Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La escena descrita por el Evangelio de la Liturgia de hoy tiene lugar dentro del Templo de Jerusalén. Jesús mira, mira lo que sucede en este lugar, el más sagrado de todos, y ve cómo a los escribas les gusta caminar para hacerse notar, ser saludados y reverenciados, y para tener lugares de honor. Y Jesús añade que «devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones» (Mc 12,40). Al mismo tiempo, sus ojos vislumbran otra escena: una pobre viuda, precisamente una de las explotadas por los poderosos, echa en el arca del Tesoro del Templo «todo cuanto poseía» (v. 44). Así dice el Evangelio, echa en el tesoro todo lo que tenía para vivir. El Evangelio nos pone delante de este sorprendente contraste: los ricos, que dan lo superfluo para hacerse ver, y una pobre mujer que, sin aparentar, ofrece todo lo poco que tiene. Dos símbolos de actitudes humanas.
Jesús mira dos escenas. Y es precisamente este verbo –“mirar”- que resume su enseñanza: a quien vive la fe con duplicidad, a esos escribas, “debemos mirar” para no convertirnos como ellos; mientras que a la viuda debemos “mirarla” para tomarla como modelo. Detengámonos en esto: tener cuidado con los hipócritas y mirar a la pobre viuda.
Sobre todo, tener cuidado con los hipócritas, es decir estar atentos a no basar la vida en el culto de la apariencia, de la exterioridad, sobre el cuidado exagerado de la propia imagen. Y, sobre todo, estar atentos a no doblegar la fe a nuestros intereses. Esos escribas cubrían, con el nombre de Dios, la propia vanagloria y, aún peor, usaban la religión para atender sus negocios, abusando de su autoridad y explotando a los pobres. Aquí vemos esa actitud tan fea que también hoy vemos en muchos puestos, en muchos lugares, el clericalismo, este estar por encima de los humildes, explotarlos, “golpearlos”, sentirse perfectos. Este es el mal del clericalismo. Es una advertencia para todo tiempo y para todos, Iglesia y sociedad: no aprovecharse nunca del propio rol para aplastar a los demás, ¡nunca ganar sobre la piel de los más débiles! Y estar alerta, para no caer en la vanidad, para no obsesionarnos con las apariencias, perdiendo la sustancia y viviendo en la superficialidad. Preguntémonos, nos ayudará: en lo que decimos y hacemos, ¿deseamos ser apreciados y gratificado o dar un servicio a Dios y al prójimo, especialmente a los más débiles? Estemos alerta sobre las falsedades del corazón, sobre la hipocresía, ¡que es una enfermedad peligrosa del alma! Es un doble pensar, un doble juzgar, como dice la propia palabra: “juzgar debajo”, aparecer de una manera e “hipo”, debajo, tener otro pensamiento. Dobles, gente con doble alma, doblez de alma.
Y para sanar de esta enfermedad, Jesús nos invita a mirar a la pobre viuda. El Señor denuncia la explotación hacia esta mujer que, para dar la ofrenda, debe volver a casa sin siquiera lo poco que tiene para vivir. ¡Qué importante es liberar lo sagrado de las ataduras con el dinero! Ya lo había dicho Jesús, en otro lugar: no se puede servir a dos señores. O tú sirves a Dios – y nosotros pensamos que diga “o el diablo”, no – o Dios o el dinero. Es un señor, y Jesús dice que no debemos servirlo. Pero, al mismo tiempo, Jesús alaba el hecho de que esta viuda da al Tesoro todo lo que tiene. No le queda nada, pero encuentra en Dios su todo. No teme perder lo poco que tiene, porque confía en el tanto de Dios, y ese tanto de Dios, multiplica la alegría de quien dona. Esto nos hace pensar también en esa otra viuda, la del profeta Elías, que iba a hacer pan con la última harina que tenía y el último aceite; Elías le dice: “Dame de comer” y ella le da; y la harina non disminuirá nunca, un milagro (cfr 1 Re 17,9-16). El Señor siempre, delante de la generosidad de la gente, va más allá, es más generoso. Pero es Él, no nuestra avaricia. De esta manera Jesús la propone como maestra de fe, esta señora: ella no frecuenta el Templo para tener la conciencia tranquila, no reza para hacerse ver, no hace alarde de su fe, sino que dona con el corazón, con generosidad y gratuidad. Sus monedas tienen un sonido más bonito que las grandes ofrendas de los ricos, porque expresan una vida dedicada a Dios con sinceridad, una fe que no vive de apariencias sino de confianza incondicional. Aprendamos de ella: una fe sin adornos externos, sino sincera interiormente; una fe hecha de humilde amor a Dios y a los hermanos.
Y ahora nos dirigimos a la Virgen María, que con corazón humilde y transparente ha hecho de toda su vida un don para Dios y para su pueblo.
Queridos hermanos y hermanas,
sigo con preocupación las noticias que llegan desde la región del Cuerno de África, en particular de Etiopía, sacudida por un conflicto que se prolonga desde hace más de un año y que ha causado numerosas víctimas y una grave crisis humanitaria. Invito a todos a la oración por esa población tan duramente probada, y renuevo mi llamamiento para que prevalezcan la concordia fraterna y el camino pacífico del diálogo.
Y aseguro mi oración también por las víctimas del incendio que siguió a una explosión de carburante, en la periferia de Freetown, capital de Sierra Leona.
Ayer en Manresa, España, fueron proclamados beatos tres mártires de la fe, pertenecientes a la Orden de los franciscanos menores capuchinos: Benet de Santa Coloma de Gramenet, Josep Oriol de Barcelona e Domènech de Sant Pere de Riudebitlles. Fueron asesinados en el periodo de la persecución religiosa del siglo pasado en España, demostrando ser mansos y valientes testigos de Cristo. Su ejemplo ayude a los cristianos de hoy a permanecer fieles a la propia vocación, también en los momentos de prueba. ¡Un aplauso a estos nuevos beatos!
Os saludo a todos vosotros, queridos fieles de Roma y peregrinos de varios países, en particular a los que han venido de Estados Unidos de América y de Portugal. Saludo a los grupos de fieles de Prato y de Foligno; y a los jóvenes de la Profesión de fe de Bresso.
A todos os deseo un feliz domingo. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
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