Santorini es una de las islas griegas que bañan el mar Egeo, un lugar de una belleza extraordinaria y que en estos momentos recibe a más de dos millones de turistas anuales, muchos de ellos procedentes de los enormes cruceros que surcan estas aguas.
En esta isla turística y que pertenece a un país abrumadoramente ortodoxo está el pequeño monasterio de clausura de Santa Cecilia, donde 13 monjas dominicas rezan por la unidad de los cristianos y por los millones de personas que van pasando por Santorini.
Este monasterio fue fundado en 1596 por una joven griega de la isla, apoyada por el obispo, Antonio de Márchis, de la Orden de Predicadores, que en aquel tiempo contaba en Grecia con varias comunidades de frailes. Más tarde en 1600 fue asociado ya a los dominicos, para que con la ayuda de su oración la orden se fortaleciera y expandiera.
“En una isla muy turística, en lo último que piensas es la oración, así que nosotras lo hacemos”, afirma la priora sor Lucía María de Fátima.
Tanto ellas como el resto de religiosas hablan tras la reja que separa el espacio para los fieles y la zona de clausura. Tras la pandemia, las monjas darán la bienvenida a los visitantes a la parte pública de su iglesia con una misa a principios de agosto por el 425 aniversario del convento.
“No echamos nada de menos. Cuando Dios nos dio la vocación de ser enclaustradas, nos dio el paquete completo”, dijo la hermana María Esclava, originaria de Puerto Rico.
Don Félix del Valle, sacerdote español, ha dirigido ejercicios espirituales periódicos en el convento durante más de 10 años. “En un mundo de consumo, de diversiones, ellas dan testimonio de que solo Dios basta”, comenta.
“Estas mujeres encuentran a Dios en una vida dedicada a la oración o el recogimiento”, explica Margaret McGuinness, profesora emérita de religión en la Universidad La Salle de Filadelfia.
Monasterio de Santa Cecilia
Sor María de la Iglesia pasó casi 40 años en Santorini antes de volver a España para dirigir la Federación Madre de Dios, que supervisa este y otros nueve conventos católicos dominicos en cuatro continentes. “En la lógica actual, nuestra vida no se entiende y no se valora, pero la Iglesia sí” lo hace, agrega. “Somos la voz de la iglesia, que incansable alaba, suplica por toda nuestra humanidad. Una misión apasionante”.
Cuando no están rezando, las hermanas, con edades que van de los 40 años a los 80, se ocupan de las tareas del convento: cuidan el jardín, donde cultivan tomates, limones y uvas, y preparan hostias para la mayoría de las parroquias católicas de Grecia.
Durante dos descansos diarios rompen su silencio para conversar en las amplias terrazas, con el mar Egeo de fondo.
Al amanecer, una campana llama a la primera de las oraciones del día, la mayoría cantadas en latín, español y griego. “Mientras va saliendo el sol, la creación y la persona se unen en armonía de alabanza a Dios”, comenta la hermana María Guadalupe. Asegura que en los monasterios de todas las zonas horarias, siempre hay alguien que mantiene activa la oración. “No estamos fuera del mundo, estamos muy metidas en el mundo”.
En Grecia, un país mayormente ortodoxo, la presencia del convento católico expresa el deseo de unidad con otros cristianos, dicen las hermanas. Las religiosas tienen buena relación con los monjes y monjas ortodoxos de la isla y recuerdan con entusiasmo una visita en la que cantaron himnos juntos.
“A pesar de estar encerradas, han sido siempre un elemento importante de la vida de un lugar”, añade Fermín Labarga, profesor de la Historia de la Iglesia en la Universidad de Navarra en España.
Fue precisamente en España donde Santo Domingo fundó la parte femenina de la orden dominicana hace más de 800 años, para orar constantemente en lo que Labarga llamó la “retaguardia”, mientras sus compañeros religiosos llevaban el Evangelio al mundo.
Ese “espíritu misionero en un espacio contemplativo”, como lo describe la hermana María de la Iglesia, continúa animando a las monjas de hoy, que visten el tradicional velo negro dominicano y el hábito blanco, que representa la penitencia y la inocencia. Llegaron a Santorini en su mayoría desde el Caribe (Puerto Rico y Santo Domingo), además de Angola, Corea, Argentina, Grecia y España.
La iglesia original fue construida en 1596 en el promontorio rocoso de Skaros, hoy un lugar popular para observar el atardecer, que también fue un escondite de piratas. Después de un terremoto, se trasladó a la ciudad principal de Thira, a unos pocos kilómetros de distancia, donde sobrevivió a otro terremoto devastador en 1956 que hizo que muchos residentes, incluidos otros religiosos católicos, se fuesen de la isla.
Hay grandes rocas incrustadas en la artística reja que divide el área pública de la iglesia desde donde oran las hermanas, cerca de un globo terráqueo que refleja su conexión con su entorno. Las hermanas se mantienen al día sobre los acontecimientos mundiales a través de varios medios de comunicación y de publicaciones católicas, así como de homilías diarias en la misa.
También reciben solicitudes de oración de otros religiosos y visitantes, pidiendo de todo, desde la paz mundial hasta la curación de enfermedades, “y niños, muchos niños”, dice en broma la hermana María Flor de la Eucaristía. “Sufrimos también, sentimos el dolor de las familias y del mundo, pero con esperanza cierta, que es el motivo de alegría”, afirma sor María Fátima, oriunda de Angola.
Esa convicción se percibe en el optimismo que transmiten las monjas, a pesar de una vida austera que requiere sacrificios tanto a ellas como a sus familias, a las que sólo pueden ver ocasionalmente desde el otro lado de las rejas.
“Es un llamada de Dios, no puedes seguir otro camino. Una llamada continua, para poder seguir con alegría”, señala sor Lucía María de Fátima, originaria de Argentina. Esa alegría la encuentran con creces en su vocación, pese a tener que renunciar a la mayoría de las actividades que atraen a cientos de miles de turistas a Santorini, como ir a la playa.
La hermana María Isabel dijo que le encantaba ir a las playas en su Puerto Rico natal. Cuando entró al convento de los dominicos allí, ya no pudo ver el océano.
Al ser trasladada al convento principal en Olmedo, en el corazón de España, pensó que nunca volvería a ver una ola. Hasta que vino la misión en Santorini. “El Señor te da gracias que no esperabas”, comentó, con una amplia sonrisa, antes de que sonara la campana y regresase corriendo a la iglesia para seguir cantando alabanzas a Dios.
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