martes, 19 de diciembre de 2017

Adviento: la gozosa esperanza y la vigilancia

Durante el tiempo ordinario que ya ha concluido, la Iglesia ha ido dejándose instruir por las enseñanzas de su Maestro y ha celebrado el misterio de Cristo en su totalidad. Cuando llegaba a su fin, la liturgia fue tiñéndose progresivamente de una perspectiva escatológica para concluir con la gran doxología final del año litúrgico que es el domingo de Cristo, Rey del Universo, aclamándolo como Señor de todo lo creado y del tiempo.

El comienzo del nuevo año litúrgico con el tiempo del Adviento, en contra de lo que pudiera parecer, no significa una ruptura; el Adviento sitúa de nuevo al pueblo cristiano en una tensión espiritual que viene propiciada por dos venidas del Hijo de Dios: la espera del retorno glorioso de Cristo al final de los tiempos –Parusía– y la preparación de la próxima fiesta de la Navidad. Estos dos acontecimientos se presentan en exquisita armonía con sus momentos propios a lo largo de las cuatro semanas del Adviento: hasta el día 16 de diciembre, la Iglesia centra la mirada principalmente en la espera dichosa de los últimos tiempos «cuando venga de nuevo –el Señor– en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra» (prefacio I);  por su parte, la octava previa al 25 de diciembre se fija más intensamente en la realidad de la Encarnación y la necesaria preparación para la Navidad: «quien al venir por vez primera en la humildad de nuestra carne, realizó el plan de redención… y nos abrió el camino de la salvación eterna» (prefacio I). De esta manera, el Adviento pone ante nuestros ojos de manera sintética la Historia de la Salvación que comenzó con la promesa del Mesías hecha al pueblo de la primera Alianza y que culminará con su regreso como «Señor y Juez de la Historia» cuando termine este mundo y nazcan «los cielos nuevos y la tierra nueva» (prefacio III).

La espiritualidad

Estas «dos venidas» de Cristo junto con la que sucede continuamente, «en cada hombre y en cada acontecimiento» (prefacio III), provocan necesariamente una vivencia espiritual intensa en la vida cristiana; las cuatro semanas del Adviento son el tempo propicio para avivar la virtud de la esperanza, tomando conciencia que sólo Dios es el Salvador del mundo y que en Él reside el sentido a toda la existencia. Ante tantos sinsentidos que ahogan continuamente nuestro mundo, el creyente alza un grito cargado de esperanza: «¡Marana tha!», «¡Ven, Señor Jesús!»; y sabe que esa súplica no va a caer en el vacío porque el fundamento de la esperanza cristiana no se asienta en otro sino en Jesucristo que ha venido, que viene y que vendrá a librar a su pueblo: «sí, yo vengo pronto. ¡Amén!» (himno de Vísperas). Así, la esperanza cristiana es una llamada constante a confiar en Dios: «En Adviento la liturgia con frecuencia nos repite y nos asegura, como para vencer nuestra natural desconfianza, que Dios “viene”: viene a estar con nosotros, en todas nuestras situaciones; viene a habitar en medio de nosotros, a vivir con nosotros y en nosotros; viene a colmar las distancias que nos dividen y nos separan; viene a reconciliarnos con él y entre nosotros. Viene a la historia de la humanidad, a llamar a la puerta de cada hombre y de cada mujer de buena voluntad, para traer a las personas, a las familias y a los pueblos el don de la fraternidad, de la concordia y de la paz» (Benedicto XVI, Ángelus, 3/12/06).

La virtud de la esperanza, provocada por las venidas de Cristo, encuentra en el tiempo del Adviento un complemento necesario: la vigilancia. Junto con la esperanza se ha de esperar. El mismo Cristo exhorta frecuentemente a estar preparados adecuadamente a su llegada pues ésta sucederá como regresa el amo de la boda (Mt 12,35; Lc 24,45), como llega el ladrón en la noche (Lc 24,42) o como se alza el grito a deshora anunciando la presencia del esposo (Lc 25,1). Sin esta exigencia moral, la espiritualidad del Adviento quedaría incompleta; la acción de Dios ha de ser acogida sin que la entorpezcan los afanes de este mundo (cf. colecta, segundo domingo).

Por esta razón, la conversión adquiere un protagonismo esencial en el Adviento, que no es primariamente un tiempo penitencial: «consolados con la presencia de tu Hijo que viene, no caigamos en la antigua servidumbre del pecado» (colecta, martes de la primera semana).

La vigilancia corrige la comodidad y el conformismo; es antídoto contra el pecado, y se alimenta con la oración: «El Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza, en el que se invita a los creyentes en Cristo a permanecer en una espera vigilante y activa, alimentada por la oración y el compromiso concreto del amor» (Benedicto XVI, Ángelus, 3/12/2006).

La palabra de Dios

La palabra de Dios sugiere todos estos elementos; al mismo tiempo, ofrece ejemplos bíblicos que ha sido modélicos porque encarnaron de manera excelente la expectación del Hijo de Dios: «a quien todos los profetas anunciaron, la Virgen esperó con inefable amor de Madre, Juan lo proclamó ya próximo y señaló después entre los hombres» (prefacio II).

La riqueza de la palabra de Dios en este tiempo exige comprender su dinámica interna: es necesario asimilar la esperanza del primer Israel (personificada los profetas) hasta el momento inminente de la encarnación de Cristo (Juan el Bautista y la Virgen María) para proyectar estas actitudes ante su definitiva venida, implementar una actitudes morales acordes con esa esperanza y preparar adecuadamente las próximas celebraciones de la Natividad del Señor.

En las ferias de las cuatro semanas hasta el 16 de diciembre se proclaman los textos del profeta Isaías y los Evangelios se relacionan con la primera lectura. A partir del jueves de la segunda semana comienzan las lecturas sobre Juan el Bautista y las primeras lecturas se vinculan con ellas. En las ferias de la última semana antes de Navidad (a partir del día 17) se recogen los acontecimientos que prepararon de inmediato el nacimiento del Señor y la primera lectura describen los vaticinios mesiánicos más importantes.

No hay que olvidar el magnífico complemento que supone la Liturgia de las Horas en este rico sistema de la Palabra de Dios; ella, además de posibilitar la meditación más extensa y pausada de los textos bíblicos más importantes para este tiempo litúrgico, ofrece un nutrido leccionario patrístico. Hasta el día 16 las lecciones de los Santos Padres versan sobre la última venida de Cristo y sobre las actitudes que deben guiar a la Iglesia en esta etapa de expectación; a partir el día 17, las lecturas son comentarios al Evangelio que se proclama cada día en la Misa o tratan sobre el plan divino de la salvación que se ha manifestado en Cristo.

La Piedad Popular

La piedad popular ha desarrollado unas formas que oscilan entre la expectación por la venida del Salvador y el estupor por el acontecimiento extraordinario de la Encarnación. Las expresiones más destacadas son: la corona de adviento como memoria de las distintas etapas de la historia de la salvación hasta la luz de la Navidad; la novena de Navidad en la que se recomienda la participación de los fieles en la celebración de las Vísperas con sus «antífonas mayores» o «antífonas de la ¡oh!»; el nacimiento como contacto «visual» con el misterio de Belén; la novena de la Inmaculada, cuyo contenido de fe es una preparación al nacimiento de Jesús.

La piedad popular, por lo tanto, es un excelente remedio contra la visión comercial, tan extendida en el tiempo previo a la Navidad. Realiza también una exposición de la vida cristiana desde la sobriedad, la sencillez alegre, la actitud de solidaridad para con los pobres, y la sensibilidad por el valor de la vida y el deber de respetarla y protegerla desde su concepción.

Luis García Gutiérrez
Director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Liturgia

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