martes, 16 de septiembre de 2025

Martes de la XXIV Semana del Tiempo Ordinario, Santos Cornelio, papa, y Cipriano, obispo, mártires

Primera Lectura

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo (3,1-13):

Es cierto que aspirar al cargo de obispo es aspirar a una excelente función. Por lo mismo, es preciso que el obispo sea irreprochable, que no se haya casado más que una vez; que sea sensato, prudente, bien educado, digno, hospitalario, hábil para enseñar; no dado al vino ni a la violencia, sino comprensivo, enemigo de pleitos y no ávido de dinero; que sepa gobernar bien su propia casa y educar dignamente a sus hijos. Porque, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios quien no sabe gobernar su propia casa? No debe ser recién convertido, no sea que se llene de soberbia y sea por eso condenado como el demonio. Es necesario que los no creyentes tengan buena opinión de él, para que no caiga en el descrédito ni en las redes del demonio. Los diáconos deben, asimismo, ser respetables y sin doblez, no dados al vino ni a negocios sucios; deben conservar la fe revelada con una conciencia limpia. Que se les ponga a prueba primero y luego, si no hay nada que reprocharles, que ejerzan su oficio de diáconos. Las mujeres deben ser igualmente respetables, no chismosas, juiciosas y fieles en todo. Los diáconos, que sean casados una sola vez y sepan gobernar bien a sus hijos y su propia casa. Los que ejercen bien el diaconado alcanzarán un puesto honroso y gran autoridad para hablar de la fe que tenemos en Cristo Jesús.

Palabra de Dios


Salmo 100 R/. Danos, Señor, tu bondad y tu justicia


 Santo Evangelio según san Lucas (7,11-17):

En aquel tiempo, se dirigía Jesús a una población llamada Naín, acompañado de sus discípulos y de mucha gente. Al llegar a la entrada de la población, se encontró con que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda, a la que acompañaba una gran muchedumbre.

Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: «No llores.»

Acercándose al ataúd, lo tocó y los que lo llevaban se detuvieron. Entonces dijo Jesús: «Joven, yo te lo mando: levántate.»

Inmediatamente el que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús se lo entregó a su madre.

Al ver esto, todos se llenaron de temor y comenzaron a glorificar a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.»

La noticia de este hecho se divulgó por toda Judea y por las regiones circunvecinas.

Palabra del Señor

Compartimos:

Si ayer meditábamos en el dolor de María, hoy el Evangelio nos presenta las lágrimas de una madre viuda que llora a su hijo muerto. Tal vez la viuda de Naím pueda pueda ser imagen de Santa María o de la Iglesia llorando por sus hijos “muertos”. Tal vez tu y yo y muchos estemos necesitados de una Voz soberana que nos diga con fuerza: ¡A ti te lo digo, levántate! Una Voz que nos levante de la tumba. Porque, casi sin darnos cuenta, igual estemos mas muertos que vivos. Dormidos tan profundamente que parecemos muertos porque en algún momento perdimos la gracia a fuerza de cesiones en detalles que estimamos poco importantes, caímos en cierto fariseísmo, nos acostumbramos a unas prácticas rutinarias, confundimos la libertad de los hijos de Dios con la pretensión de autosuficiencia, nos contaminamos con supuestos derechos humanos que no son tales…


Es posible que, con apariencia de vida, muchos que nos tenemos por creyentes e incluso hasta por cristianos ejemplares estemos muy necesitados de que Jesucristo nos levante de esa especie de muerte espiritual experimentada como un plácido estar. Un plácido estar… con una fe muerta o medio muerta, una esperanza no operante y activa y una caridad cómoda que siempre empieza por uno mismo y sigue en uno mismo.


La historia de la viuda de Naín nos enseña que, incluso en los momentos más difíciles y de mayor pérdida que son aquellos en los que ni siquiera nos paramos a pensar, Jesús está presente para restaurarnos. Como en Naín puede tocarnos sin temor por nuestra impureza. Él es el Señor de la vida y tiene el poder para transformar situaciones de desesperación no sentida como tal, en momentos de renovación y esperanza. Las súplicas de la Santísima Virgen y los ruegos de la Iglesia pueden alcanzarnos la misericordia de esa Voz poderosa que nos ordene con vigor a cada uno: a ti te lo digo, levántate.

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