Primera lectura
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo (6,2c-12):
Esto es lo que tienes que enseñar y recomendar. Si alguno enseña otra cosa distinta, sin atenerse a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que armoniza con la piedad, es un orgulloso y un ignorante, que padece la enfermedad de plantear cuestiones inútiles y discutir atendiendo sólo a las palabras. Esto provoca envidias, polémicas, difamaciones, sospechas maliciosas, controversias propias de personas tocadas de la cabeza, sin el sentido de la verdad, que se han creído que la piedad es un medio de lucro. Es verdad que la piedad es una ganancia, cuando uno se contenta con poco. Sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él. Teniendo qué comer y qué vestir nos basta. En cambio, los que buscan riquezas caen en tentaciones, trampas y mil afanes absurdos y nocivos, que hunden a los hombres en la perdición y la ruina. Porque la codicia es la raíz de todos los males, y muchos, arrastrados por ella, se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos. Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de todo esto; practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos.
Palabra de Dios
Salmo 48 R/. Dichosos los pobres en el espíritu,porque de ellos es el reino de los cielos
Santo Evangelio según san Lucas (8,1-3):
En aquel tiempo, Jesús iba caminando de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo, predicando el Evangelio del reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de malos espíritus y enfermedades: María la Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con sus bienes.
Palabra del Señor
Compartimos:
En su misión de anunciar la buena noticia del Reino por los caminos de Galilea, Jesús no va solo. Le acompañan los Doce y un grupo de mujeres. De éstas se dice que Jesús las había curado de malos espíritus y enfermedades. Es interesante subrayar el hecho de que lo que se dice de las mujeres, que habían sido curadas por Jesús de esos malos espíritus, no se dice de los Doce, que también habían sido sacados de lo más bajo. Los pescadores del lago de Genesaret no pertenecían precisamente a las clases altas e instruidas del Israel de aquel tiempo. Y mucho menos la gente de Galilea, que era una zona fronteriza y marginal. Tampoco los publicanos, pecadores públicos porque robaban a la gente al cobrar los impuestos y porque colaboraban con los romanos invasores, eran precisamente gente “decente”.
Lo primero que habría que señalar es que Jesús no se rodeó precisamente de gente bien. Los hombres y mujeres que compartían con él el ministerio de anunciar el Reino de Dios, eran gente de abajo, personas rescatadas. Quizá podríamos decir que eran personas que habían experimentado el amor sanador de Dios en sus propias carnes. Quizá por eso no se sentían capaces de juzgar a nadie. Llevaban su tesoro, el haber conocido en Jesús la misericordia de Dios, en vasijas de barro. Seguramente que se les traslucía en la mirada la alegría de la esperanza recobrada al lado de Jesús.
Y también habría que señalar lo inédito de aquel grupo en su momento. El hecho de que a Jesús le acompañase junto con un grupo de hombres otro de mujeres era inédito en la cultura de la época. Las mujeres no tenían presencia pública. En la práctica no eran consideradas personas. Podríamos aducir numerosos textos de los escritos rabínicos de la época en este sentido. Ni siquiera su testimonio era válido ante los tribunales. Pero ahí están, con Jesús, dando testimonio del reino con su presencia.
Aquella igualdad entre hombres y varones en el grupo de seguidores de Jesús se perdió rápidamente en la Iglesia. Y los varones ocuparon muy pronto los lugares de preeminencia en ella. Hoy tendríamos que volver a recuperar esta dimensión fundamental del mensaje de Jesús: todos somos iguales a los ojos de Dios. Todos somos testigos. Y todos, hombres y mujeres, podemos anunciar la buena nueva del Reino.
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