Fue tachada de «alumbrada y farsante» y hasta los carmelitas no veían con buenos ojos que una mujer cuestionara su forma de vida
De santa Teresa de Jesús todo el mundo sabe que fue una gran mística, pero no todos conocen el por qué. Y, lo que es más importante, muy pocos han descubierto su truco para llegar a la intimidad con Dios que tuvo en vida. Teresa de Cepeda y Ahumada nació en Ávila en 1515, en el seno de una familia de judíos conversos. Desde pequeña se interesó por alimentar su vida espiritual con libros y oraciones, hasta el punto de que su intuición infantil le hizo decir un día a su hermano: «Rodrigo, que hay vida para siempre, para siempre, para siempre».
Estando en un internado resolvió entrar en el entonces bullicioso monasterio de la Encarnación, aunque por la oposición de su padre tuvo que escaparse de casa para lograr su objetivo. Tenía 20 años y quería la clausura, pero aún metida en las vanidades del mundo: con una personalidad arrolladora, estaba rodeada de monjas a cada rato y llevaba una ajetreada vida social por las muchas visitas que recibía.
Dos décadas después tuvo un encuentro con el Señor que le cambió la vida. Fue ante la imagen de «un Cristo muy llagado y que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros», recordaría más tarde. Ese fue el inicio de su conversión. Empezó a buscar a Jesús con más intensidad y lo hizo de la mano del Tercer abecedario espiritual de Francisco de Osuna y de la oración de recogimiento que practicaban los franciscanos.
«Empezó un camino de oración en solitario dentro del monasterio, porque entonces las monjas solo compartían la oración litúrgica», afirma Catalina Sastre, madre de familia de cuatro hijos y carmelita descalza seglar. Experta en la oración según la santa y responsable de la Escuela de San José de Contemplación y Misión, Sastre destaca que Teresa «recibió el carisma de enseñar a otros a orar. Lo que vivía empezó a comunicarlo primero a su padre y luego a sus monjas más íntimas. Se dio cuenta de que esa forma de rezar entusiasmaba y que hacía crecer muy rápido en la intimidad con el Señor».
Pronto tuvo a su alrededor en la Encarnación a 40 monjas que hacían oración como ella, y eso sentó las bases de la reforma que emprendería después dentro del Carmelo. Así, en 1562 se llevó a varias religiosas al monasterio de San José, también en Ávila, la primera de las 17 fundaciones que realizó en vida. «Ella quería pequeñas comunidades de muy pocas monjas dedicadas a la oración, que se ayudaran unas a otras en este camino, con mucho silencio que promoviera el recogimiento», afirma Catalina Sastre.
«A solas con quien nos ama»
No tardó en empezar a escribir títulos como Libro de la vida, Camino de perfección o Las moradas. Por aquel entonces no muchos se atrevían a escribir libros de oración y menos si eran mujeres, por lo que estuvo bajo la lupa de la Inquisición varias veces, de todas las cuales llegó a salir indemne. «Mientras que algunos maestros espirituales de su época enseñaban un camino equivocado, como intentar dejar la mente en blanco, Teresa se dio cuenta de que el único modo de profundizar en la oración es no apartarse nunca de la humanidad de Cristo», asegura la responsable de la Escuela de San José de Contemplación y Misión.
¿Cómo nos enseñaría a rezar santa Teresa hoy a nosotros? «Ella no inventó un método, sino que dio simplemente unas pautas. Basta ponerse en la presencia de Jesús para “tratar a solas con quien sabemos nos ama”, como decía. Se trata de hablar con él con toda confianza, sin preparar muchas palabras. También contó los trucos que usaba para ayudar al recogimiento, como empezar con un libro o ponerse delante de una imagen, cosas muy sencillas y que en nuestra época, con tanta dispersión y tanta pantalla, nos resultan de gran ayuda», detalla Sastre.
A Teresa la llaman la santa andariega porque recorrió España de arriba abajo fundando comunidades de religiosas orantes. En todas partes vivió persecución, pues la acusaban de «alumbrada y farsante». Los carmelitas también la perseguían, por no ver con buenos ojos que una mujer cuestionara su forma de vida. Y en las últimas semanas de su paso por este mundo llegó a ser expulsada de dos conventos que fundó ella misma años antes. Pero Teresa nunca se arredró y defendió ante unos y otros todo lo que pensaba y todo lo que vivía. Al final, murió en Alba de Tormes la noche del 4 de octubre de 1582. Así salió al encuentro de esa «vida para siempre» que ya empezó a anhelar de niña.
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