Lectura del libro de Isaías (40,25-31):
«¿CON quién podréis compararme, quién es semejante a mi?», dice el Santo. Alzad los ojos a lo alto y mirad: ¿quién creó esto? Es él, que despliega su ejército al completo y a cada uno convoca por su nombre. Ante su grandioso poder, y su robusta fuerza, ninguno falta a su llamada. ¿Por qué andas diciendo, Jacob, y por qué murmuras, Israel: «Al Señor no le importa mi destino, mi Dios pasa por alto mis derechos»? ¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído?
El Señor es un Dios eterno que ha creado los confines de la tierra. No se cansa, no se fatiga, es insondable su inteligencia. Fortalece a quien está cansado, acrecienta el vigor del exhausto. Se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan.
Palabra de Dios
Salmo 102,R/. Bendice, alma mía, al Señor
Santo Evangelio según san Mateo (11,28-30):
En aquel tiempo, Jesús tomó la palabra y dijo: «Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».
Palabra del Señor
Compartimos:
El mundo se deleita con los héroes y las personas de éxito, especialmente con aquellos que se enfrentaron a circunstancias difíciles y ganaron. Los oradores motivacionales salpican sus charlas con historias de esas personas. Sin embargo, por cada persona que triunfa, hay cientos que viven sus vidas rotas, derrotadas, olvidadas. ¿A quién le cuentan sus historias llenas de lágrimas? ¿Quién escuchará sus sueños rotos y sentirá sus lágrimas calientes? El mundo no tiene tiempo para los perdedores. Afortunadamente, ¡Cristo sí lo tiene! Jesús les ofrece un hombro sobre el que llorar, un pecho en el que descansar, un corazón en el que volcar su angustia. Jesús está dispuesto a aligerar su carga con una mano amiga, una palabra tranquilizadora, un abrazo consolador. Fue una escena así la que convirtió a Edith Stein a la fe católica: la escena de una mujer que entraba en una iglesia para pasar un rato con el Señor antes de volver al aburrimiento de sus tareas cotidianas.
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