Primera Lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (11,29-36):
Los dones y la llamada de Dios son irrevocables. Vosotros, en otro tiempo, erais rebeldes a Dios; pero ahora, al rebelarse ellos, habéis obtenido misericordia. Así también ellos, que ahora son rebeldes, con ocasión de la misericordia obtenida por vosotros, alcanzarán misericordia. Pues Dios nos encerró a todos en la rebeldía para tener misericordia de todos. ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero, para que él le devuelva? Él es el origen, guía y meta del universo. A él la gloria por los siglos. Amén.
Palabra de Dios
Salmo 68,R/. Que me escuche, Señor, tu gran bondad
Santo Evangelio según san Lucas (14,12-14):
En aquel tiempo, dijo Jesús a uno de los principales fariseos que lo había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.»
Palabra del Señor
Compartimos:
Va a ser que nosotros, habitualmente, hacemos lo contrario, exactamente lo contrario de lo que dice Jesús. Y se entiende. Si vamos a celebrar una fiesta invitamos a los conocidos, a la familia (aunque a veces a alguno de la familia preferiríamos que no estuviera…), a los amigos. Es lo normal. Es lo lógico. Invitar a desconocidos, pone un punto de dificultad en la celebración de la fiesta. Esto se entiende y creo que lo entendería el mismo Jesús.
Sucede que Jesús, cuando habla y en su vida, se sitúa en otra onda. Para empezar, Jesús rompe todas esas barreras que nos encanta poner a nosotros. Por la sencilla razón de que, desde su perspectiva, todos somos hermanos, hijos e hijas del mismo Dios y Padre de todos. Esas fronteras que nosotros ponemos con los que hablan una lengua diferente o tienen tradiciones o culturas diversas de las nuestras o formas de pensar opuestas… no existen para Jesús. No significa que no existan esas diferencias. Eso Jesús no lo niega. Lo que deja claro Jesús es que esas diferencias no marcan ni mucho menos fronteras insalvables. Esas diferencias de ningún modo rompen la fraternidad básica entre hombres y mujeres en este mundo. Esas diferencias no son nada frente al hecho de ser hijos e hijas de Dios, hechura de sus manos. La fraternidad del Reino no conoce las fronteras, ninguna frontera.
Pero hay algo más. Jesús nos dice que nos acordemos de invitar a los pobres, lisiados, cojos y ciegos. Dicho en otras palabras, a lo último, a los que no quiere nadie, a los que no lucen en ninguna fiesta, a los que no pueden llevar traje de fiesta (porque no tienen para comprarlo), a los que, casi seguro, no se saben comportar educadamente en la mesa ni saben con qué cubiertos se come el pescado ni en qué copa se bebe el vino. ¿A esos hay que invitar? Pues sí, porque invitar a esos es precisamente la prueba de que nuestra mesa, la mesa del Reino, está abierta a todos sin excepciones. Porque, y volvemos al principio, todos somos hijos e hijas del Padre común, de Dios.
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