Cristina Esperanza Villacañas Falk que “Dios está siempre con nosotros, también en medio de una tragedia, de la muerte, en un niño que nace y una abuela que muere”. La profundidad de estas palabras adquiere un mayor significado al comprender su origen. Nacida nada más comenzar la Guerra Civil (1936-1939), tuvo que recorrer gran parte de la España republicana junto a sus dos hermanos y abuelos sin más protección que la de su madre, Cristina Berenguer.
Ochenta y cuatro años después, recoge en La esperanza tiene un nombre (San Román) los testimonios y experiencias de su madre, “una mujer de una fe sólida y coherente” que, por encima de sus dificultades, “siempre puso a Dios”.
Esperanza en la desolación
Pocos meses después de estallar la Guerra Civil, el 22 de septiembre de 1936, Cristina Villacañas vino al mundo en una situación desesperada.
En ese momento, el abuelo y el padre de la recién nacida, el prestigioso abogado Julio Villacañas, se encontraban prisioneros en la cárcel. Villacañas no llegó a conocer a su hija. El 7 de noviembre, fue asesinado junto a 5.000 presos políticos, que fueron enterrados en fosas masivas en Paracuellos del Jarama.
Todo legado que pudo dejarle en herencia fue el de la fe.
“Don Julio quiere que la niña se llame como usted y Esperanza, por lo que representa en estos momentos”, leyó a su madre un abogado en representación del padre de familia. De alguna manera había comunicación entre los presos y el exterior, si es que a eso podía llamarse un trozo de papel con el nombre deseado para la niña y un fugaz intercambio de palabras. Solo así, el padre pudo trasladar a su familia sus últimos deseos.
Un bautismo en la guerra: clandestino, sin sacerdotes y arriesgando la vida
De inmediato la familia comenzó el bautismo a falta de sacerdotes, pese a que ser descubiertos podía significar la muerte. Como altar, no tenían más que una antigua estatua de la Virgen, unas pocas velas y flores, un misal y agua.
-¿Quieres que la niña sea cristiana?, preguntó la madre.
-Sí, respondió seria, abrazando a la niña.
-¿Quieres educarla conforme a las normas de la Santa Iglesia?
-Sí, quiero
-¿Crees en Jesucristo?
-Sí, creo.
La recién nacida había sido bautizada. Como si pudiesen percibir el sacramento, un grupo de milicianos interrumpieron el fugaz momento de alegría y celebración para registrar la casa por cuarta vez. La familia Villacañas logró ocultar a tiempo, no sin reparos, la imagen de la Virgen. “Vamos a rezar un rosario mientras la escondemos, ella en el Cielo nos comprenderá”, dijo la abuela.
Incluso en guerra, los Reyes Magos hicieron acto de presencia
Pasaron las semanas, y la “Navidad del miliciano” o la “Semana del niño” hacían prácticamente imposible recordar lo que, tiempo atrás, había sido celebrado como la gran noche que precede a la fiesta de Navidad.
Las campanas ya no sonaban, la misa era algo excepcional y penado con la muerte, y hacer sonreír a los niños en la noche de reyes era tan difícil como necesario.
“El 6 de enero, en el desayuno, -Julio, Pepe y Cristina- tuvieron una sorpresa”, recuerda la madre.
“Una de las mozas les trajo dos bollos con forma de manos en el desayuno. Le dijo a los niños que aunque este año los Reyes Magos no podían traerles juguetes por la guerra, habían pasado por el pueblo volando y les habían dejado sus manos, esas manos santas, reales y llenas de azúcar”.
Entre Navidad de 1936 y primavera de 1937, lo que quedaba de la familia Villacañas Berenguer permaneció en Madrid y después se trasladaron Montalbanejo (Cuenca), acogidos por unos amigos. Estaban lejos del frente de guerra, pero la presencia inquisitiva de milicianos enrarecía un ambiente cargado de inseguridad.
El rosario, consuelo de la familia ante el peligro
Cristina pidió asilo a unos parientes de su madre residentes en Arenys de Mar, en Barcelona. La respuesta fue acogedora. “Allí podéis vivir el tiempo que queráis y sin problemas. Esperando veros pronto, os deseamos un buen viaje”.
Cuando la madre llegó junto a sus hijos y la abuela Rosa al tren, supo que la travesía hasta su nuevo hogar no sería fácil. El transporte, con tan solo un vagón de pasajeros, se había transformado en un mercancías con material de guerra para las milicias socialistas, que eran la gran mayoría de ocupantes. La madre de familia sabía que los próximos días, se jugarían la vida a cada instante.
El momento crítico no tardo en llegar. En la penumbra de la noche, Cristina vio como la abuela Rosa rezaba el rosario, con el movimiento de sus manos pasando las cuentas de perlas negras seguido de uno tras otro avemaría pronunciado en susurros. Aquella oración, decía la abuela, era el único consuelo y esperanza de la familia y pese a las suspicacias de los soldados, nada ocurrió esa noche.
Tazas, un sacristán y algo “absolutamente inesperado”
Ya en Arenys, tras meses de penurias, miedo y sufrimiento, Cristina pudo encontrar paz en la oscuridad.
Un día, se disponía a entrar a una tienda para comprar tazas a los niños. Lo que ella no sabía era que el tendero, antes del cierre permanente de la Iglesia por las autoridades, había sido el sacristán. El, por el contrario, si sabía que los que ahora habitaban la casa de los Bohera eran católicos, venían de Madrid y que ella había sufrido mucho por la pérdida de su marido.
-Suba esos escalones y podrá encontrar lo que busca, dijo el hombre.
Allí había estantes y una especie de segundo almacén, pero lo más importante fue algo para ella absolutamente inesperado.
La Adoración Eucarística, fuente de fuerzas y consuelo
“Al correr una cortina, vio apoyada en la pared una antigua cómoda, que se había convertido en un altar. Encima, se encontraba una custodia expuesta con el Pan Eucarístico, y a los lados, velas encendidas. Nada y nadie más”.
Cristina cayó de rodillas mientras las lágrimas le mojaban la cara. “Habían pasado más de 18 meses desde que había podido rezar por última vez en una iglesia”.
Fatigada y aliviada al mismo tiempo, “juntó las manos en oración y allí, delante de Dios, pudo llorar, pedir y encontrar consuelo”, cuenta su hija. No sabía el tiempo que había pasado ahí arriba, pero ese rato le dio la fuerza necesaria para continuar su resistencia hasta un final que, aunque no lo supiese, se acercaba cada vez más.
Sin dinero ni recursos y en pleno exilio de niños a Moscú
Era febrero de 1938 y la situación se volvía insostenible. La madre, con sus ahorros consumidos, ya no podía comprar más cosas de comer, tan solo lo que daban los cupones de racionamiento. La guerra llegaba a su fase final y las fuerzas republicanas habían perdido la decisiva batalla del Ebro.
Era cada vez más consciente de que la guerra parecía perdida para las fuerzas republicanas, ante una población que confiaba en que sus “amigos internacionales” –la Unión Soviética– les acogerían tras su huida como héroes de la lucha antifascista en España.
Nada más lejos de la realidad: Berenguer vio con sus propios ojos como camiones de factura soviética cargaban centenares de niños que serían enviados a la federación Soviética, adoctrinados, alejados de sus familias y usados como moneda de cambio. Más tarde serían conocidos como “los niños de Rusia”.
De los 4.000 jóvenes que fueron enviados en 1937, un diez por ciento estuvo encarcelado y otro cuarenta murió en los frentes de batalla. Mientras, Cristina, escondía y abrazaba a sus hijos, con miedo a que, de ser descubiertos, podría ser la última vez que los viese.
Sacó adelante a su familia por su fe y confianza en Dios
El 26 de enero de 1939, Barcelona fue liberada, y con ella la residencia de Cristina Berenguer y su familia. La guerra terminaba, y la maltrecha familia Villacañas Berenguer solo quería volver a su hogar en Madrid. Con el fallecimiento de “la abuela Rosa” durante la guerra, a Cristina Berenguer tan solo le quedaban sus hijos, a los que crio y educó en la fe hasta su muerte el 20 de mayo de 1972.
Se fue “rodeada del cariño de su familia y habiendo recibido los últimos sacramentos”, y su hija, Cristina Falk, rememora la lección de vida aprendida de su madre. “Si pudo sacarnos adelante fue porque mantuvo la esperanza en Dios”.
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