¡Oh divina María, mi única Soberana, y después de Dios mi verdadero consuelo en este mundo! Vos sois el rocío celestial que dulcifica mis amarguras. Vos sois la brillante luz que disipa las tinieblas que rodean a mi alma. Vos sois la guía de mis pasos, la fuerza de mis debilidades, el tesoro en mi pobreza, el bálsamo que cura mis heridas, el consuelo que enjuga mis lagrimas, mi refugio en las miserias, y la esperanza de mi salvación! ¡Oh María! Tened piedad de mí, Vos que sois la Madre de Dios, que tanto amaos a los hombres, concededme lo que os pido. Vos que sois nuestra defensa y nuestra alegría, haced que yo sea digno de gozar con vos esa bienaventuranza que gozáis en el cielo. Amén.
(De San Germán, Patriarca de Constantinopla.)
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