Primera Lectura
Lectura del segundo libro de los Macabeos (2,15-29):
En aquellos días, los funcionarios reales encargados de hacer apostatar por la fuerza llegaron a Modín, para que la gente ofreciese sacrificios, y muchos israelitas acudieron a ellos. Matatías se reunió con sus hijos, y los funcionarios del rey le dijeron: «Eres un personaje ilustre, un hombre importante en este pueblo, y estás respaldado por tus hijos y parientes. Adelántate el primero, haz lo que manda el rey, como lo han hecho todas las naciones, y los mismos judíos, y los que han quedado en Jerusalén. Tú y tus hijos recibiréis el título de grandes del reino, os premiarán con oro y plata y muchos regalos.»
Pero Matatias respondió en voz alta: «Aunque todos los súbditos en los dominios del rey le obedezcan, apostatando de la religión de sus padres, y aunque prefieran cumplir sus órdenes, yo, mis hijos y mis parientes viviremos según la alianza de nuestros padres. El cielo nos libre de abandonar la ley y nuestras costumbres. No obedeceremos las órdenes del rey, desviándonos de nuestra religión a derecha ni a izquierda.»
Nada más decirlo, se adelantó un judío, a la vista de todos, dispuesto a sacrificar sobre el ara de Modin, como lo mandaba el rey. Al verlo, Matatias se indignó, tembló de cólera y en un arrebato de ira santa corrió a degollar a aquel hombre sobre el ara. Y entonces mismo mató al funcionario real, que obligaba a sacrificar, y derribó el ara. Lleno de celo por la ley, hizo lo que Fineés a Zinirí, hijo de Salu.
Luego empezó a gritar a voz en cuello por la ciudad: «El que sienta celo por la ley y quiera mantener la alianza, ¡que me siga!»
Después se echó al monte con sus hijos, dejando en el pueblo cuanto tenía. Por entonces, muchos bajaron al desierto para instalarse allí, porque deseaban vivir según derecho y justicia.
Palabra de Dios
Salmo 49,R/. Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios
Santo Evangelio según san Lucas (19,41-44):
En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: «¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida.»
Palabra del Señor
Compartimos:
¿Qué es lo que conduce a la paz? Y, ¿de qué paz habla Jesús? Está claro que Jesús no habla de un armisticio bélico, de la mera ausencia de guerra. Si Jerusalén no comprende lo que conduce a la paz, es porque no es capaz de abrir los ojos a la presencia del príncipe de la paz, el que trae la paz entre sus muros (cf. Sal. 122, 7), la paz que el Señor concede a todos los hombres de buena voluntad (cf. Lc 2, 14), y que no es otra cosa que la presencia de la salvación por la encarnación del Hijo de Dios. Jesús nos pacifica por dentro, porque nos reconcilia con Dios y con nosotros mismos, pero también por fuera, porque el que está pacificado por dentro se convierte él mismo en un agente de reconciliación y de paz con los demás.
El anuncio de la destrucción de Jerusalén, que posiblemente es una profecía “post eventum” (escrita después del año 70), no hay que entenderla como una amenaza de castigo por no haber aceptado a Cristo, sino como la triste consecuencia de la propia infidelidad, y la incapacidad para acoger el cumplimiento de las promesas de Dios.
Esa amenaza de destrucción levita siempre sobre nosotros. No se trata de que, si somos infieles o sordos a la Palabra de Dios, Él nos vaya a destruir: es posible vivir en este mundo en el pecado y la prosperidad: “envidiaba yo a los perversos, viendo prosperar a los malvados. Para ellos no hay sinsabores, están sanos y engreídos; no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás” (Sal 72). Pero es cierto que, si nos alejamos de la fuente de la vida, nos dirigimos a nuestra propia destrucción, por bien que nos haya ido en la vida. Porque la salvación es un don gratuito de Dios, pero que nosotros debemos aceptar. Y esa aceptación, más que en forma de doctrina, normas y valores (que también se dan) se realiza en la acogida de la persona de Cristo, que es nuestra paz (Ef. 2, 14).
La vida cristiana es un verdadera lucha espiritual, que requiere de nuestra cooperación, de nuestra disposición positiva, de nuestro discernimiento y de fortaleza de ánimo. Matatías Macabeo y sus hijos simbolizan hoy esa lucha, que otros realizaron (lo hemos visto en estos días) por medio del testimonio martirial, y que podemos entender en un sentido estrictamente moral y espiritual. Las fuerzas que se nos oponen requieren de nosotros la fortaleza para no inclinarnos ante los nuevos ídolos que tratan de seducirnos, a veces con buenas palabras, otras con amenazas y violencia. Es esa lucha por la acogida de Cristo y por la fidelidad a su Palabra lo que nos conduce a la paz.
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