Entre hambre, frustración y culpa- en medio de una crisis humanitaria cuyas cifras tienen rostro, nombre y apellido. Dios se hace presente, la mayor de las veces en silencio, en ocasiones con rostro de mujer
“Decidí darme un lujo y comprarme un Sunday en McDonalds. Primero, me dieron mi helado de mala gana. No supe por qué. Apenas agarré el helado, ya habiendo hecho el pago, no pasaron ni diez segundos cuando salió una señora de no más de cuarenta años a pedirme que le diera un poco. Yo no lo había probado… y ya me estaban pidiendo. Seguí caminando mientras decía que no con mi cabeza”.
“Dos minutos después, aún en mi caminata hacia el Metro para tomar la estación rumbo al trabajo, me siguió un niño. Se comportó agresivo e incluso violento. Se puso a mi lado y me pidió una vez más. Le dije que no, pero esta vez me dolió internamente. ¡Y mucho! De pronto pensé que tal vez ese niño llevaba meses -o años- sin probar siquiera una galleta”.
“Pero seguí adelante, sintiendo una rara mezcla de culpa y rabia porque mi helado parecía poner en mí algún tipo de faro, desnudando por instantes una pobreza nunca vista en esta rica nación petrolera”.
“Con la mitad de mi helado encima, ya estaba llegando a la estación del tren cuando pasé junto a dos hombres de algo más de veinte años. Estaban con unos bolsos, sentados cerca de los asientos de concretos en el Boulevard de Sabana Grande”.
“Los vi y noté que me miraban también ellos a mí. Inmediatamente después de pasarlos, sentí que alguien me seguía. Apuré el paso. Y en menos de lo que pudiese reaccionar, uno de los tipos me agarró el vaso de helado y salió corriendo. Yo tenía sujetado el vaso con fuerza; así que el helado acabó desparramado en el piso, y aquel hombre llevándose una pequeña parte del contenido original, mientras corría con su ‘botín’ calle abajo por el boulevard”.
“Un estúpido helado que me costó 200 mil bolívares (1 dólar, de los 4 que se obtienen por un mes de trabajo como salario mínimo). Dinero que fácilmente pude haber invertido en frutas, pero que decidí gastar en un simple helado para olvidar el estrés de la universidad y este país arrebatado por un tipo que capaz tiene mi edad”.
“Lo vi, maldije con rabia, mientras se me bajaban las lágrimas de la impotencia. Las personas se quedaron mirándome, como si yo fuera un loco. Respiré hondo, bajé la cabeza y seguí mi viaje. ¡Volvieron mi país un basurero!, dije cargado de rabia y frustración”.
Así le contó José a Aleteia lo sucedido y por eso lo narramos en primera persona. Pero pudimos verlo y nos sorprendió que en un mismo instante se mezclaran tres sucesos…
Apenas media cuadra delante de donde ocurría el episodio estaba una jovencita haciendo cola para comprar pan (2 por persona, según el cartel) en una panadería que, por casualidad, estaba vendiendo el preciado alimento en Caracas.
Había unas 15 personas, casi todos jóvenes, adquiriendo las piezas. La mayoría eran damas. No se sabe de qué hablaban, pero mostraban malestar porque debían pagar en efectivo, algo que tampoco se consigue en la nación sudamericana. Esta es su historia:
“Estaba saliendo de hacer cola para comprar pan en la panadería y cuando salí de allí para caminar hacia el edificio donde vivo, un señor pasó corriendo, me empujó y me arrancó la bolsa con los panes. No me quitó nada más. Solamente tomó los panes y salió corriendo”.
“Ahora preguntó -dijo la jovencita: ¿¡A qué nivel hemos llegado para que nos estemos robando la comida!?” Hubo una segunda indignación, dijo: Lo más triste, lamentable y vergonzoso es que la gente de la panadería vio lo que ocurrió, pero se negó a venderme panes otra vez”. Venezuela, ¡Cuándo llegamos a esto!”.
En la misma esquina, junto a un puesto de perrocalientes estaba un muchacho, de poco más de quince años. Lucía sano, aunque particularmente delgado. Estaba descalzo, vistiendo un intento de ropa, particularmente sucia y desgarrada. Estaba cerca del cesto de basura, en silencio, como esperando…
De pronto, una de las personas que comía su hamburguesa lanzó al pote unas servilletas estrujadas. Y antes de que lograra tocar el bote, aquel jovencito la rescató mientras luchaba con un perro por ella. La tomó y lamió algo de lo que al parecer quedaba entre unos restos que difícilmente podrían llamarse comida.
Se le acercó una señora. Lo miró fijamente hasta quedar a unos cincuenta centímetros junto a él. Lo escudriñó con la mirada en un intento por comprobar si efectivamente estaba “comiendo de la basura”.
Aquel muchacho parecía no notar su presencia. Hurgaba en la basura buscando qué comer.
La dama, humilde pero impecable y claramente educada, alargó su brazo y le ofreció una pequeña bolsa. Acarició con temor y ternura su cabello mientras le entregaba aquella cosa. Se adivinaba una vianda desechable no se sabe con qué.
El muchacho levantó la cabeza, pero no la mirada, tomó la bolsa y se fue retrocediendo lentamente, sin levantar nunca la mirada. Entre los dientes y con visible pena, alcanzó a decir: ¡Gracias!
Se sentó en unas escaleras, acurrucado y abrió la bolsa. Había en ella una porción de pollo que aún humeaba. Envuelto en lágrimas ya no supo a quién agradecer, pues aquella dama ya se había marchado.
Tres historias, una realidad… La Venezuela alguna vez rica en la que abundan el hambre y la rabia, pero también la solidaridad.
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