Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses (1,9-14):
Desde que nos enteramos de vuestra conducta, no dejamos de rezar a Dios por vosotros y de pedir que consigáis un conocimiento perfecto de su voluntad, con toda sabiduría e inteligencia espiritual. De esta manera, vuestra conducta será digna del Señor, agradándole en todo; fructificaréis en toda clase de obras buenas y aumentará vuestro conocimiento de Dios. El poder de su gloria os dará fuerza para soportar todo con paciencia y magnanimidad, con alegría, dando gracias al Padre, que os ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.
Palabra de Dios
Salmo 97,R/. El Señor da a conocer su victoria
Evangelio según san Lucas (5,1-11):
En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret. Vio dos barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad las redes para pescar.» Simón contestó: «Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes.» Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.» Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres.» Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.
Palabra del Señor
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Las enseñanzas de Jesús, las llamadas de Jesús y la gracia de Jesús brillan en este evangelio. “Desde la barca, sentado, enseñaba” a la gente, venida para “oír la palabra de Dios”. Porque palabra de Dios era: nacía en Dios y hablaba de Dios. Palabra que decía de misericordia, de perdón, de amor. También junto al lago, aprovecha para tocar el corazón de los que había elegido. Jesús inicia la cosa: “Rema mar adentro”, echad las redes”. Como en tantas escenas bíblicas de vocación, llegará la objeción del llamado: “Si no hemos pescado nada en toda la noche”, si “soy un pecador”, “Apártate de mí”. Al final, Dios se sale con la suya: “Desde ahora, serás pescador de hombres”. Es que Cristo seduce, y el hombre reconoce que vale la pena seguirlo, aunque haya que dejarlo todo.
Desplegar nuestra vocación de ser pescadores de hombres nada tiene que ver con lavados de cerebro, con dominios de inteligencias y voluntades, con fanatismos proselitistas. (Acaso el término de ir “pescando gente” pudiera parecerlo). Al revés, Jesús nos invita a comunicar fraternamente, a dialogar desde el convencimiento y las razones, a pregonar un mensaje feliz. Ir “mar adentro” es dejar la orilla segura y embarcarse en lo difícil, es llenarse de audacia, de arrojo e intrepidez. (No queda claro eso de repetir mil veces “no tengáis miedo”, y luego vivir a la defensiva, en la tierra firme de lo que hemos hecho siempre). Habrá días de pesca abundante y días de escaso fruto; ni presunciones ni desánimos personales. Sabemos que solo lo hacemos “en tu nombre”, en el nombre de Jesús, no en el nuestro.
¿Y si miramos a Pedro, echándose por tierra, hundido porque se reconoce un pecador, indigno del Maestro? Menos mal que todo acaba bien, lleno de confianza, obedeciendo a la invitación y siguiendo a Jesús. De pecador a pescador de hombres. Los privilegiados, que conocemos toda la historia, nos acordamos que, al final, repetirá Pedro tres veces: “Señor, tú sabes que te amo”. El ser pecadores no nos hunde, no nos abruma una culpabilidad morbosa. Reconocemos nuestros fallos, iniciamos la conversión, una vez más, el Señor nos cambia y nos perdona, nos inspira confianza para emprender el camino del amor. El pecado, sí, es ofensa de Dios, como dice el catecismo. Pero sabemos que Dios queda ofendido porque el pecado daña al hombre, la criatura que Dios tanto ama. Ser infieles a Dios, y darnos cuenta, es ser capaces de abrirnos más fácilmente al perdón y amor de Dios. Pero esto, ¿es conciencia laxa o es Evangelio, sin más?
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