El padre de Deborah Yakubu habla por primera vez del asesinato de su hija, que fue apedreada y quemada por sus compañeros musulmanes de universidad en Nigeria por un supuesto mensaje "blasfemo". El Parlamento Europeo se negó a condenar este crimen, por la oposición de la izquierda y gracias a la abstención, entre otros, de Ciudadanos.
"Tienen 34 abogados voluntarios y ni siquiera están arrepentidos. ¿Qué queréis que haga?", lamenta el padre de la joven, que asistió en directo al sacrificio de su hija, impotente ante un estado fallido. Es un reportaje de Leone Grotti en Tempi.
"Papá, me quieren matar".
El padre de Deborah podría esperarse de todo, excepto escuchar estas palabras cuando a las 9 de la mañana del 12 de mayo, un día que debería haber sido como cualquier otro, contestó a la llamada telefónica de su hija.
"Pero ¿quién quiere matarte? ¿Por qué?", respondió apresuradamente, con la voz ya llena de angustia.
"Porque soy cristiana. Me acusan de cometer un acto de blasfemia".
Nadie en Occidente se preocuparía seriamente por tal acusación. Pero Nigeria no es ni Europa ni Estados Unidos, especialmente el norte del país, habitado mayoritariamente por musulmanes, y sobre todo Sokoto, capital del estado norteño nigeriano del mismo nombre, sede de lo que fue un importante califato a finales del siglo XIX y donde todavía se aplica la sharía, a pesar de que la Constitución del país declara explícitamente que Nigeria es un estado laico. Una acusación de blasfemia en el norte islámico de Nigeria, al igual que en Pakistán o Afganistán, equivale a menudo a una sentencia de muerte.
El atroz asesinato de Deborah Yakubu, que fue apedreada y luego quemada por sus compañeros de economía doméstica en el Colegio Universitario Shehu Shagari de Sokoto, horrorizó al mundo entero. La historia de esta joven de 22 años revela un aspecto casi desconocido de la persecución de los cristianos en Nigeria.
El país más poblado y rico de África, dividido casi perfectamente por la mitad entre cristianos y musulmanes (cada grupo tiene unos 100 millones de creyentes), es noticia cuando Boko Haram lleva a cabo un atentado suicida, cuando el Estado islámico -aquí llamado Iswap- orquesta un secuestro masivo, cuando bandas de musulmanes fulani asaltan pueblos cristianos en el Middle Belt, arrasándolos.
Cuando una de las muchas masacres motivadas por el odio religioso y la sed de poder es tan atroz que no puede ser ignorada.
Pero en Nigeria, sobre todo en el norte, hay una persecución cotidiana menos llamativa, una discriminación rastrera que empuja a los cristianos a vivir casi en la clandestinidad, a cuidar cada palabra, como si no tuvieran derechos civiles como todos los demás.
El mensaje incriminatorio
Esta fue la persecución que llevó a Deborah a una muerte espantosa, inhumana y "satánica", como la han definido muchos en Nigeria. Sin embargo, muy poca gente sabe exactamente lo que ocurrió realmente aquel 12 de mayo, cuando un trivial altercado en WhatsApp llevó a un grupo de veinteañeros a apedrear y prender fuego a una compañera de clase.
Los escasos relatos periodísticos carecen de detalles porque los que estaban allí esa mañana tienen todo el interés en permanecer ocultos y en silencio. Uno de los pocos que lo vio todo con sus propios ojos es el padre de Deborah, que ha accedido a rememorar aquel día por primera vez en Tempi, con la condición de que, por razones de seguridad, no se publique su nombre, ni su foto, ni la de su numerosa familia, de la que prefiere no decir nada.
Deborah era una brillante estudiante en el Shehu Shigari College of Education de Sokoto (Nigeria).
Cuando llamó a su padre por teléfono, Deborah ya estaba en una celda de seguridad, donde los guardias de la universidad solían encerrar a los ladronzuelos que se encontraban merodeando por el campus.
La habían llevado allí para protegerla y arrebatarla de las manos de sus verdugos, que se habían reunido a primera hora de la mañana para tenderle una emboscada y matarla.
"Esa semana hubo varios exámenes", cuenta su padre. "Deborah y sus compañeros habían abierto un grupo en WhatsApp en el que hablaban de los cursos, los exámenes y el material necesario para realizarlos".
El día antes del asesinato, una compañera le había preguntado cómo había conseguido sacar tan buenas notas en el último semestre, y ella le había contestado por mensaje con la naturalidad y sencillez propias de una mujer joven, pero ya dotada de una fe madura. "Todo gracias a Jesús".
"El 99% de sus compañeros eran musulmanes y se sintieron ofendidos por esa respuesta, así que le dijeron que retirara esas palabras y se disculpara", explica su padre. Pero Deborah se negó, diciendo que no había hecho nada malo, "que creer en Jesús no es un delito en Nigeria y que no tenía intención de pedir perdón".
El padre de Deborah nunca pudo recuperar el teléfono de su hija y, por tanto, ni siquiera el contenido exacto del chat. Por supuesto, llovieron los insultos, las proclamas religiosas y las amenazas de muerte, hasta el punto de que Deborah se vio impulsada a enviar un mensaje de voz en el dialecto hausa que, traducido, suena así: "Buen Dios, no nos pasará nada. El propósito por el que se creó este grupo es enviar ejemplos de exámenes pasados, no divulgar información innecesaria. Y además, ¿quién es el profeta Mahoma?".
La lentitud de la seguridad
El mensaje, subraya el padre, "no contiene ninguna expresión blasfema, pero es un audio extraño y creo, aunque no tengo pruebas, que fue cortado o manipulado. Solo por citar a Mahoma empezaron a acusarla de blasfemia, aunque creo que la base de las acusaciones eran los celos de sus compañeros porque era cristiana y una magnífica estudiante".
En la mañana del 12 de mayo no había lugar para razonar o tratar de entender por qué alguien quería matar a su Deborah. El padre de Deborah reconstruyó después los mensajes de voz, las medias frases y las envidias.
Tras recibir la fatídica llamada, con el corazón en vilo, se dirigió directamente a la universidad y solo cuando llegó se dio cuenta de la gravedad de la situación: los guardias de seguridad de la universidad estaban desplegados para proteger la garita. Dentro, su hija estaba esperando, quizás rezando. En el exterior, una multitud de musulmanes gritaba sin cesar con las caras contraídas: "¡Allahu Akbar! ¡Allahu Akbar! (¡Alá es grande!)".
"La situación era muy tensa, supe inmediatamente que, si no hacíamos nada, esa gente entraría o quemaría la garita. Desgraciadamente, las autoridades del colegio aún no habían llamado a la policía, así que tuve que ir a la comisaría". Al principio los agentes no se creyeron las palabras del padre o les hicieron poco caso, porque solo enviaron a tres policías al colegio y, además, sin uniforme. Cuando vieron la multitud con sus propios ojos y oyeron los gritos con sus propios oídos, los policías se convencieron de que se necesitaban refuerzos y además bien armados.
La intervención policial, que el padre de Deborah estaba convencido de que sería decisiva, no resultó concluyente. El acceso a la garita de vigilancia estaba vedado, ya que las autoridades universitarias se habían llevado la llave de la puerta, y era imposible pasar por las ventanas, ya que estaban cerradas con fuertes rejas. Mientras algunos agentes salían a buscar desesperadamente la llave, "la multitud crecía y no paraba de gritar: '¡Allahu Akbar! ¡Matémosla! Quememos la garita'".
Habían pasado ya dos horas desde el comienzo del calvario de Deborah y el padre seguía convencido de que lograría salvar a su hija, a pesar de todo. Efectivamente, dos camiones de la policía habían llegado a la universidad y los agentes habían empezado a lanzar gases lacrimógenos a la multitud para intentar dispersarla.
Cuando finalmente, a mediodía, se encontró la llave de la garita de vigilancia a mediodía, había un centenar de agentes defendiendo a la joven cristiana, 70 de ellos armados con AK-47. El padre estaba seguro de que era un número suficiente para enfrentarse a los doscientos musulmanes que, sin embargo, por rabia y furia ideológica, no iban armados más que con piedras, garrotes y palos.
Sin embargo, "la policía nunca disparó un tiro, ni siquiera al aire. Lanzaron gases lacrimógenos, claro, pero tuve la clara impresión de que, si hubieran querido de verdad, podrían haber salvado a Deborah. Tuvieron cuatro horas para sacarla de allí, pero no lo hicieron".
La situación se precipitó entonces de forma rápida e inesperada: la multitud rompió el cordón policial, prendió fuego a la garita, sacó a Deborah a rastras y comenzó a golpearla salvajemente con piedras y palos, sin piedad, porque los blasfemos, según la sharía, no la merecen. Tras apedrearla, arrojaron neumáticos sobre su cuerpo y la quemaron.
Los más entusiastas de la multitud, convencidos de que estaban captando un momento glorioso, lo filmaron todo con sus smartphones, y uno de los asesinos, presa de una euforia diabólica, mostró triunfalmente a la cámara la caja de cerillas con la que había prendido fuego al cuerpo de la joven cristiana.
Un hombre muestra una caja de cerillas.
Antes de que comenzara la ejecución sumaria, mientras la sacaban de la garita a la fuerza, arrancándole la ropa, Deborah solo tuvo tiempo de preguntar a sus verdugos: "'¿Qué esperáis ganar matándome?'. Esas fueron sus últimas palabras", cuenta su padre.
Una vez terminado el sangriento ritual, por fin satisfechos, la multitud se dispersó y la policía, junto con las autoridades del colegio, recogieron el cuerpo carbonizado de Deborah.
"La llevaron al hospital, mientras yo los seguía, y luego se fueron dejándome allí solo", continuó el padre.
"Querían incinerar su cuerpo y yo no sabía qué hacer. Me pasé todo el día siguiente consiguiendo permisos para llevar a mi Deborah a casa y darle un entierro adecuado en mi pueblo. El sábado por fin lo conseguí, pero no fue fácil: la ciudad estaba revuelta".
Solidaridad con los asesinos
Por extraño que parezca, no fue la minoría cristiana que vive en Sokoto la que salió a la calle por miles, protestando, coreando consignas y saqueando edificios, sino la comunidad islámica, furiosa porque la policía se había atrevido a detener a dos de los muchos asesinos que habían apedreado y quemado a Deborah: sus compañeros de clase Bilyaminu Aliyu y Aminu Hukunchi.
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