formaba parte del bando vencedor de la Primera Guerra Mundial, y la reconciliación del Estado con la Iglesia estaba en marcha. De ahí que la ceremonia fuera un episodio de orgullo nacional y que la basílica se librase de las garras de una laïcité à la française que estaba en su apogeo. Desde entonces la basílica, con su cúpula neobizantina proyectada sobre el cielo de París, cumple con la función asignada: servir, junto a Notre-Dame, de pulmón espiritual de la capital. Por voluntad del entonces cardenal arzobispo Jean-Marie Lustiger –que celebraba el vía crucis del Viernes Santo subiendo los miles de peldaños–, las benedictinas volvieron a asumir, en 1995, la administración de la basílica, asistidas por una residencia de Casa Anuncio, la Compañía de Lavadores de Pies y la Casa Efraín. El Sagrado Corazón sigue reinando sobre París.
José María Ballester Esquivias
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