Plaza de San Pedro
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de este domingo narra el célebre episodio de la multiplicación de los panes y los peces, con los que Jesús sacia el hambre de cerca de cinco mil personas que se habían congregado para escucharlo (cf. Jn 6,1-15). Es interesante ver cómo ocurre este prodigio: Jesús no crea los panes y los peces de la nada, no, sino que obra a partir de lo que le traen los discípulos. Dice uno de ellos: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es esto para tantos?» (v. 9). Es poco, no es nada, pero le basta a Jesús.
Tratemos ahora de ponernos en el lugar de ese muchacho. Los discípulos le piden que comparta todo lo que tiene para comer. Parece una propuesta sin sentido, es más, injusta. ¿Por qué privar a una persona, sobre todo a un muchacho, de lo que ha traído de casa y tiene derecho a quedárselo para sí? ¿Por qué quitarle a uno lo que en cualquier caso no es suficiente para saciar a todos? Humanamente es ilógico. Pero no para Dios. De hecho, gracias a ese pequeño don gratuito y, por tanto, heroico, Jesús puede saciar a todos. Es una gran lección para nosotros. Nos dice que el Señor puede hacer mucho con lo poco que ponemos a su disposición. Sería bueno preguntarnos todos los días: “¿Qué le llevo hoy a Jesús?”. Él puede hacer mucho con una oración nuestra, con un gesto nuestro de caridad hacia los demás, incluso con nuestra miseria entregada a su misericordia. Nuestras pequeñeces a Jesús, y Él hace milagros. A Dios le encanta actuar así: hace grandes cosas a partir de las pequeñas, de las gratuitas.
Todos los grandes protagonistas de la Biblia, desde Abrahán hasta María y el muchacho de hoy, muestran esta lógica de la pequeñez y del don. La lógica del don es muy diferente de la nuestra. Nosotros tratamos de acumular y aumentar lo que tenemos; Jesús, en cambio, pide dar, disminuir. Nos encanta añadir, nos gustan las adiciones; a Jesús le gustan las sustracciones, quitar algo para dárselo a los demás. Queremos multiplicar para nosotros; Jesús aprecia cuando dividimos con los demás, cuando compartimos. Es curioso que en los relatos de la multiplicación de los panes presentes en los Evangelios no aparezca nunca el verbo “multiplicar”. Es más, los verbos utilizados son de signo opuesto: “partir”, “dar”, “distribuir” (cf. v. 11; Mt 14,19; Mc 6,41; Lc 9,16). Pero no se usa el verbo “multiplicar”. El verdadero milagro, dice Jesús, no es la multiplicación que produce orgullo y poder, sino la división, el compartir, que aumenta el amor y permite que Dios haga prodigios. Probemos a compartir más, probemos a seguir este camino que nos enseña Jesús.
Tampoco hoy la multiplicación de los bienes resuelve los problemas sin una justa distribución. Me viene a la mente la tragedia del hambre, que afecta especialmente a los niños. Se ha calculado —oficialmente— que alrededor de siete mil niños menores de cinco años mueren a diario en el mundo por motivos de desnutrición, porque carecen de lo necesario para vivir. Ante escándalos como estos, Jesús nos dirige también a nosotros una invitación, una invitación similar a la que probablemente recibió el muchacho del Evangelio, que no tiene nombre y en el que todos podemos vernos: “Ánimo, da lo poco que tienes, tus talentos y tus bienes, ponlos a disposición de Jesús y de los hermanos. No temas, nada se perderá, porque, si compartes, Dios multiplica. Echa fuera la falsa modestia de sentirte inadecuado, ten confianza. Cree en el amor, cree en el poder del servicio, cree en el poder de la gratuidad”.
Que la Virgen María, que dijo “sí” a la inaudita propuesta de Dios, nos ayude a abrir nuestros corazones a las invitaciones de Dios y a las necesidades de los demás.
Queridos hermanos y hermanas:
Acabamos de celebrar la Liturgia con motivo de la Primera Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores. ¡Un aplauso a todos los abuelos, a todos! Abuelos y nietos, jóvenes y viejos juntos han manifestado uno de los rostros bellos de la Iglesia y han mostrado la alianza entre generaciones. Invito a celebrar esta Jornada en todas las comunidades y a visitar a los abuelos y a los ancianos, a los que están más solos, para entregarles mi mensaje, inspirado en la promesa de Jesús: “Yo estoy contigo todos los días”. Le pido al Señor que esta fiesta nos ayude a los más entrados en años a responder a su llamamiento en esta etapa de la vida, y muestre a la sociedad el valor de la presencia de los abuelos y los ancianos, especialmente en esta cultura del descarte. Los abuelos necesitan a los jóvenes y los jóvenes necesitan a los abuelos: ¡tienen que hablar, tienen que encontrarse! Los abuelos tienen la savia de la historia que sube y da fuerza al árbol que crece. Me viene a la mente —creo que ya lo he citado— ese pasaje de un poeta: “lo que el árbol tiene de florido, vive de lo que tiene sepultado”. Sin diálogo entre jóvenes y abuelos, la historia no sigue, la vida no sigue: hay que retomar esto, es un desafío para nuestra cultura. Los abuelos tienen derecho a soñar mirando miran a los jóvenes, y los jóvenes tienen derecho al coraje de la profecía tomando la savia de sus abuelos. Por favor, haced esto: encontrar abuelos y jóvenes y hablar, dialogar. Y hará felices a todos.
En los últimos días, lluvias torrenciales han azotado la ciudad de Zhengzhou y la provincia de Henan, en China, provocando devastadoras inundaciones. Rezo por las víctimas y sus familias, y expreso mi cercanía y solidaridad a todos los que sufren esta calamidad.
El pasado viernes se inauguraron en Tokio los 32 Juegos Olímpicos. Que en esta época de pandemia, los Juegos sean un signo de esperanza, un signo de hermandad universal conforme a un sano agonismo. ¡Dios bendiga a los organizadores, a los atletas y a todos los que colaboran en esta gran fiesta del deporte!
Os saludo cordialmente a todos vosotros, romanos y peregrinos. En particular, saludo al grupo de abuelos de Rovigo —¡gracias por venir!—; a los jóvenes de Albinea que recorrieron la Vía Francígena desde Emilia a Roma; y a los participantes en el “Rally di Roma Capitale”. Saludo también a la comunidad del Cenáculo. Os deseo a todos un feliz domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto! ¡Felicitaciones por la aprobación definitiva, muchachos de la Inmaculada!
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