José Enrique Bustos, durante muchos años profesor titular de Derecho Civil en la Universidad de Alcalá de Henares, de la que fue secretario general entre 1990 y 2002, es el autor de La herejía de Lutero (Libros Libres, 2021). Se trata de un ensayo que pretende esclarecer la naturaleza de la ruptura -ruptura, que no reforma- protestante y analizar sus efectos más notables a corto y a largo plazo. Conversamos con él sobre su reciente obra y sobre la (desafortunada) trascendencia histórica del heresiarca.
-¿Por qué se decide a escribir un libro sobre Lutero? ¿No es acaso un personaje demasiado investigado ya?
-Se ha escrito mucho sobre él, desde luego, y quizá eso sea un impedimento para publicar algo original y novedoso al respecto. En 2017, coincidiendo con el quinto centenario de la publicación de las 95 tesis, empecé a percibir una actitud muy obsequiosa hacia la figura de Lutero, actitud que a mí me desconcertaba, me hacía recelar, por todo lo que había aprendido sobre él en años anteriores. Fruto de este desconcierto, y también por cierta curiosidad intelectual, decidí estudiar más en profundidad al personaje. He ahí la génesis del libro.
-¿En qué ámbitos percibía esa obsequiosidad?
-En muchos. También, aunque parezca mentira, en ciertos ámbitos de la jerarquía católica o cercanos a ella. La verdad es que la leyenda rosa de Lutero ha cuajado en muchos sectores de la sociedad.
-¿En qué consiste esta leyenda rosa?
-Presenta a Lutero como una persona muy humilde que estaba consternada por los males que sacudían a la Iglesia de su tiempo y como un adelantado a su tiempo, como alguien que veía con nitidez lo que otros no alcanzaban a ver en absoluto. Claro, según este relato, el fenómeno protestante no habría sido una ruptura, sino una reforma; Lutero no habría sido un heresiarca, sino el único hombre fe que se habría atrevido a tomar el camino que debía tomarse para superar la crisis que afligía a la Iglesia.
-Y esto es falso...
-Es falso de toda falsedad. Lutero quebró -no reformó- la Cristiandad preexistente y urdió una doctrina cuyas nefandas consecuencias siguen percibiéndose aún hoy, quinientos años después.
-En el libro asegura que Lutero elaboró esta doctrina para -al menos en parte- justificar sus propios pecados...
-Así es. Para su desgracia, Lutero fue educado en un ambiente muy rígido. Su padre, que siempre lo sometió a una disciplina muy severa, le transmitió, además, la idea de un Dios que es más juez implacable que Padre. Quizá por todo esto desarrolló una obsesión casi patológica por las ideas de castigo, infierno y pecado. Le atemorizaba el pecado y lo veía en todas partes.
-Y, sin embargo, caía habitualmente en él...
-Efectivamente. Se consideraba incapaz de vivir la castidad y eso lo atormentaba: creía que, si continuaba pecando, acabaría en el infierno. En esta coyuntura, le quedaban dos opciones: o bien, como todos los pecadores normales, pedía perdón a Dios y se abandonaba a su gracia para superarlos, o bien cambiaba las normas a las que debía someterse. En contra de la humildad que algunos le atribuyen, optó por la segunda opción. Urdió un cristianismo a su medida.
-¿Cómo?
-Bueno, ahí está la tesis de la salvación por la sola fe, sin necesidad de obras concretas. Lo que vino a decir Lutero es que uno se salva creyendo, convenciéndose de que ya lo ha salvado Jesucristo. Con eso basta. Esto le sirvió para aliviar el tormento que había padecido: sus pecados ya no eran relevantes; sólo su fe en Dios importaba. Por supuesto, es una tesis irracional y carente de fundamento bíblico.
-De hecho, Lutero llegó a trocear la Biblia para que ésta no contradijese sus enseñanzas...
-Así es. En lugar de adecuar sus enseñanzas a la Biblia y al Magisterio, adecuaba la Biblia a sus enseñanzas y despreciaba el Magisterio. Lo vemos, por ejemplo, con la epístola de Santiago. En uno de sus pasajes, el apóstol dice que «la fe sin obras es fe muerta». Incómodo con semejante afirmación, Lutero decidió cuestionar la autenticidad de la epístola y la eliminó de su canon. Lo mismo hizo con unos ocho o diez libros del Antiguo Testamento.
-Eso nos hace dudar, claro, de su buena fe.
-Nos hace dudar de muchas cosas. Primero de su buena fe, claro. Se ve nítidamente que lo suyo no era una búsqueda de la verdad, sino la justificación intelectual de una teoría urdida por conveniencia personal. Segundo, de esa supuesta humildad que lo caracterizaba.
-Efectivamente, lo de trocear la Biblia a conveniencia implica darse mucha importancia a uno mismo.
-¡Naturalmente! En Lutero hay un adanismo muy semejante al que impera hoy. Contradice -y se cree legitimado para hacerlo- dogmas, ritos y normas que llevaban vigentes más de un milenio y medio. Todo el mundo está equivocado hasta que llega él para descubrir que las obras no sirven para nada, que el Papa es el Anticristo, que el Magisterio es innecesario, que uno debe interpretar la Biblia según su criterio… Si esto no es soberbia, que venga Dios y lo vea.
-Se refiere muchas veces a la revolución protestante, que fue revolución y no reforma, como germen de las demás revoluciones modernas, de las revoluciones posteriores.
-En buena medida. Lutero introduce un individualismo que atraviesa toda la filosofía moderna y que se encarna en las revoluciones burguesas.
-¿Individualismo? ¿Por qué?
-Ten en cuenta que la propuesta de Lutero estriba en una relación inmediata -en el sentido de carente de intermediarios- entre el hombre y Dios. El individuo se entiende a solas con Dios, sin necesidad de sacerdotes, de intercesores, de sacramentos…
-Esto supone una quiebra de la comunidad, claro.
-¡Claro! El hombre, que puede entenderse directamente con Dios, ya no necesita nada de sus semejantes. Ni de la Iglesia, ni de la comunidad política. La única realidad que Lutero acepta del exterior es la Biblia, pero la Biblia interpretada por el propio individuo. Ahí está la tesis de la libre interpretación de los textos bíblicos.
-Dadas las teorías de Lutero, lo más lógico es que hubiera tantas sectas protestantes como protestantes mismos.
-¡Claro! Si cada uno interpreta los textos bíblicos -única fuente de autoridad- como le place… De hecho, hay muchísimas sectas protestantes. La cuestión es que Lutero nunca se tomó muy en serio la libre interpretación. Sólo se la concedía a sí mismo. Si la libre interpretación de los demás no coincidía con la suya, no dudaba en censurarlos y en desacreditarlos.
-De la libre interpretación de los textos bíblicos al relativismo tan sólo hay un paso, por cierto.
-¡Naturalmente! Pero la cuestión es un poco más profunda.
-Ahondemos en ella, pues.
-La concepción luterana de la naturaleza del hombre es pesimista; la considera devastada por el pecado original. Precisamente por esto, cree al hombre incapaz de descubrir la verdad y de hacer el bien. Si Lutero propugna la libre interpretación de los textos bíblicos y el libre examen, es precisamente porque desprecia la razón humana, a la que estima aniquilada por el pecado original. No hay una interpretación óptima de la Biblia y, si la hay, es indescifrable para el hombre. He ahí el fundamento último de la libre interpretación de las Escrituras.
-Y también el motivo por el que puede concebirse a Lutero como un precursor del relativismo moderno, ¿no?
-Efectivamente. No hay tal cosa como verdades morales (o filosóficas, o políticas, o teológicas) y, si las hay, a la razón humana le están irremediablemente vedadas. No olvides que Lutero se refería a la razón como «prostituta». Tales eran sus recelos hacia ella.
-Los efectos de que las acciones humanas no estén limitadas -y medidas- por una verdad, por un deber ser, son devastadores.
-Sin duda. ¡Y también en el ámbito político! Si no hay un bien y un mal objetivos -o si la razón no puede aprehenderlos-, si no hay formas justas e injustas de organización social, lo único que queda es la voluntad arbitraria del gobernante. Es él quien decide qué es justo y qué es injusto, qué es bueno y qué es malo. Su gobierno no tiene por qué adecuarse a un modelo que resulta incognoscible para la razón humana. A raíz de la ruptura luterana, la política degenera en voluntad de dominio.
-¿Hay algo de eso en el absolutismo monárquico?
-Sin duda. Como nadie puede conocer la voluntad de Dios para una comunidad de hombres concreta, la voluntad del monarca deviene en voluntad divina. Por supuesto, esto implica una ruptura con el orden medieval, en el que el monarca debía gobernar en aras del bien común y someterse a leyes -inmateriales- que lo trascendían.
-Esto es muy importante, porque sigue habiendo gente que asocia absolutismo monárquico con Edad Media.
-(Ríe) ¡Qué disparate! El absolutismo monárquico es un producto luterano, moderno. De todos modos, no es el único.
-Ah, ¿no?
-Si te fijas, la democracia moderna, entendida como fundamento de gobierno, es el otro reverso de una misma moneda.
-¿Por qué?
-Lo que cambia es quién -o cuántas personas- establece lo bueno y lo malo, pero permanece la sustancia, la idea de que el hombre no debe adecuarse a una verdad existente, sino construirla. Aunque sea cierto que ya no la establece un rey en la soledad de su palacio, tampoco hay demasiada diferencia entre eso y hacerlo en un parlamento. Hemos llegado a pensar que lo que sentencian las mayorías es bueno; es decir, hemos reconocido la voluntad mayoritaria como fuente de legitimidad. Esto es una aberración.
-Sobre todo, considerando la cantidad de leyes inicuas, injustas, que se han aprobado en los últimos años.
-Pensemos, por ejemplo, en la ley del aborto o en las leyes de género. ¿Son legítimas porque la mayoría lo diga?
-Claro.
La ideología de género, por cierto, también tiene un vínculo, siquiera difuso, con la herejía luterana.
-¿En qué sentido?
Primero, por el individualismo y su concepción irracional de la libertad: "Yo hago con mi cuerpo lo que quiero". Es pura autodeterminación. Sin embargo, también por ese poso de gnosticismo que subyacía en la herejía luterana. Para los gnósticos, hay una división entre alma y cuerpo; el alma está unida accidentalmente al cuerpo, que vendría a ser como la prisión de aquélla. Lutero también considera esta división. Para él, hay dos naturalezas en el hombre: la espiritual y la corporal.
-Y esto no es así.
-No, efectivamente. El hombre es un compuesto de alma y cuerpo, una unidad sustancial de ambos. Lutero no comprendía esto, como tantas otras cosas.
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