miércoles, 20 de diciembre de 2017

El nacimiento

De niños, dedicábamos muchas horas de este tiempo de Adviento a preparar el “nacimiento” en nuestras casas. Primero diseñábamos el paisaje. Había que buscar musgo y arena. Y traer a casa las escorias que semejaban las montañas. Y sacar aquel papel plateado que envolvía las libras de chocolate.

Después colocábamos las figuras de barro. Al principio solo teníamos el Niño Jesús, María y José. Año tras año fueron llegando las demás. El abuelo nos regaló los Reyes Magos. Después vinieron el ángel y los pastores con sus ovejas. Finalmente compramos la lavandera, que colocamos junto al arroyo.

Poner el “nacimiento”, o el “belén”, suscitaba nuestra creatividad. Buscamos no sé dónde una estrella. Hicimos a mano algunas casitas y hasta el palacio de Herodes. Por cierto, nunca tuvo un inquilino. Poner el nacimiento era una verdadera catequesis. Y una invitación a la oración.

Visitábamos el “nacimiento” que se colocaba en las iglesias. Aquellos belenes eran grandes, tenían cascadas de agua, luces en las casas y figuras que se movían. También los ponían en lugares públicos y en los escaparates de muchos negocios. Cuando llegó la televisión vimos la cantidad y la belleza de los belenes que lucían en otras ciudades.

Por entonces supimos que fue Francisco de Asís quien en la Nochebuena de 1223 decidió hacer visible a las buenas gentes de Greccio el misterio del nacimiento de Jesús. La Palabra se hizo carne y puso su tienda de campaña entre nosotros. Así que era importante representar la humanidad del Hijo de Dios.

Más tarde leímos que el rey Carlos III se había traído de Nápoles la idea del “belén”. Y supimos del que se expone en el Palacio Real de Madrid. Conocimos las figurillas salidas del taller de Angela Tripi, en Palermo, el monumental “presepio” del monasterio de Santa Clara de Nápoles y el que vemos en el claustro de la iglesia romana de los santos Cosme y Damián.

Ahora nos alegra saber del “nacimiento” instalado en la Plaza de San Marcelo en León o en la del Liceo, en Salamanca y aún en el pueblo de Cerezales del Condado. Nos gusta el monumental “presepio” que se levanta cada año en el centro de la plaza de San Pedro, en el Vaticano. Y el gran “pesebre” de madera que la municipalidad coloca en la plaza pública, allá en el lejano pueblo chileno de Llanquihue.

Pero ¿qué es lo que está pasando entre nosotros? ¿Es tan solo nuestra prisa la que nos impide detenernos a instalar el nacimiento en nuestro hogar? ¿Por qué algunos gobernantes han decidido eliminarlo de nuestras plazas?

El pretendido respeto a otras religiones ¿no será una excusa para eliminar todos los signos cristianos? ¿Será que con su debilidad este Niño pone en ridículo a los prepotentes? ¿O será que desgraciadamente la cultura de la muerte nos impide contemplar la imagen de la familia y hasta el más sencillo signo de la vida?

José-Román Flecha Andrés

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