Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (1,18-22):
¡Dios me es testigo! La palabra que os dirigimos no fue primero «sí» y luego «no». Cristo Jesús, el Hijo de Dios, el que Silvano, Timoteo y yo os hemos anunciado, no fue primero «sí» y luego «no»; en él todo se ha convertido en un «sí»; en él todas las promesas han recibido un «sí». Y por él podemos responder: «Amén» a Dios, para gloria suya. Dios es quien nos confirma en Cristo a nosotros junto con vosotros. Él nos ha ungido, él nos ha sellado, y ha puesto en nuestros corazones, como prenda suya, el Espíritu.
Palabra de Dios
Salmo 118 R/. Haz brillar, Señor, tu rostro sobre tu siervo
Evangelio según San Mateo (5,13-18):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo.»
Palabra del Señor.
COMPARTIMOS:
Tras declarar bienaventurados a sus discípulos, Jesús les recuerda la responsabilidad aparejada al don recibido. La luz de la fe debe brillar, la alegría de la nueva vida de la salvación debe generar vida nueva. La sal conserva la vida y la libera de la podredumbre. La luz da orientación y sentido. No es que los creyentes en Cristo “tengan que ser” (así, como un deber moral) sal y luz. Jesús nos dice que ya lo somos: es un don ya recibido. Nuestra responsabilidad consiste en no estropear esos dones con nuestra desidia: que la sal no se vuelva insípida, que no ocultemos la luz. Si dejamos que esto suceda, nuestra fe se vuelve estéril, la bienaventuranza desvirtuada deja de serlo. No hemos de tener miedo de manifestar nuestra fe, ni avergonzarnos de seguir a Jesús. Es absurdo sentir miedo o avergonzarse de ser feliz. Pero somos felices y bienaventurados, porque hemos conocido a Jesús y lo seguimos. Y ello se traduce en obras buenas a favor de nuestros hermanos, y por las que ellos mismos dan gloria a Dios y, de este modo, empiezan también a participar de esa felicidad a la que todos están llamados, y a la que nosotros, por nuestras buenas obras, les estamos invitando.
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