Plaza de San Pedro
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El Evangelio de la liturgia de hoy nos presenta una parábola que tiene dos protagonistas, un fariseo y un publicano (cf. Lc 18,9-14), es decir, un religioso y un pecador declarado. Ambos suben al templo a orar, pero sólo el publicano se eleva verdaderamente a Dios, porque desciende humildemente a la verdad de sí mismo y se presenta tal como es, sin máscaras, con su pobreza. Podríamos decir, entonces, que la parábola se encuentra entre dos movimientos, expresados por dos verbos: subir y bajar.
El primer movimiento es subir. De hecho, el texto comienza diciendo: «Dos hombres subieron al Templo a orar» (v. 10). Este aspecto recuerda muchos episodios de la Biblia, en los que para encontrar al Señor se sube a la montaña de su presencia: Abraham sube a la montaña para ofrecer el sacrificio; Moisés sube al Sinaí para recibir los mandamientos; Jesús sube a la montaña, donde se transfigura. Subir, por tanto, expresa la necesidad del corazón de desprenderse de una vida mediocre para encontrarse con el Señor; de elevarse de las llanuras de nuestro ego para ascender hacia Dios —deshacerse del propio yo—; de recoger lo que vivimos en el valle para llevarlo ante el Señor. Esto es "subir", y cuando rezamos subimos.
Pero para experimentar el encuentro con Él y ser transformados por la oración, para elevarnos a Dios, necesitamos el segundo movimiento: bajar. ¿Por qué? ¿Qué significa esto? Para ascender hacia Él debemos descender dentro de nosotros mismos: cultivar la sinceridad y la humildad de corazón, que nos permiten mirar con honestidad nuestras fragilidades y nuestra pobreza interior. En efecto, en la humildad nos hacemos capaces de llevar a Dios, sin fingir, lo que realmente somos, las limitaciones y las heridas, los pecados y las miserias que pesan en nuestro corazón, y de invocar su misericordia para que nos cure y nos levante. Él será quien nos levante, no nosotros. Cuanto más descendemos en humildad, más nos eleva Dios.
De hecho, el publicano de la parábola se pone humildemente a distancia (cf. v. 13) —no se acerca, se avergüenza—, pide perdón y el Señor lo levanta. En cambio, el fariseo se exalta a sí mismo, seguro de sí mismo, convencido de su rectitud: de pie, se pone a hablar con el Señor sólo de sí mismo, alabándose, enumerando todas las buenas obras religiosas que hace, y desprecia a los demás:"No soy como ese de ahí...". Porque esto es lo que hace la soberbia espiritual; pero Padre, ¿por qué nos habla de soberbia espiritual? Porque todos estamos en peligro de caer en esto. Te lleva a creerte bueno y a juzgar a los demás. Esto es la soberbia espiritual: "Yo estoy bien, soy mejor que los demás: este es tal y tal, aquel es tal y tal...". Y así, sin darte cuenta, adoras a tu propio yo y borras a tu Dios. Se trata de dar vueltas en torno a uno mismo. Esta es la oración sin humildad.
Hermanos, hermanas, el fariseo y el publicano nos conciernen de cerca. Pensando en ellos, mirémonos a nosotros mismos: veamos si en nosotros, como en el fariseo, existe "la presunción interior de ser justos" (v. 9) que nos lleva a despreciar a los demás. Ocurre, por ejemplo, cuando buscamos cumplidos y enumeramos siempre nuestros méritos y buenas obras, cuando nos preocupamos por aparentar en lugar de ser, cuando nos dejamos atrapar por el narcisismo y el exhibicionismo. Cuidémonos del narcisismo y del exhibicionismo, basados en la vanagloria, que también nos lleva a nosotros los cristianos, a nosotros los sacerdotes, a nosotros los obispos, a tener siempre la una palabra "yo" en los labios, ¿Qué palabra? "Yo": "yo hice esto, yo escribí aquello, ya lo había dicho yo, yo lo entendí primero que ustedes", etc. Donde hay demasiado yo, hay poco Dios. En mi tierra, esta gente se llama "yo mí, me, conmigo". Y una vez se hablaba de un sacerdote que era así, centrado en sí mismo, y la gente solía bromear: "Ese, cuando inciensa, lo hace al revés, se inciensa a sí mismo". Y así, también te hace caer en el ridículo.
Pidamos la intercesión de María Santísima, la humilde esclava del Señor, imagen viva de lo que el Señor ama realizar, derrocando a los poderosos de sus tronos y levantando a los humildes (cf. Lc 1,52).
Queridos hermanos y hermanas!
Hoy celebramos la Jornada Mundial de las Misiones, cuyo lema es "Para que sean mis testigos". Es una ocasión importante para despertar en todos los bautizados el deseo de participar en la misión universal de la Iglesia, mediante el testimonio y el anuncio del Evangelio. Animo a todos a apoyar a los misioneros con la oración y la solidaridad concreta, para que puedan continuar su labor de evangelización y promoción humana en todo el mundo.
Hoy se abre la inscripción para la Jornada Mundial de la Juventud que se celebrará en Lisboa en agosto de 2023. He invitado a dos jóvenes de Portugal a estar aquí conmigo mientras me inscribo como peregrino. Lo haré ahora... (clic en la tableta). Ya está, me he apuntado. Tú, ¿te has apuntado? Hazlo... Y tú, ¿te has registrado? Hazlo... Quédaos aquí (dice a las dos jóvenes portuguesas). Queridos jóvenes, los invito a inscribirse en este encuentro en el que, después de un largo período de distancia, redescubriremos la alegría del abrazo fraterno entre pueblos y entre generaciones, que tanto necesitamos.
Ayer, en Madrid, fueron beatificados Vicente Nicasio Renuncio Toribio y once compañeros de la Congregación del Santísimo Redentor, asesinados por odio a la fe en 1936, en España. Que el ejemplo de estos testigos de Cristo, hasta el derramamiento de sangre, nos estimule a ser coherentes y valientes; que su intercesión sostenga a quienes hoy luchan por sembrar el Evangelio en el mundo. ¡Una aplauso para los nuevos beatos!
Sigo con inquietud la situación de conflicto que continúa en Etiopía. Una vez más, repito con sincera preocupación que la violencia no resuelve la discordia, sino que sólo aumenta sus trágicas consecuencias. Hago un llamamiento a los responsables políticos para que pongan fin al sufrimiento de la población indefensa y encuentren soluciones equitativas para una paz duradera en todo el país. Que los esfuerzos de las partes por el diálogo y la búsqueda del bien común conduzcan a un camino concreto de reconciliación. Que no falte nuestra oración, nuestra solidaridad y la necesaria ayuda humanitaria para nuestros hermanos etíopes, tan probados.
Me entristecen las inundaciones que están afectando a varios países de África y que han causado muerte y destrucción. Rezo por las víctimas y estoy cerca de los millones de desplazados, y deseo un mayor esfuerzo común para prevenir estas calamidades.
Y los saludo a todos, romanos y peregrinos de varios países. En particular, saludo a los clérigos y religiosos de Indonesia que residen en Roma; a la comunidad peruana que celebra la fiesta del Señor de los Milagros; al Centro Académico Romano Fundación y al grupo de la diócesis polaca de Tarnow. Saludo a los fieles de San Donà de Piave, Padua, Pontedera y Molfetta; a los confirmandos de Piacenza, al grupo "Tiberiade" de Carrobbio degli Angeli y al Movimiento No Violento de Verona. Y hoy, en el inicio de un nuevo gobierno, recemos por la unidad y la paz de Italia.
Pasado mañana, martes 25 de octubre, iré al Coliseo para rezar por la paz en Ucrania y en el mundo, junto con los representantes de las Iglesias y Comunidades Cristianas y de las Religiones mundiales, reunidos en Roma para el encuentro "El Grito de la Paz". Los invito a unirse espiritualmente a esta gran invocación a Dios: la oración es la fuerza de la paz. Recemos, sigamos rezando por Ucrania, que está tan martirizada.
Les deseo a todos un buen domingo. Por favor, no olviden rezar por mí. Que tengan un buen almuerzo y hasta luego.
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