Gracias te doy, Señor,
por ese amanecer de luz en mi frente,
por este sol de lluvia
que hizo brotar en mí el ansia de tu fuego,
por esa nube opaca
en la que me ocultas lo que no era tu gloria,
la gloria de tu herida, de tu manos abiertas,
de tu silencio oscuro.
Gracias por el impulso que me llevó
al camino donde Tú me esperabas
y donde derribaste mi frágil edificio
en que viví aludiendo mis propias realidades.
Porque has visto en mis ojos la pequeñez del mundo
y la codicia ruin que nos ensucia el pecho,
te dignaste venir Tú mismo a redimirme
en el tierno esplendor de un celaje de otoño.
¡Mañana de aquel día! Y tu voz en las voces
que amándote callaban,
en el dulce secreto de las hojas crujientes,
en la pena sin gritos del tronco despojado.
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