El desierto es la imagen viva de la Cuaresma. Así, el desierto es ese tiempo de paso en el que Dios te acompaña, te nutre, te sacia la sed y te guía. El desierto se transforma en ese lugar donde experimentar de manera íntima la experiencia de estar ante Dios como guía; este es el momento de mayor confianza y de lealtad, es un regresar a lo básico, a lo esencial. Y este es el gran camino que ofrece el tiempo de Cuaresma.
Entrar en el desierto es recordar cada año que la esencia misma de la vida de fe se vive en el total abandono en las manos de Dios, en esta actitud del Hijo que es Jesús, que se deja conducir por Dios Espíritu Santo. Este desierto también evoca la tentación, la presencia de fuerzas adversas en el interior del ser, que busca hacerte renunciar a tu vida de hijo de Dios. ¡Cuantas veces a lo largo de la jornada caes, cedes, te rebelas…! Por eso el desierto también evoca una experiencia de conversión, una llamada a renunciar a tus modos de hacer que se convierten en un rechazo del amor de Dios y un rechazo del otro. El tiempo de Cuaresma llama a la conversión.
Pero, ¿necesito yo conversión? ¿A qué tengo que convertirme? Mientras no entienda lo que está en juego en esta cuestión, mi oración, mis celebraciones, mi Eucaristía se convertirán en algo estéril. Si la gracia de Dios nos es dada, debo cooperar con la gracia para ser signo luminoso de ella en el mundo.
La pandemia nos ha mostrado que podemos sentirnos desamparados frente a esta enfermedad que se nos escapa de las manos y ha roto el contacto humano, las relaciones personales, ha mostrado la fragilidad de la salud, la fragilidad económica e, incluso, emocional de muchos. Nos ha colocado frente a la propia existencia que pende de un hilo. Y este símil ayuda al proceso de conversión.
Si a uno le cuesta situarse en su vida como necesitado de conversión es porque con demasiada frecuencia olvida el vínculo que existe entre las tragedias humanas a escala planetaria, y nuestra vida diaria, con las formas que tenemos de hacer las cosas. A veces te imaginas, cuando observas las manifestaciones de violencia reclamando derechos o libertad de expresión que se celebran en todo el mundo, que lidias con radicales de la peor especie, situaciones que nunca vivirías en casa. Sin embargo, la belicosidad y su violencia no están lejos de nuestro corazón. Basta con mirar el propio interior para convencerte de esto.
No es que seamos malvados, pero también a veces permitimos que el mal domine nuestras vidas. A pequeña escala, parece tener muy poco impacto pero… una palabra despectiva, la envidia, los celos, la soberbia en el actuar, el juicio ajeno, un placer malicioso, el arremeter contra otra persona porque no me gusta; un pequeño gesto deshonesto; una negativa a perdonar, buscando conscientemente avivar el odio… Son ejemplos de un sinfín de pequeñas guerras potenciales que se siembran en el camino de la vida y que deberían hacernos postrar de rodillas. ¿Necesito, entonces, conversión?
En este momento cuaresmal deseo volver la mirada y el corazón a Cristo. De hecho, él es el verdadero desierto, ya que en él y con él es más sencillo superar la prueba. Él se convirtió en el agua viva del desierto, el pan de vida, la luz de la noche en ese camino que conduce al Padre. Queda claro que necesito conversión pero de la mano de Cristo, a la luz del Espíritu, para que mi camino cuaresmal sea un proceso de auténtica renovación interior.
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