Primera lectura
Lectura del libro del Éxodo (32,7-14):
En aquellos días, el Señor dijo a Moisés: «Anda, baja de la montaña, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un becerro de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: “Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto”».
Y el Señor añadió a Moisés:
«Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo».
Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios:
«¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran poder y mano robusta? ¿Por qué han de decir los egipcios: “Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra”? Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo: “Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre”».
Entonces se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.
Palabra de Dios
Salmo 105,R/. Acuérdate de mí, Señor, por amor a tu pueblo
Santo Evangelio según san Juan (5,31-47):
En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: «Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es verdadero. Hay otro que da testimonio de mí, y sé que es verdadero el testimonio que da de mí.
Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él ha dado testimonio en favor de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz.
Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado.
Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su rostro, y su palabra no habita en vosotros, porque al que él envió no lo creéis.
Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida! No recibo gloria de los hombres; además, os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros.
Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibisteis; si otro viene en nombre propio, a ese sí lo recibiréis.
¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero, si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?».
Palabra del Señor
Compartimos:
El testimonio de Cristo es más grande que el de Juan. Juan mismo lo había reconocido: “no soy digno de atar la correa de su sandalia”. Entonces, si la alegría de la luz que se encuentra en momentos concretos es proporcional a la fuerza del testimonio, Cristo ofrece no un instante, sino una eternidad de gloria y alegría. ¿Cómo ver esa luz y esa gloria?
Está claro: en primer lugar, leer las Escrituras y reconocer hacia quién está orientado todo el Antiguo Testamento y de quién habla todo el Nuevo. Ver al enviado, al que anunciaron los profetas.
Y ¿qué hacemos en términos concretos?
Está claro: mirar las acciones del Ungido. A veces son acciones espectaculares: milagros, convocatoria de miles de personas, actos y palabras magníficas. Y otras veces son acciones tan sencillas como beber agua del pozo de una mujer a la que llama a la reconciliación y a la verdad; o como comer en casa de un recaudador de impuestos que entrega lo que ha defraudado y la mitad de sus bienes; o escribir en el suelo algo misterioso y liberar a una mujer no solo de las piedras, sino de su pecado. Quizá los milagros que Dios opere por nuestro medio no sean milagros espectaculares; seguramente no tendremos una fuerza de convocatoria tan grande que reúna a multitudes y les dé de comer milagrosamente. Pero los pequeños actos, las acciones más sencillas, pueden dejar traslucir la luz de Dios. Si es así, si no es la propia luz sino la que apunta a Cristo, la alegría de la que se podrá gozar no será un instante, sino toda una eternidad.
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