El catecismo del Padre Ripalda definía a Dios como «un Ser infinitamente Bueno, Sabio, Poderoso, principio y fin de todas las cosas». La Santísima Trinidad -según el catecismo de Astete-, es «el mismo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero». En ambos casos se intenta la exactitud respecto de Dios.
El caso es que en muchos pasajes del AT -especialmente en el Pentateuco-, se prohíbe acotar a Dios en su nombre porque lo ponemos al nivel de lo creado. Y claro, al mismo nivel, hacemos de Él una cosa y un ídolo por nuestra propia inseguridad y cortedad. Lo definimos como varón sonrosado, mayor barbado y brisa occidental.
Eso mismo lo usamos en nuestras relaciones con los demás. Cuando creemos conocerles, resulta que nos sorprenden siendo algo nuevo y distinto. Eso ocurre, no porque nos defrauden sino porque nos hemos hecho de ellos una imagen demasiado pequeña y exacta de quiénes son.
Dios y sus criaturas tienen el derecho de ser lo que quieran y la posibilidad de crecer. Por eso, no hay mayor error que decirle a quien queremos: «no cambies». ¡Cómo que no cambies! Si estamos en constante cambio… si todos queremos crecer, avanzar, aprender y evolucionar. Con derecho a la inexactitud y fragmentariedad.
Nos traicionan las palabras con Dios y sus criaturas. Usamos demasiado la razón y la boca y menos el corazón y los ojos. Y -a la vez-, nos lo acerca y nos lo vela la Palabra de un Dios que nos llega por la Tradición.
Sólo un corazón orante y misionero es el que nos posibilita acercarnos al Misterio de Dios y de su Creación, y comprender -poco a poco-, el Misterio diverso de su Relación y la propuesta de su Salvación.
La Jornada de la Vida Contemplativa, que este domingo se celebra, nos permite reparar en esa parte del Cuerpo de Cristo que contempla el mundo con la mirada divina y a Dios con los ojos de la carne. Una vocación que opta por el respeto y se mueve en la fragmentariedad.
Agradecezcamos su testimonio misionero: contemplar progresivamente a Dios desde el corazón de la humanidad.
Manuel Romero
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