Primera lectura
Lectura del libro del Génesis (21,5.8-20):
Abrahán tenía cien años cuando le nació su hijo Isaac. El chico creció, y lo destetaron. El día que destetaron a Isaac, Abrahán dio un gran banquete. Pero Sara vio que el hijo que Abrahán había tenido de Hagar, la egipcia, jugaba con Isaac, y dijo a Abrahán: «Expulsa a esa criada y a su hijo, porque el hijo de esa criada no va a repartirse la herencia con mi hijo Isaac.»
Como al fin y al cabo era hijo suyo, Abrahán se llevó un gran disgusto.
Pero Dios dijo a Abrahán: «No te aflijas por el niño y la criada. Haz exactamente lo que te dice Sara, porque es Isaac quien continúa tu descendencia. Aunque también del hijo de la criada sacaré un gran pueblo, por ser descendiente tuyo.»
Abrahán madrugó, cogió pan y un odre de agua, se lo cargó a hombros a Hagar y la despidió con el niño. Ella se marchó y fue vagando por el desierto de Berseba. Cuando se le acabó el agua del odre, colocó al niño debajo de unas matas; se apartó y se sentó a solas, a la distancia de un tiro de arco, diciéndose: «No puedo ver morir a mi hijo.» Y se sentó a distancia. El niño rompió a llorar.
Dios oyó la voz del niño, y el ángel de Dios llamó a Hagar desde el cielo, preguntándole: «¿Qué te pasa, Hagar? No temas, que Dios ha oído la voz del niño que está ahí. Levántate, toma al niño y tenlo bien agarrado de la mano, porque sacaré de él un gran pueblo.» Dios le abrió los ojos, y divisó un pozo de agua; fue allá, llenó el odre y dio de beber al muchacho. Dios estaba con el muchacho, que creció, habitó en el desierto y se hizo un experto arquero.
Palabra de Dios
Salmo 33R/. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
Santo Evangelio según san Mateo (8,28-34):
En aquel tiempo, llegó Jesús a la otra orilla, a la región de los gerasenos. Desde el cementerio, dos endemoniados salieron a su encuentro; eran tan furiosos que nadie se atrevía a transitar por aquel camino.
Y le dijeron a gritos: «¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?»
Una gran piara de cerdos a distancia estaba hozando.
Los demonios le rogaron: «Si nos echas, mándanos a la piara.»
Jesús les dijo: «Id.»
Salieron y se metieron en los cerdos. Y la piara entera se abalanzó acantilado abajo y se ahogó en el agua. Los porquerizos huyeron al pueblo y lo contaron todo, incluyendo lo de los endemoniados. Entonces el pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país.
Palabra del Señor
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La historia de los endemoniados del evangelio de hoy es una historia de miedos e inseguridades. Es una historia de egoísmo y de miopía. O, si se prefiere, es una parábola sobre la gestión de los recursos. Digamos que los de aquel pueblo se habían hecho, consciente o inconscientemente, una reflexión que podría ser más o menos así: tenemos que sobrevivir –la vida en aquellos tiempos era muy dura, mucho más que hoy– y defendernos de los peligros que nos amenazan. Por una parte están esos endemoniados. Son hermanos nuestros, son de nuestro clan, son de nuestra familia, pero se han vuelto peligrosos. Por otra parte, está la necesidad de comer todos los días. No tener lo suficiente para comer es ver acercarse la muerte para el pueblo. La piara, los cerdos, son el seguro de vida que tenemos. Conclusión (no es difícil): los endemoniados son peligrosos pero podemos evitar el riesgo si no nos acercamos a ellos. Lo más importante es cuidar los cerdos.
Al final es lo mismo que dijo Caifás, el Sumo Sacerdote, cuando estaban juzgando a Jesús: “Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación” (cf. Jn 11,49-50). Solo hay un pequeño detalle que subrayar: Caifás en el fondo no estaba pensando en la nación sino en él, en su posición social, y en su familia. Hacía falta que muriese Jesús para que él y los suyos pudiesen mantenerse en donde estaban. Lo mismo de los del pueblo. Son los dueños de los cerdos los que defienden su seguridad. Y les importa muy poco la vida de aquellos hombres que sufren o la de sus familias.
El evangelio nos recuerda una vez más que para Dios la vida de la persona humana, especialmente la de las que sufren, tiene prioridad sobre cualquier otra intención, interés o lo que sea. Cuando está en juego la vida de una persona, no valen los cálculos ni los intereses egoístas.
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