viernes, 3 de febrero de 2023

Viernes de la 4ª semana del Tiempo Ordinario

Lectura de la Carta a los Hebreos (13,1-8):

Hermanos: Conservad el amor fraterno y no olvidéis la hospitalidad: por ella algunos, sin saberlo, “hospedaron” a ángeles. Acordaos de los presos como si estuvierais presos con ellos; de los que son maltratados como si estuvierais en su carne. Que todos respeten el matrimonio; el lecho nupcial, que nadie lo mancille, porque a los impuros y adúlteros Dios los juzgará. Vivid sin ansia de dinero, contentándoos con lo que tengáis, pues él mismo dijo: «Nunca te dejaré ni te abandonaré»; así tendremos valor para decir: «El Señor es mi auxilio: nada temo; ¿qué podrá hacerme el hombre?». Acordaos de vuestros guías, que os anunciaron la palabra de Dios; fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe. Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre.

Palabra de Dios

Salmo  26 R/. El Señor es mi luz y mi salvación

 Santo Evangelio según san Marcos (6,14-29):

En aquel tiempo, como la fama de Jesús se había extendido, el rey Herodes oyó hablar de él. Unos decían: «Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos y por eso las fuerzas milagrosas actúan en él». Otros decían: «Es Elías». Otros: «Es un profeta como los antiguos». Herodes, al oírlo, decía: «Es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado». Es que Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado. El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener a la mujer de su hermano. Herodías aborrecía a Juan y quería matarlo, pero no podía, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre justo y santo, y lo defendía. Al escucharlo quedaba muy perplejo, aunque lo oía con gusto.

La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea. La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven: «Pídeme lo que quieras, que te lo daré». Y le juró: «Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino». Ella salió a preguntarle a su madre: «¿Qué le pido?». La madre le contestó: «La cabeza de Juan el Bautista». Entró ella enseguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió: «Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista». El rey se puso muy triste; pero por el juramento y los convidados no quiso desairarla. Enseguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro.

Palabra del Señor

Compartimos:

¡Qué cosa tan buena es la mala conciencia! Porque nos hace rectificar, o, por lo menos, no nos deja dormir a gusto. Esa voz que siempre nos dice que, aunque lo estemos pasando bien, hay algo que no acaba de estar en orden… ¡Claro que Herodes sabía que decapitar a Juan estaba mal! Tonto no era. Pero el orgullo, el no quebrantar su promesa, le llevó a asesinar al Bautista.

Es que, por mucho que insistan, nosotros no estamos llamados a tener una doble vida. Si empiezas a vivir dividido, te debatirás entre una y otra, y vivirás en permanente tensión. Querrás acabar con todo lo que intente despertar tu adormecida conciencia y buscarás siempre tu autojustificación (para eso somos maestros, ¡qué facilidad para encontrar argumentos a favor de nuestras acciones, aún sabiendo que no tenemos razón, y cuanto nos cuesta dar nuestro brazo a torcer!) La conciencia es difícil acallarla, pero cerrar la boca (o cortar la cabeza), a quien te recuerda que estás llamado a vivir como hijo de Dios es mucho más fácil.

El problema no está sólo en pecar, sino en no arrepentirse de ello. Las páginas de la Biblia están llenas de hombres buenos (como David) pero con tendencia a olvidarse de Dios y pecar. Muchos de ellos se arrepintieron, y tuvieron su premio. Entre ellos, san Pedro. Otros, como Judas Iscariote, no se acogieron a la segunda oportunidad, y tuvieron el final que tuvieron.

Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre. Símbolo de misericordia, de acogida y de perdón. Si perseveramos hasta el final, a pesar de los problemas, tendremos la seguridad de poder asirnos a la mano tendida que Él ofrece.

Hoy hay motivos para orar, pedirle fuerzas a Dios y seguir hasta el final.

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