Nació en Ruanda hace 25 años y ha pasado la mayor parte de su vida en campos para refugiados. Ahora es médica en un hospital de Malaui y cuenta cómo la educación cambió su vida. Con su experiencia quiere inspirar a otros y ser fuente de esperanza.
Tu infancia estuvo marcada por la violencia en Ruanda en 1994. ¿Qué recuerdas de esos años?
Cuando la guerra comenzó yo tenía unos tres años. Dejamos el país después de que mi padre muriera, fuimos primero a Burundi y después a República Democrática de Congo. Allí nos quedamos durante un tiempo en un campo de refugiados. La vida no iba mal: nos daban comida, como unas galletas que repartían organizaciones humanitarias, y jugaba con otros niños. Aunque sabía que no era mi hogar, me encontraba bien. Pero entonces estalló otra guerra en aquel lugar y tuvimos que huir de nuevo. Pasó un año desde que salimos de aquel campo y llegamos a otro. Fue una etapa muy difícil porque estábamos constantemente escapando. Yo tenía seis o siete años y era demasiado para una niña pequeña. Era unas condiciones muy difíciles. En ese periodo casi me ahogo, teníamos que estar bebiendo agua que no era segura y hacíamos todo el viaje a pie, de día y de noche. En ese momento yo estaba sola con mis abuelos, que eran mayores, así que íbamos más lentos que otros miembros del grupo y nos quedábamos atrás. Al cabo de un año llegamos a otro campo donde nos atendieron. Si no hubiéramos llegado yo no estaría hoy aquí porque me encontraba con un grado muy severo de malnutrición.
¿Qué te ayudó a soportar estos momentos tan difíciles?
Lo que me hizo aguantar todo esto fue mi abuelo que cuidó de mí y siempre hizo lo que fuera para que yo tuviera algo que comer. Incluso casi lo matan por conseguir comida. Cuando andábamos por la selva huyendo y nos atacaban, había mujeres que soltaban a sus hijos de sus espaldas para poder escapar de los disparos. Uno no puede correr tanto con un niño en la espalda. Mi abuelo nunca me soltó, siempre me llevó con él.
En esos primeros años de vida perdiste a tu padre, a tu madre, a tu hermana y a tu abuela ¿Cómo era tu abuelo?
Era como un padre para mí. En mi cultura, cuando un abuelo quiere mucho a su nieta dice que es su esposa. Él me llevaba a todas partes. En la selva él se sacrificó mucho por mí para hacer que yo estuviera a salvo y siempre tuviera algo para comer.
Tu abuelo se esforzó para que recibieras educación y os trasladasteis al campo de refugiados de Dzaleka, en Malaui, donde había una escuela de la ONG Entreculturas. ¿Cómo lo viviste?
Allí empecé a ir al colegio. En los anteriores campos de refugiado yo había podido jugar con otros niños pero creo que en Malaui, yo tenía ocho años, fue la primera vez que hice amigos de verdad. Anunciaban las notas por la radio y recuerdo la sonrisa de mi abuelo cuando me nombraron a mí como la que tenía las notas más altas. No era fácil vivir allí pero al menos teníamos un lugar donde estar, un hogar.
Al acabar la secundaria eras una de las seis mejores estudiantes de todo el país y el Gobierno chino te concedió una beca para estudiar en la universidad. ¿Por qué elegiste medicina?
Desde muy joven quería hacer algo que me permitiera ayudar a todo tipo de personas, desde jóvenes hasta ancianos. La medicina era una forma de hacerlo.
En China, un año estudiando la lengua y cinco la carrera. ¿Cómo fue la experiencia?
Todo era nuevo para mí. Hasta entonces yo había vivido en una choza y en China en vez de letrinas teníamos retretes. En vez de bañarnos con cubos de agua teníamos duchas. El agua la cogíamos de grifos en vez de pozos. En China todo era nuevo. Tuve la posibilidad de conocer gente de todo tipo y eso fue algo fantástico. Al principio fue un choque con una cultura diferente a la que no estaba acostumbrada y por supuesto aprender chino fue difícil, pero en definitiva fue una gran experiencia.
Vaya reto, aprender chino y estudiar una carrera con un idioma recién aprendido. ¿De dónde sacaba las fuerzas?
Admito que en algunos momentos quise darme por vencida, pero después vi que era el lugar donde tenía que estar. Mi misión era ayudar en lo posible a gente que estaba en la situación en la que yo había estado y servirles de inspiración. Si me hubiera dado por vencida no habría inspirado a nadie. Quería que la gente me viera y creyera que es posible salir de esa situación. No quería decepcionar a mi familia ni a todos los refugiados que podían verme y estar orgullosos de mí. Esto fue lo que me dio la fuerza.
Ahora vives en Blantyre, pero tienes familiares en el campo de Dzaleka. ¿Cómo es la situación en este momento?
Sí, tengo familia en Dzeleka. Mis tíos y otros parientes lejanos. La situación es diferente para unos y otros. El campo tiene más de veinte años y hay gente que ha encontrado la forma de hacer negocios y que llega a fin de mes. Pero otras personas son muy pobres y lo pasan mal. Hay gente a la que incluso no le llegan las raciones mínimas y no tienen comida ni ropa.
¿Qué piensas de la importancia de la educación en contextos de refugio?
Tomándome a mí como ejemplo a mí me dieron refugio, me dieron comida, me dieron agua y medicamentos pero si se hubiera quedado ahí yo no estaría hoy aquí. No podría inspirar a otros y devolver a Malaui todo lo que me ha dado, todo los que les debo. La educación es muy importante en primer lugar porque permite que uno se olvide de todo lo malo que ha pasado, juega con sus amigos. Uno va al colegio y aprende de lugares nuevos como América y entonces piensa: yo voy a salir de esta situación y voy a ser alguien. Es un modo también de aliviar el trauma que estos niños han pasado. Creo que es importante ofrecer la posibilidad de la educación a estos niños desde el principio, que ellos no tengan que esperar para formarse, porque son chicos con mucho potencial y se merecen la oportunidad de tener una infancia normal y merecen poder cumplir este potencial que tienen y pertenecer a la comunidad global. La educación es el instrumento principal que tenemos para contribuir a la sociedad y si no lo les damos esa oportunidad, se está desperdiciando.
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