Balcón central de la Basílica Vaticana
Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz Pascua!
Jesús, el Crucificado, ha resucitado. Se presenta ante aquellos que lloran por él, encerrados en sus casas, llenos de miedo y angustia. Se pone en medio de ellos y les dice: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20,19). Les muestra las llagas de sus manos y de sus pies, y la herida de su costado. No es un fantasma, es Él, el mismo Jesús que murió en la cruz y estuvo en el sepulcro. Ante las miradas incrédulas de los discípulos, Él repite: «¡La paz esté con ustedes!» (v. 21).
También nuestras miradas son incrédulas en esta Pascua de guerra. Hemos visto demasiada sangre, demasiada violencia. También nuestros corazones se llenaron de miedo y angustia, mientras tantos de nuestros hermanos y hermanas tuvieron que esconderse para defenderse de las bombas. Nos cuesta creer que Jesús verdaderamente haya resucitado, que verdaderamente haya vencido a la muerte. ¿Será tal vez una ilusión, un fruto de nuestra imaginación?
No, no es una ilusión. Hoy más que nunca resuena el anuncio pascual tan querido para el Oriente cristiano: «¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!». Hoy más que nunca tenemos necesidad de Él, al final de una Cuaresma que parece no querer terminar. Hemos pasado dos años de pandemia, que han dejado marcas profundas. Parecía que había llegado el momento de salir juntos del túnel, tomados de la mano, reuniendo fuerzas y recursos. Y en cambio, estamos demostrando que no tenemos todavía el espíritu de Jesús, tenemos aún en nosotros el espíritu de Caín, que mira a Abel no como a un hermano, sino como a un rival, y piensa en cómo eliminarlo. Necesitamos al Crucificado Resucitado para creer en la victoria del amor, para esperar en la reconciliación. Hoy más que nunca lo necesitamos a Él, para que poniéndose en medio de nosotros nos vuelva a decir: «¡La paz esté con ustedes!».
Sólo Él puede hacerlo. Sólo Él tiene hoy el derecho de anunciarnos la paz. Sólo Jesús, porque lleva las heridas, nuestras heridas. Esas heridas suyas son doblemente nuestras: nuestras porque nosotros se las causamos a Él, con nuestros pecados, con nuestra dureza de corazón, con el odio fratricida; y nuestras porque Él las lleva por nosotros, no las ha borrado de su Cuerpo glorioso, ha querido conservarlas consigo para siempre. Son un sello indeleble de su amor por nosotros, una intercesión perenne para que el Padre celestial las vea y tenga misericordia de nosotros y del mundo entero. Las heridas en el Cuerpo de Jesús resucitado son el signo de la lucha que Él combatió y venció por nosotros con las armas del amor, para que nosotros pudiéramos tener paz, estar en paz, vivir en paz.
Mirando sus llagas gloriosas, nuestros ojos incrédulos se abren, nuestros corazones endurecidos se liberan y dejan entrar el anuncio pascual: «¡La paz esté con ustedes!».
Hermanos y hermanas, ¡dejemos entrar la paz de Cristo en nuestras vidas, en nuestras casas y en nuestros países!
Que haya paz en la martirizada Ucrania, tan duramente probada por la violencia y la destrucción de la guerra cruel e insensata a la que ha sido arrastrada. Que un nuevo amanecer de esperanza despunte pronto sobre esta terrible noche de sufrimiento y de muerte. Que se elija la paz. Que se dejen de hacer demostraciones de fuerza mientras la gente sufre. Por favor, por favor, no nos acostumbremos a la guerra, comprometámonos todos a pedir la paz con voz potente, desde los balcones y en las calles. ¡Paz! Que los responsables de las naciones escuchen el grito de paz de la gente, que escuchen esa inquietante pregunta que se hicieron los científicos hace casi sesenta años: «¿Vamos a poner fin a la raza humana; o deberá renunciar la humanidad a la guerra?» (Manifiesto Russell-Einstein, 9 julio 1955).
Llevo en el corazón a las numerosas víctimas ucranianas, a los millones de refugiados y desplazados internos, a las familias divididas, a los ancianos que se han quedado solos, a las vidas destrozadas y a las ciudades arrasadas. Tengo ante mis ojos la mirada de los niños que se quedaron huérfanos y huyen de la guerra. Mirándolos no podemos dejar de percibir su grito de dolor, junto con el de muchos otros niños que sufren en todo el mundo: los que mueren de hambre o por falta de atención médica, los que son víctimas de abusos y violencia, y aquellos a los que se les ha negado el derecho a nacer.
En medio del dolor de la guerra no faltan también signos esperanzadores, como las puertas abiertas de tantas familias y comunidades que acogen a migrantes y refugiados en toda Europa. Que estos numerosos actos de caridad sean una bendición para nuestras sociedades, a menudo degradadas por tanto egoísmo e individualismo, y ayuden a hacerlas acogedoras para todos.
Que el conflicto en Europa nos haga también más solícitos ante otras situaciones de tensión, sufrimiento y dolor que afectan a demasiadas regiones del mundo y que no podemos ni debemos olvidar.
Que haya paz en Oriente Medio, lacerado desde hace años por divisiones y conflictos. En este día glorioso pidamos paz para Jerusalén y paz para aquellos que la aman (cf. Sal 121 [122]), cristianos, judíos, musulmanes. Que los israelíes, los palestinos y todos los habitantes de la Ciudad Santa, junto con los peregrinos, puedan experimentar la belleza de la paz, vivir en fraternidad y acceder con libertad a los Santos Lugares, respetando mutuamente los derechos de cada uno.
Que haya paz y reconciliación en los pueblos del Líbano, de Siria y de Irak, y particularmente en todas las comunidades cristianas que viven en Oriente Medio.
Que haya paz también en Libia, para que encuentre estabilidad después de años de tensiones; y en Yemen, que sufre por un conflicto olvidado por todos con incesantes víctimas, pueda la tregua firmada en los últimos días devolverle la esperanza a la población.
Al Señor resucitado le pedimos el don de la reconciliación para Myanmar, donde perdura un dramático escenario de odio y de violencia, y para Afganistán, donde no se consiguen calmar las peligrosas tensiones sociales, y una dramática crisis humanitaria está atormentando a la población.
Que haya paz en todo el continente africano, para que acabe la explotación de la que es víctima y la hemorragia causada por los ataques terroristas ―especialmente en la zona del Sahel―, y que encuentre ayuda concreta en la fraternidad de los pueblos. Que Etiopía, afligida por una grave crisis humanitaria, vuelva a encontrar el camino del diálogo y la reconciliación, y se ponga fin a la violencia en la República Democrática del Congo. Que non falten la oración y la solidaridad para los habitantes de la parte oriental de Sudáfrica afectados por graves inundaciones.
Que Cristo resucitado acompañe y asista a los pueblos de América Latina que, en estos difíciles tiempos de pandemia, han visto empeorar, en algunos casos, sus condiciones sociales, agravadas también por casos de criminalidad, violencia, corrupción y narcotráfico.
Pedimos al Señor Resucitado que acompañe el camino de reconciliación que está siguiendo la Iglesia Católica canadiense con los pueblos indígenas. Que el Espíritu de Cristo Resucitado sane las heridas del pasado y disponga los corazones en la búsqueda de la verdad y la fraternidad.
Queridos hermanos y hermanas, toda guerra trae consigo consecuencias que afectan a la humanidad entera: desde los lutos y el drama de los refugiados, a la crisis económica y alimentaria de la que ya se están viendo señales. Ante los signos persistentes de la guerra, como en las muchas y dolorosas derrotas de la vida, Cristo, vencedor del pecado, del miedo y de la muerte, nos exhorta a no rendirnos frente al mal y a la violencia. Hermanos y hermanas, ¡dejémonos vencer por la paz de Cristo! ¡La paz es posible, la paz es necesaria, la paz es la principal responsabilidad de todos!
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