Primera Lectura
Lectura del libro del Éxodo (16,2-4.12-15):
En aquellos días, en el desierto, comenzaron todos a murmurar contra Moisés y Aarón, y les decían: «¡Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto! Allí nos sentábamos junto a las ollas de carne, y comíamos hasta hartarnos; pero vosotros nos habéis traído al desierto para matarnos a todos de hambre.»
Entonces el Señor dijo a Moisés: «Voy a hacer que os llueva comida del cielo. La gente saldrá a diario a recoger únicamente lo necesario para el día. Quiero ver quién obedece mis instrucciones y quién no.»
Y el Señor se dirigió a Moisés y le dijo: «He oído murmurar a los israelitas. Habla con ellos y diles: «Al atardecer comeréis carne, y por la mañana comeréis hasta quedar satisfechos. Así sabréis que yo soy el Señor vuestro Dios.»»
Aquella misma tarde llegaron codornices, las cuales llenaron el campamento; y por la mañana había una capa de rocío alrededor del campamento. Después que el rocío se hubo evaporado, algo muy fino, parecido a la escarcha, quedó sobre la superficie del desierto.
Los israelitas, no sabiendo qué era aquello, al verlo se decían unos a otros: «¿Y esto qué es?»
Moisés les dijo: «Éste es el pan que el Señor os da como alimento.»
Palabra de Dios
Salmo 77 R/. El Señor les dio un trigo celeste
Segunda Lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (4,17.20-24):
En el nombre del Señor os digo y encargo que no viváis más como los paganos, que viven de acuerdo con sus vanos pensamientos. Pero vosotros no conocisteis a Cristo para vivir de ese modo, si es que realmente oísteis acerca de él; esto es, si de Jesús aprendisteis en qué consiste la verdad. En cuanto a vuestra antigua manera de vivir, despojaos de vuestra vieja naturaleza, que está corrompida por los malos deseos engañosos. Debéis renovaros en vuestra mente y en vuestro espíritu, y revestiros de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios y que se manifiesta en una vida recta y pura, fundada en la verdad.
Palabra de Dios
Santo Evangelio según san Juan (6,24-35):
En aquel tiempo, al no ver allí a Jesús ni a sus discípulos, la gente subió a las barcas y se dirigió en busca suya a Cafarnaún.
Al llegar a la otra orilla del lago, encontraron a Jesús y le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo has venido aquí?»
Jesús les dijo: «Os aseguro que vosotros no me buscáis porque hayáis visto las señales milagrosas, sino porque habéis comido hasta hartaros. No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna. Ésta es la comida que os dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él.»
Le preguntaron: «¿Qué debemos hacer para que nuestras obras sean las obras de Dios?»
Jesús les contestó: «La obra de Dios es que creáis en aquel que él ha enviado.»
«¿Y qué señal puedes darnos –le preguntaron– para que, al verla, te creamos? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: «Dios les dio a comer pan del cielo.»»
Jesús les contestó: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo. ¡Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo! Porque el pan que Dios da es aquel que ha bajado del cielo y da vida al mundo.»
Ellos le pidieron: «Señor, danos siempre ese pan.»
Y Jesús les dijo: «Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed.»
Palabra del Señor
Compartimos:
Este regalo de Dios aparece después de que el pueblo comience a protestar. Suele pasar. Después de la alegría de la liberación, del abandono de la esclavitud, llega el tiempo de la meseta, del día a día. Y surge la nostalgia por la vida anterior. Es un proceso que se puede dar también en la vida espiritual. Los “convertidos” viven los primeros momentos de la fe con alegría y paz. Es el tiempo de la serenidad, de la novedad. Se dejan atrás los vicios, se abandona la esclavitud del pecado y todo se ve de color de rosa. Pero… Llega la rutina, y se empieza a pensar en lo bien que vivíamos antes, sin tener que ir a Misa, sin rezar, sin ser “bueno”… No era una vida, quizá, de la que estar orgullosos, pero tenía sus satisfacciones.
Nosotros también, a menudo, protestamos, porque las cosas no van como a nosotros nos gustaría. Nos olvidamos de que la Providencia de Dios sigue pendiente de todo. A Israel había que educarlo, porque eran un pueblo de dura cerviz. Sin embargo, para nosotros está claro el don de Dios (Jn 4, 10), la gracia que Cristo nos consiguió al morir por nosotros.
Con el envío del maná, Dios demostró que se (pre)ocupaba de su pueblo. Siempre. En los momentos de cansancio, de desierto, recordemos esos instantes en los que sentimos la ayuda, la presencia del Señor en nuestras vidas. Sin nostalgias del pasado, porque como esclavos se vive peor.
Lo recuerda Pablo al comienzo de la segunda lectura: “os digo que no andéis ya más como los paganos, que viven de acuerdo con sus vanos pensamientos”. Se ve que eso de ser “un hombre nuevo” costaba también en los tiempos del Apóstol de los gentiles. Para morir del todo al hombre viejo hay que haber encontrado la perla fina y el tesoro escondido (Mt 14, 44-46). Nosotros, que nos hemos encontrado con Cristo, nuestro tesoro, debemos recordar a menudo por qué hemos decidido vivir de otra manera, con Cristo, como seguidores de Cristo. Él es el Pan de Vida, el que nos colma y sacia nuestra hambre. Por Él merece la pena esforzarse en vivir como Dios quiere. La fe en Jesús nos hace optar por un estilo de vida y unos valores muy concretos y, al mismo tiempo, nos hace renunciar a maneras de vivir distintas a la que Jesús nos propone, a actitudes contrarias al evangelio. La fe en Jesús nos pide y nos exige un testimonio de vida, un testimonio que esté a la altura del mundo en el que vivimos y de las necesidades que hay en él.
Los contemporáneos de Jesús siguen buscándole. “Por el interés te quiero, Andrés”, seguramente. Son las cosas de haber comido en abundancia. El comentario de Jesús es muy adecuado: “me buscáis porque habéis comido hasta hartaros”. Cristo sabe que no siempre nos atrae el aroma de Dios, sino que nos entusiasma el aroma del pan recién hecho, como les pasaba a los judíos. Si supiéramos lo que nos conviene, nuestra petición debería ser no “Señor, tenemos hambre”, sino “Señor, ayúdanos, porque tenemos hambre de ti”.
Quizá es que en nuestro corazón hay mucho ruido, mucha mundanidad, y no nos hace falta buscar a Dios. Y tendríamos que buscarlo permanentemente, como María y José lo buscaron en Jerusalén, como la mujer de la parábola buscó la moneda perdida, el pastor la oveja perdida o como la Magdalena busco al Señor en el sepulcro. La pregunta es, entonces, si busco a Dios. ¿Cómo le busco? ¿Con la curiosidad de Herodes? ¿O no le busco, porque no me responde como yo quiero? Lo dice muy bien santa Teresa de Jesús: debemos buscar, no los dones del Señor, sino buscar al Señor de los dones. Con determinada determinación.
Para buscar a Jesús, tenemos que alimentarnos del Pan de Vida eterna. Se puede hacer de diversas maneras, pero hay dos momentos especiales. El primero es el Pan de la Palabra de Dios. Que el contacto con el Evangelio sea algo habitual; dejar que nos impregne el corazón y la vida, para encarnarlo a lo largo del día.
El otro momento es alimentarnos del Pan de la Eucaristía, comulgando con Jesús. Eso significa entrar en comunión con Él, vivir un estilo de vida que nace de una relación profunda con Jesús, como seguidores suyos. Todo eso, para pensar, sentir amar, trabajar, sufrir y vivir como Jesús. Que sepamos aprovecharlo, que nos alimentemos de él. Que no busquemos a Dios por el interés, como aquella multitud, sino para que sacie, de una vez por todas, nuestra “hambre” y nuestra “sed”. “Señor, danos siempre de este Pan”.
Sería hoy, pues, un buen momento además para recordar que, cada día, es necesario dar gracias a Dios por el alimento, porque es un don de Dios, y bendecirlo, para que, hagamos lo que hagamos, comamos o bebamos, todo sea para mayor gloria de Él (1 Cor 10, 31).
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